Los presidentes en zapatillas (13 page)

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Authors: Mª Ángeles López Decelis

Tags: #castellano

BOOK: Los presidentes en zapatillas
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¿Puede alguien imaginar a don Leopoldo en campaña electoral, enfervorizando a las masas desde el estrado durante un mitin, besando niños o fotografiándose con las abuelas de un centro para la tercera edad? ¿A que es difícil? Admiraba en secreto a Adolfo Suárez por su desenvoltura en ese terreno y envidiaba todo lo que él no tenía: la facilidad para tratar con la gente y el arte de la seducción. Leopoldo, que abrazaba envarado, con mucha seriedad, veía cómo Suárez lo hacía con una gran sonrisa, apretando con fuerza, tomando a la gente por los codos y haciendo sentir a cualquiera que era importante y que necesitaba su confianza. Él se asombraba... Eran distintos, pero complementarios.

Luis Sánchez-Merlo, que sentía por el presidente una admiración sin límites, le decía: «Leopoldo, cada vez que sonríes en campaña perdemos veinte mil votos»... Y es que Calvo-Sotelo, al que llamaban «la esfinge», sonreía con la seriedad de Tutankamón.

Pero para borrar de un plumazo cualquier sonrisa, surgió la «Operación M. N.». Se trataba de un nuevo plan golpista, preparado para llevarse a cabo el 27 de octubre, jornada de reflexión. Afortunadamente, fue abortada a primeros de mes por los Servicios de Seguridad del Estado y con la máxima discreción para no alarmar a la opinión pública.

Más tarde se conoció con detalle el alcance del plan sedicioso, que contemplaba el secuestro de los principales poderes públicos por parte de diversos comandos helitransportados, que asaltarían los centros de poder y decisión del país. En el plan figuraba la neutralización de cuatro ministerios, de todos los centros de comunicación de Madrid, incluidos periódicos, emisoras de radio y cadenas de televisión, el control de estaciones y aeropuertos, además del asalto de La Moncloa y La Zarzuela, el confinamiento en sus domicilios de los principales líderes políticos y personalidades de la vida civil, hasta cerca del medio centenar, así como el bloqueo total de la capital de España a partir de tres amplios cinturones de seguridad que impedirían el acceso a la misma.

En los documentos incautados se hacía referencia constante a la «Operación M. N.», cuyas siglas algunos pretenden hacer coincidir con las de Movimiento Nacional, aunque nunca se supo con seguridad el nombre del plan rebelde. Los responsables, los coroneles Luis Muñoz Gutiérrez y Jesús Crespo Cuspinera, y el teniente coronel José Crespo Cuspinera fueron acusados de un delito de conspiración para la rebelión y juzgados posteriormente. Es más que probable que con sus antecedentes golpistas y el momento político que el país vivía se optara por una complicidad pactada, un acuerdo tácito entre las fuerzas políticas para que el acontecimiento tuviera escasa repercusión en los medios y no marcara el signo de la campaña electoral en curso.

En fin, el Gobierno de Calvo-Sotelo se inició con un intento de golpe de Estado y a punto estuvo de acabar con otro.

Como todos sabemos, el 28 de octubre de 1982, el PSOE no solo ganó las elecciones generales, sino que arrasó con diez millones de votos, que le proporcionaron la mayoría absoluta, borrando prácticamente del mapa a la UCD, que pasó de ser el partido del Gobierno a contar con once diputados. Calvo-Sotelo, candidato número dos por Madrid, consiguió su escaño gracias a la dimisión del número uno, Landelino Lavilla.

No existe un acuerdo entre los historiadores sobre las fechas en las que encuadraríamos el periodo al que denominamos «Transición política en España». Todos lo comienzan con la muerte de Franco; algunos lo terminan con la entrada en vigor de la Constitución, otros lo alargan hasta la integración de nuestro país en las Comunidades Europeas y unos terceros lo hacen coincidir con el triunfo electoral del Partido Socialista y la desaparición de la UCD, partido que nació para llevar a cabo la Transición y que murió cuando esta terminó.

Yo estoy con estos últimos, así que, con el permiso de académicos y catedráticos, doy por terminado un capítulo trascendental que cambió el curso de la Historia de España; en lo doméstico, cerramos la puerta del Palacio de la Moncloa, que a partir de ahora se convertirá en exclusiva en la vivienda familiar de los siguientes presidentes del Gobierno. Los funcionarios nos iremos a trabajar a otro sitio.

Fue, sin duda, el presidente de mayor talla intelectual de la democracia. Podía haber sido cualquier cosa; su formación y su inteligencia se lo permitían. Habría querido dedicarse a la Física o a la Filosofía, pero razones económicas decidieron por él, llevándole por el camino de la técnica y la ingeniería. Sin previo aviso, la vida pronto le condujo lejos de la construcción, hasta un lugar indefinible que se llama Política. Pero cuando se profundiza en la personalidad de Calvo-Sotelo se entiende que su destino era, sin duda, servir a su patria como dirigente. ¡Afortunadamente para los españoles! Él mismo decía: «Ser austero, no engañar, siempre servir y, si no fuera posible, irse sin hacer demasiado ruido».

Retrata con fidelidad la falta de ambición personal y el afán de servicio de este hombre singular una anécdota que contaba con frecuencia y que corresponde a la etapa de su prejubilación en Explosivos Río Tinto. Para tener derecho a la prestación, le pedían las cotizaciones a la Seguridad Social de los siete años anteriores, tal y como estaba estipulado por ley, justo los que había sido ministro... Pero es que a nadie se le había ocurrido que un ministro también debía cotizar, así que cuando regresó de Explosivos con las manos vacías le dijo a su mujer: «Pilar, estamos como el día de nuestra boda... al verde».

Su sentido del humor era finísimo. Jamás una frase vulgar o una palabra malsonante. Pruebas de ello hay muchas, pero me permito transcribir aquí algunas muestras.

En julio de 1982, con el partido en plena crisis, hervidero de luchas internas y al borde de la ruptura final, Calvo-Sotelo coincidió en una comida con Plácido Domingo, y a los postres le pidió que cantase unas notas del Réquiem, de Verdi, obra que le gustaba especialmente. Plácido accedió y Leopoldo, mientras tarareaba, terminó cantando: «Ra, ra, ra... Es un réquiem de gala por UCD».

En otra ocasión, a propósito de la presentación de uno de sus libros, respondió así a la observación de un periodista: «No sabíamos que fuese usted aficionado a escribir». «Pues lo hago todos los días, y, además, firmo con mi nombre y apellidos, en el Boletín Oficial del Estado».

Acompañado por su escolta a Ribadeo, con motivo de la boda de una sobrina, uno de los agentes, muy joven y recién incorporado al servicio, no se lo pensó dos veces y se unió a la fiesta, bailando con las muchachas, cada vez más integrado en las costumbres lugareñas. Al día siguiente, Calvo-Sotelo le llamó y le hizo sentar en el sofá, mientras veían el vídeo de la boda. «Paco, ¿es usted ese que se contorsiona?». Paco contestó descompuesto: «Sí, presidente». «Pues la verdad es que tal vez haya equivocado su vocación..., pero mientras decide qué hacer con su futuro profesional, yo le rogaría que se abstuviera de emular a Fred Astaire»... Paco, a punto de desmayarse.

Su gestión política fue corta, pero impecable, y si todos sus logros fueron importantes, quizá habría que calificar como trascendental su trabajo como encargado durante años, primero como ministro y después como presidente del Gobierno, de negociar la entrada de España en el Mercado Común. Él decía: «Llevé a mis huestes hasta el lindero de la Tierra de Promisión, pero la firma le tocó a mi cuñado y sucesor, el socialista Fernando Morán, a quien siempre recito el romance del Cid: "Que non venciera Josué, si Moisés no lo ficiera"». Fernando Morán estaba casado con María Luz, su hermana pequeña.

Si alguien levantaba las iras de los gobernantes españoles y hacía despertar en ellos sus más bajas pasiones, ese personaje era, sin duda, Valéry Giscard d'Estaing, presidente de Francia. Tanto Adolfo Suárez como Leopoldo Calvo-Sotelo sufrieron el tormento de su homólogo francés y todos absolutamente compartíamos hacia él una profunda antipatía, por no decir el mayor de los desprecios. Durante su mandato, frustró una y otra vez nuestras legítimas aspiraciones de acceso a la Europa comunitaria y obstaculizó, en nombre de alguna cobarde razón, la lucha de la España democrática contra la barbarie asesina del terrorismo de ETA. Me atrevo a aventurar que cuando Giscard acabó su mandato, tanto Suárez como Calvo-Sotelo descorcharon una de sus mejores botellas para celebrar la ocasión... Otros también lo hicimos.

A pesar de las zancadillas, finalmente este objetivo, como muchos otros, se alcanzó con éxito, en unos tiempos en que los problemas eran más arduos, pero las formas mejores, porque la calidad humana y profesional de esta generación de políticos correspondía a la primera división.

Leopoldo Calvo-Sotelo fue un hombre de profundas convicciones religiosas, católico practicante; no iban con su personalidad ni el exceso ni el derroche, mucho menos los adornos. Monárquico convencido desde su más temprana juventud, defendía a la Corona como símbolo de unidad nacional y como representante de los valores de un país ante el resto del mundo. «Los políticos van y vienen. Los partidos ganan y pierden. Cambian las modas para los gobernantes. Sin embargo, la monarquía constitucional sigue siendo un símbolo sólido y perdurable para la conservación de un país, facilitando la adaptación pacífica a los cambios del mundo moderno», explicaba.

El famoso dúo de humoristas Gomaespuma le llamaban «el quinto Beatle» en referencia a los otros cuatro presidentes con mandatos presidenciales más dilatados, y él se autodenominaba «el clavillo del abanico», haciendo referencia a su capacidad para servir de eslabón unificador de todas las opciones internas de su partido y en todas las etapas.

Su último acto de servicio al país, antes de hacer las maletas camino de su casa en Somosaguas, fue un ejemplar traspaso de poderes al presidente electo, Felipe González. La sintonía entre ambos fue siempre perfecta, desde el respeto que se profesaban y por encima de sus diferencias políticas.

En una de sus últimas declaraciones públicas, Calvo-Sotelo llegó a decir que echaba de menos a Felipe González todos los días, porque el PSOE de entonces era un partido de Estado y con sentido de la responsabilidad. Tras su muerte, también el líder socialista elogió especialmente la figura de su antecesor, diciendo de él que había practicado la política con mayúsculas, siendo un ejemplo de «lealtad al Estado y de honestidad en momentos muy difíciles de nuestra historia reciente».

Lector empedernido, integraban su biblioteca alrededor de diez mil volúmenes, de los que disfrutaba especialmente con sus hijos, con los que se pasaba las horas muertas, porque detrás de esa máscara impasible se escondía un hombre profundamente afectivo y sentimental.

Él y doña Pilar formaban un matrimonio sólido y unido hasta límites insospechados. ¡Cuántas veces en formación, con motivo de algún acto, uno junto al otro y en silencio, como manda el protocolo, Leopoldo Calvo-Sotelo buscaba furtivamente la mano de su esposa!

Compartían todo, hasta la pasión por las horas nocturnas y su aversión por madrugar. Calvo-Sotelo dejó escrito: «Tengo en casa cajones llenos de páginas inéditas. Mi mujer, que me sobrevivirá como es norma, podría ganar algún dinero publicando, dentro de muchos años, las más impertinentes y políticamente incorrectas».

En una de sus últimas apariciones públicas, con motivo de la entrega, en Oviedo, de los premios Príncipe de Asturias, Su Alteza Real le saludó y le preguntó por su salud, haciéndole una observación sobre la cojera que advertía en él. Calvo-Sotelo le contestó: «Es que soy cojo». Por eso andaba siempre tan erguido, con el fin de sobrellevar las molestias que desde niño padecía en una cadera y el ritmo renqueante que le quedó como consecuencia de una caída mientras montaba en bicicleta.

Para terminar, no quiero dejar de incluir aquí dos pasajes que han dejado huella especial en mí y que corresponden al lado más humano y desconocido de este hombre con quien tuve la fortuna de trabajar.

Antonio Mingote escogió a Leopoldo Calvo-Sotelo para escribir el prólogo de uno de sus mejores libros, Solo pobres, donde su humor ácido y mordaz se dedicaba en exclusiva a los menesterosos. Uno de los párrafos decía: «El pobre de Mingote habita bajo el ojo de medio punto de un puente de fábrica. Teníamos en la Escuela de Caminos una asignatura que llevaba ese nombre: puentes de fábrica. Y es que ya no se hacen puentes como aquellos, pensando en los mendigos. Hoy los puentes son de hormigón y no sirven para alojar pobres; tampoco las casas de hoy, sin aleros, sirven para que los pájaros hagan sus nidos. Un signo de nuestra época es seguir fabricando pobres sin hacer puentes que les acojan».

No se pierdan cada palabra que Calvo-Sotelo dedicó a su esposa en el siguiente poema. Su título, «Pilar»:

Pilar iba delante con los niños.

Desde un lugar muy próximo, inmediato,

como en el tren parado por la noche,

me llegaba su voz clara y distinta,

hablándoles, riñéndoles, queriéndoles.

Todo iba bien. ¿Por qué un poso de angustia,

de soledad me oscurecía el alma?

Todo iba bien. Anduve mucho.

Tarde vine a saber que nunca llegaría

hasta el huerto concluso de las voces.

Y aquí estoy, extramuros, solo,

mientras Pilar sigue adelante con sus niños

y me llega su voz inalcanzable,

hablándoles, riñéndoles, queriéndoles.

Fue un hombre tolerante y defensor del diálogo, sabía escuchar las razones de sus contrarios para después formar sus propios juicios con rigor. Eran tiempos en los que la reflexión primaba sobre la inmediatez. No era necesario, como ahora, pasarse todo el tiempo replicando y contrarreplicando, como en un partido de tenis en el que hay que devolver la bola rápido y subir constantemente a la red. Esta forma de hacer política es mucho más espectacular, pero se cometen muchos errores.

Leopoldo Calvo-Sotelo le puso a España la camisa de la esperanza. Junto a Adolfo Suárez, como paladines de la democracia, llevaron a cabo una auténtica «Reconquista», la de los derechos civiles y las libertades públicas, y nos echaron a volar para que emprendiéramos nuestra propia vida y encontráramos el camino, como hacen los padres con los hijos.

En reconocimiento a todo ello, pero veinte años después de dejar la Presidencia del Gobierno, el Rey le concedió el Marquesado de la Ría de Ribadeo. Estoy segura de que nada le podía hacer más feliz que la referencia a la ría en su título nobiliario, formando parte a partir de 2002 del rico patrimonio heráldico de la provincia de Lugo, que cuenta con cincuenta y dos títulos censados.

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