Los tres mosqueteros (31 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Los tres mosqueteros
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—¿No le ha ocurrido ninguna desgracia a la reina? —exclamó Buckingham, pintándose en esta pregunta todo su pensamiento y todo su amor.

—No lo creo; sin embargo, creo que corre algún gran peligro del que sólo Vuestra Gracia puede sacarla.

—¿Yo? —exclamó Buckingham—. ¡Bueno, me sentiría muy feliz de servirla para alguna cosa! ¡Hablad! ¡Hablad!

—Tomad esta carta —dijo D’Artagnan.

—¡Esta carta! ¿De quién viene esta carta?

—De Su Majestad, según pienso.

—¡De Su Majestad! —dijo Buckingham palideciendo hasta tal punto que D’Artagnan creyó que iba a marearse.

Y rompió el sello.

—¿Qué es este desgarrón? —dijo mostrando a D’Artagnan un lugar en el que se hallaba atravesada de parte a parte.

—¡Ah, ah! —dijo D’Artagnan—. No había visto eso; es la espada del conde de Wardes la que ha hecho ese hermoso agujero al agujerearme el pecho.

—¿Estáis herido? —preguntó Buckingham rompiendo el sello.

—¡Oh! ¡No es nada! —dijo D’Artagnan—. Un rasguño.

—¡Justo cielo! ¡Qué he leído! —exclamó el duque—. Patrice, quédate aquí, o mejor, reúnete con el rey donde esté, y di a Su Majestad que le suplico humildemente excusarme, pero un asunto de la más alta importancia me llama a Londres. Venid, señor, venid.

Y los dos juntos volvieron a tomar al galope el camino de la capital.

Capítulo XXI
La condesa de Winter

D
urante el camino, el duque se hizo poner al corriente por D’Artagnan no de cuanto había pasado, sino de lo que D’Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la medida. Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.

Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D’Artagnan le contó las precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atravesado el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda. Al escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba todavía los veinte años.

Los caballos iban como el viento y en algunos minutos estuvieron a las puertas de Londres. D’Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no fue así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quienes se hallaban en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad, ocurrieron dos o tres accidentes de este género; pero Buckingham no volvió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de aquellos a los que había volteado. D’Artagnan le seguía en medio de gritos que se parecían mucho a maldiciones.

Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata. D’Artagnan hizo otro tanto, con alguna inquietud más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había podido apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.

El duque caminaba tan rápidamente que D’Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de riqueza. En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el duque abrió con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal. Por discreción, D’Artagnan se había quedado atrás; pero en el momento en que Buckingham franqueaba el umbral de aquella puerta, se volvió, y viendo la indecisión del joven:

—Venid —le dijo—, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que habéis visto.

Alentado por esta invitación, D’Artagnan siguió al duque, que cerró la puerta tras él.

Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una especie de altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas blancas y rojas, había un retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que D’Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a hablar.

Sobre el altar, y debajo del retrato, estaba el cofre que guardaba los herretes de diamantes.

El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo; luego abrió el cofre.

—Mirad —le dijo sacando del cofre un grueso nudo de cinta azul todo resplandeciente de diamantes—. Mirad, aquí están estos preciosos herretes con los que había hecho juramento de ser enterrado. La reina me los había dado, la reina me los pide; que en todo se haga su voluntad, como la de Dios.

Luego se puso a besar unos tras otros aquellos herretes de los que tenía que separarse. De pronto, lanzó un grito terrible.

—¿Qué pasa? —preguntó D’Artagnan con inquietud—. ¿Y qué os ocurre, milord?

—Todo está perdido —exclamó Buckingham, volviéndose pálido como un muerto—; dos de estos herretes faltan, no hay más que diez.

—Milord, ¿los ha perdido o cree que se los han robado?

—Me los han robado —repuso el duque—. Y es el cardenal quien ha dado el golpe. Mirad, las cintas que los sostenían han sido cortadas con tijeras.

—Si milord pudiera sospechar quién ha cometido el robo… Quizá esa persona los tenga aún en sus manos.

—¡Esperad, esperad! —exclamó el duque—. La única vez que me he puesto estos herretes fue en el baile del rey, hace ocho días, en Windsor. La condesa de Winter
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, con quien estaba enfadado, se me acercó durante ese baile. Aquella reconciliación era una venganza de mujer celosa. Desde ese día no la he vuelto a ver. Esa mujer es un agente del cardenal.

—¡Pero los tiene entonces en todo el mundo! —exclamó D’Artagnan.

—¡Oh, sí sí! —dijo Buckingham, apretando los dientes de cólera—. Sí, es un luchador terrible. Pero, no obstante, ¿cuándo ha de tener lugar ese baile?

—El próximo lunes.

—¡El próximo lunes! Todavía cinco días; es más tiempo del que necesitamos. ¡Patrice! —exclamó el duque, abriendo la puerta de la capilla—. ¡Patrice!

Su ayuda de cámara de confianza apareció.

—¡Mi joyero y mi secretario!

El ayuda de cámara salió con una presteza y un mutismo que probaban el hábito que había contraído de obedecer ciegamente y sin réplica.

Pero aunque fuera el joyero llamado en primer lugar, fue el secretario quien apareció antes. Era muy simple, vivía en palacio. Encontró a Buckingham sentado ante una mesa en su dormitorio y escribiendo algunas órdenes de su propio puño.

—Señor Jackson —le dijo—, vais a daros un paseo hasta casa del lord-canciller y decirle que le encargo la ejecución de estas órdenes. Deseo que sean promulgadas al instante.

—Pero, monseñor, si el lord-canciller me interroga por los motivos que han podido llevar a Vuestra Gracia a una medida tan extraordinaria, ¿qué responderé?

—Que tal ha sido mi capricho, y que no tengo que dar cuenta a nadie de mi voluntad.

—¿Será esa la respuesta que deberá transmitir a Su Majestad —repuso sonriendo el secretario— si por casualidad Su Majestad tuviera la curiosidad de saber por qué ningún bajel puede salir de los puertos de Gran Bretaña?

—Tenéis razón señor —respondió Buckingham—. En tal caso le dirá al rey que he decidido la guerra, y que esta medida es mi primer acto de hostilidad contra Francia.

El secretario se inclinó y salió.

—Ya estamos tranquilos por ese lado —dijo Buckingham, volviéndose hacia D’Artagnan—. Si los herretes no han partido ya para Francia, no llegarán antes que vos.

—Y eso, ¿por qué?

—Acabo de embargar a todos los navíos que se encuentran en este momento en los puertos de Su Majestad, y a menos que haya un permiso particular, ni uno solo se atreverá a levar anclas.

D’Artagnan miró con estupefacción a aquel hombre que ponía el poder ilimitado de que estaba revestido por la confianza de un rey al servicio de sus amores. Buckingham vio en la expresión del rostro del joven lo que pasaba en su pensamiento y sonrió.

—Sí —dijo— sí, es que Ana de Austria es mi verdadera reina; a una palabra de ella traicionaría a mi país, traicionaría a mi rey, traicionaría a mi Dios. Ella me pidió no enviar a los protestantes de La Rochelle la ayuda que yo les había prometido, y no lo he hecho. Faltaba así a mi palabra, ¡pero no importa! Obedecía a su deseo. ¿No he sido suficientemente pagado por mi obediencia? Porque a esa obediencia debo precisamente su retrato.

D’Artagnan admiró de qué hilos frágiles y desconocidos están a veces suspendidos los destinos de un pueblo y la vida de los hombres.

Estaba él en lo más profundo de sus reflexiones, cuando entró el orfebre: era un irlandés de los más hábiles en su arte, y que confesaba él mismo ganar cien mil libras al año con el duque de Buckingham.

—Señor O’Reilly —le dijo el duque, conduciéndolo a la capilla—, ved estos herretes de diamantes y decidme cuánto vale cada pieza.

El orfebre lanzó una sola ojeada sobre la forma elegante en que estaban engastados, calculó uno con otro el valor de los diamantes y sin duda alguna:

—Mil quinientas pistolas la pieza, milord —respondió.

—¿Cuántos días se necesitarían para hacer dos herretes como estos? Como veis, faltan dos.

—Ocho días, milord.

—Los pagaré a tres mil pistolas la pieza, pero los necesito para pasado mañana.

—Los tendrá, milord.

—Sois un hombre preciso, señor O’Reilly, pero esto no es todo; esos erretes no pueden ser confiados a nadie, es preciso que sean hechos en este palacio.

—Imposible, milord, sólo yo puedo realizarlos para que no se vea la diferencia entre los nuevos y los viejos.

—Entonces, mi querido señor O’Reilly, sois mi prisionero, y aunque ahora quisierais salir de mi palacio no podríais; decidid, pues. Decidme los nombres de los ayudantes que necesitáis, y designad los utensilios que deben traer.

El orfebre conocía al duque, sabía que cualquier observación era inútil, y por eso tomó al instante su decisión.

—¿Me será permitido avisar a mi mujer? —preguntó.

—¡Oh! Os será incluso permitido verla, mi querido señor O’Reilly; vuestro cautiverio será dulce, estad tranquilo; y como toda molestia vale una compensación, además del precio de los dos herretes, aquí tenéis un buen millar de pistolas para haceros olvidar la molestia que os causo.

D’Artagnan no volvía del asombro que le causaba aquel ministro, que movía a su placer hombres y millones.

En cuanto al orfebre, escribía a su mujer enviándole el bono de mil pistolas y encargándola devolverle a cambio su aprendiz más hábil, un surtido de diamantes cuyo peso y título le daba, y una lista de los instrumentos que le eran necesarios.

Buckingham condujo al orfebre a la habitación que le estaba destinada y que, al cabo de media hora, fue transformada en taller. Luego puso un centinela en cada puerta con prohibición de dejar entrar a quienquiera que fuese, a excepción de su ayuda de cámara Patrice. Es inútil añadir que al orfebre O’Reilly y a su ayudante les estaba absolutamente prohibido salir bajo el pretexto que fuera.

Arreglado este punto, el duque volvió a D’Artagnan.

—Ahora, joven amigo mío —dijo—, Inglaterra es nuestra. ¿Qué queréis qué deseáis?

—Una cama —respondió D’Artagnan—. Os confieso que por el momento es lo que más necesito.

Buckingham dio a D’Artagnan una habitación que pegaba con la suya. Quería tener al joven bajo su mano, no porque desconfiase de él, sino para tener alguien con quien hablar constantemente de la reina.

Una hora después fue promulgada en Londres la ordenanza de no dejar salir de los puertos ningún navío cargado para Francia, ni siquiera el paquebote de las camas. A los ojos de todos, aquello era una declaración de guerra entre los dos reinos.

Dos días después, a las once, los dos herretes en diamantes estaban acabados y tan perfectamente imitados, tan perfectamente parejos que Buckingham no pudo reconocer los nuevos de los antiguos, y los más expertos en semejante materia se habrían equivocado igual que él.

Al punto hizo llamar a D’Artagnan.

—Mirad —le dijo—. Aquí están los herretes de diamantes que habéis venido a buscar, y sed mi testigo de que todo cuanto el poder humano podía hacer lo he hecho.

—Estad tranquilo, milord, diré lo que he visto; pero ¿me entrega Vuestra Gracia los herretes sin la caja?

—La caja os sería un embarazo. Además, la caja es para mí tanto más preciosa cuanto que sólo me queda ella. Diréis que la conservo yo.

—Haré vuestro encargo palabra por palabra, milord.

—Y ahora —prosiguió Buckingham, mirando fijamente al joven—, ¿cómo saldaré mi deuda con vos?

D’Artagnan enrojeció hasta el blanco de los ojos. Vio que el duque buscaba un medio de hacerle aceptar algo, y aquella idea de que la sangre de sus compañeros y la suya iban a ser pagadas por el oro inglés le repugnaba extrañamente.

—Entendámonos milord —respondió D’Artagnan—, y sopesemos bien los hechos por adelantado, a fin de que no haya desprecio en ello. Estoy al servicio del rey y de la reina de Francia, y formo parte de la compañía de los guardias del señor des Essarts quien, como su cuñado el señor de Tréville, está particularmente vinculado a Sus Majestades. Por tanto, lo he hecho todo por la reina y nada por Vuestra Gracia. Es más, quizá no hubiera hecho nada de todo esto si no hubiera tratado de ser agradable a alguien que es mi dama, como la reina lo es vuestra.

—Sí —dijo el duque, sonriendo—, y creo incluso conocer a esa persona, es…

—Milord, yo no la he nombrado —interrumpió vivamente el joven.

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