Esta intervención desencadenó ríos de tinta y alimentó todo tipo de teorías conspirativas contra la familia Ruiz-Mateos y el Opus Dei, al que el clan pertenecía, teniendo como protagonista al ministro de Economía, Miguel Boyer.
Como consecuencia, el empresario huyó a Londres, pero fue extraditado a España en 1985. Fueron múltiples los procesos judiciales, recursos y sentencias que compusieron este caso; en junio de 1997 la Audiencia Nacional absolvió de los delitos de falsedad y estafa a José María Ruiz-Mateos, quien protagonizó actos de protesta y extravagantes campañas que ya forman parte de la cultura popular contemporánea. Finalmente, el grupo se privatizó por partes y la familia Ruiz-Mateos consiguió crear uno nuevo al que llaman Nueva Rumasa.
Por aquellos días se incorporó a las tareas de la Secretaría María Torres, proveniente también de las filas del partido y con quien conecté rápidamente. Éramos de la misma edad y disfrutábamos de la filosofía alegre y desenfadada que proporcionan los veinticinco años, además de una fortaleza física a prueba de bombas. La idea era liberarme de ciertas tareas para que pudiera organizar un pequeño equipo que funcionaría como un pool, donde se centralizaría todo el trabajo de informes, discursos, correspondencia, etc. Para ello dispondríamos de modernos sistemas informáticos. ¡¡Ordenadores!! ¡Por fin, trabajaríamos con ordenadores! Adiós al papel carbón y a las copias en cebolla, fin de los registros a mano de fichas en cartulina y armarios con interminables filas de carpetas colgantes. ¡Era la muerte del típex y la defunción de las gomas de borrar con escobilla! Hicimos un cursillo de una semana en la compañía Rank Xerox y salimos absolutamente preparadas para la nueva era cibernética que se avecinaba.
Visto desde el presente, tal vez parezca simplón e incluso ridículo, pero aquellos primeros ordenadores individuales, con sus ratones que parecían tener vida propia y sus diskettes intercambiables de cinco pulgadas y cuarto, revolucionaron el mundo del trabajo y nos cambiaron la vida. Hasta tal punto que fue entonces cuando la Presidencia del Gobierno de España comenzó a tener visos de modernidad. Y se compró una firmadora, auténtico adelanto de última generación, que parecía una gran máquina de coser. Ocupaba tanto espacio y hacía tanto ruido que nadie la quería cerca.
Tan contentos estábamos todos con lo bien que iban las cosas que se organizó, a mediados de marzo de 1983, una especie de fiesta de fraternidad y buena vecindad para conmemorar los primeros cien días de gobierno, plazo de tiempo que tradicionalmente se establece para tomar el pulso a la gestión de un Ejecutivo que se estrena. Lo pasamos de maravilla, tanto que algunos quedaron inservibles para continuar la jornada; como ejemplo, el jefe de Protocolo tuvo que conducir su propio coche oficial para llevar a casa a su chófer, que estaba al borde del coma etílico.
Como vivienda y oficina estaban separadas por cien metros de jardín, al principio no era frecuente la visita de los miembros de la familia. Hasta que los hijos del presidente, Pablo y David, entonces un par de preadolescentes, se enteraron de que allí había ordenadores. La curiosidad podía con ellos y utilizaban a la hermana pequeña como excusa para pulular por los despachos y observar aquellos artefactos. María era una preciosa criatura de cinco años, con cara de lista, por la que su padre sentía absoluta debilidad. Con su lengua de trapo contestaba a nuestras preguntas, formuladas con mucha intención: «Y entonces, María, ¿tú quieres mucho a tu papá?». «Sí». «¿Y tú sabes en qué trabaja tu papá?». «Pues es uno de esos que hablan mucho». Desde luego, la niña no podía explicarlo más claro...
Y Carmen Romero, la mujer de la eterna sonrisa. Siempre en segundo plano ante el liderazgo aplastante de su marido, luchó contra el estereotipo de esposa de presidente del Gobierno al que una sociedad anticuada esperaba que se ajustara. Se enfrentó con valentía a una presión mediática que en muchos momentos llegó a la asfixia, pero lejos de condicionarla, vivió conforme a su propio modelo de mujer. Se le criticaba desde distintos medios que ejerciera su puesto como segunda dama de España en contadas ocasiones. Sin embargo, Carmen Romero dejó muy claro que quería seguir siendo ella misma y no un apéndice del presidente.
Desde su propio entorno la intentaban convencer apelando a su papel como un servicio más al partido, pues siendo como era la primera vez que una pareja joven, atractiva y socialista llegaba al poder, lo lógico habría sido que se exhibieran juntos un poco más a menudo. Pero ella se mantenía en sus trece. Finalmente, se vio obligada a dejar el instituto donde impartía clases de Lengua y Literatura, puesto que ocasionaba un sinfín de problemas continuar ejerciendo la docencia en una zona donde no era fácil su protección.
Tal vez, en justa compensación a su temporal frustración pedagógica, decidió llenar ese hueco intelectual con las veladas que durante un tiempo organizó en la «bodeguilla» en la que se convirtió el sótano-mantequería del Palacio que, como ya dijimos, descubrieron los hijos de Adolfo Suárez mientras jugaban en el jardín. La bodeguilla emulaba una típica tasca sevillana y, cada viernes, Carmen Romero organizaba cenas informales para la intelectualidad de la época. El asiduo círculo estaba compuesto por escritores, pensadores, periodistas, rockeros, artistas y actores que, a pesar de su inicial fidelidad, con el tiempo se fueron disipando en su arte o profesión tras su paso nocturno por La Moncloa y su comportamiento posterior. Como ejemplo cabe citar que el manifiesto que un grupo de intelectuales firmó a favor de nuestra permanencia en la OTAN salió de las tertulias de la bodeguilla. En buena lógica, estas tertulias no eran vistas con buenos ojos por los círculos conservadores, que intuían en estas prácticas matices conspiratorios y, sobre todo, fórmulas de influencia en el mismísimo centro de gravedad de la toma de decisiones del poder político del país. Por su parte, algunos «progres» de la época que despuntaban fundamentalmente por sus actitudes transgresoras o políticamente incorrectas, utilizaron la bodeguilla como plataforma de lanzamiento profesional y medraron a la sombra de las reuniones monclovitas más de lo que habría sido deseable.
Carmen Romero y Felipe González, tras dos años de noviazgo, se casaron en 1969 civilmente y por poderes en una ceremonia en la que Luis Uruñuela, ex alcalde de Sevilla, representó al novio, porque González se encontraba en Burdeos en una reunión del PSOE en el exilio. Al día siguiente el novio llegó a Sevilla para la ceremonia religiosa, que se celebró en un ambiente tan íntimo que no existe ni una sola fotografía del acontecimiento. González llegó al monasterio de Loreto a bordo del Renault 8 de Alfonso Guerra. El matrimonio viajó a Francia de luna de miel, donde González visitó a Rodolfo Llopis, histórico líder del PSOE, y se dedicó de lleno a sus quehaceres de militante socialista en la clandestinidad. Fue en este viaje cuando la propia Carmen Romero bautizó a su marido como «Isidoro», siendo este desde entonces el nombre de guerra con el que González fue alcanzando mayores cotas de poder dentro del partido.
En las elecciones generales de 1989, Carmen Romero consiguió un escaño como diputada por Cádiz y actualmente forma parte del grupo socialista del Parlamento Europeo. A sus sesenta y dos años, vive dedicada a su trabajo y a disfrutar de sus cinco nietos. Además, ostenta la Presidencia del Círculo Mediterráneo, foro de interrelación entre los países de ese ámbito, poniendo el acento de manera especial en la lucha por la mejora de las condiciones de vida de las mujeres del Magreb.
Como todo el mundo sabe, en noviembre de 2008 los medios informativos se hicieron eco de la ruptura definitiva del matrimonio, así como de la relación sentimental de Felipe González con otra mujer.
Al mismo ritmo que crecían las necesidades de la Presidencia del Gobierno, en estructura y personal, para atender los nuevos proyectos se hacía necesario una planificación que reorganizara los servicios, convirtiendo aquella miniciudad en una institución verdaderamente representativa, además de cómoda y segura para los que trabajábamos en su interior. La extensión del terreno no suponía un problema; hablamos de 58.293,81 metros cuadrados, como consta en los planos del Ayuntamiento, uno de los espacios más amplios reservados a una jefatura de Gobierno en Europa... Pero faltaban edificaciones.
Felipe González, que soñaba con el día en que España firmara definitivamente su ingreso en las Comunidades Europeas, planeaba la construcción de un edificio representativo que albergara, con el nivel requerido, las reuniones, cumbres y eventos que en el futuro se celebrarían en Madrid cuando nuestro país fuera el anfitrión. Como es lógico, el palacete debía ser independiente de los demás edificios destinados a oficinas y despachos, y a la vez estar incluido en el perímetro de máxima seguridad del complejo, es decir, el que se reserva en exclusiva al Palacio. Solo había una solución: derribar la vieja casona de la Guardia Civil, donde los funcionarios y las fuerzas del orden almorzábamos cada día, pues era el comedor más cercano. No había opción ni tiempo material para otra cosa: los menús estudiantiles de las facultades más próximas de la Ciudad Universitaria, o el rancho cuartelero de nuestros compañeros de uniforme. El edificio cayó como un castillo de naipes y el comedor se trasladó provisionalmente a un pequeño salón en el edificio INIA, junto a la cafetería.
Además del sueño de Felipe González, había que cumplir otros, quizá más perentorios. El complejo presidencial precisaba de un edificio que albergara los servicios comunes, sede a la que se trasladarían los médicos, la estafeta de Correos, el banco, la biblioteca y los servicios de publicaciones, los departamentos encargados de la gestión del personal y la habilitación, más una cafetería y un comedor a la altura de los nuevos tiempos y del número de trabajadores y visitantes. Y se construyó el edificio de Servicios.
Las Fuerzas de Seguridad que se ocupan de la vigilancia del complejo cumplen unos turnos muy especiales, teniendo en cuenta que no descansan nunca, por lo que requieren unas dependencias con unas características propias que den respuesta a todas sus necesidades, tales como oficinas específicas, entre ellas una comisaría de Policía, armería, gimnasio, peluquería, habitaciones para el descanso de los relevos y muy especialmente la sala que ocupa CEMAS, que es el Centro de Mando de Seguridad desde donde se controla todo el complejo a través de cámaras y sofisticados sistemas de vigilancia. Y se construyó el edificio de Seguridad.
Hay que tener en cuenta que el espacio aéreo del complejo se encuentra vedado, salvo expresa autorización militar, a cualquier vuelo civil o comercial, y que en su interior se halla un helipuerto, desde donde despega y aterriza el helicóptero que da servicio oficial al presidente. Pilotado con gran maestría por oficiales del Ejército del Aire, maniobran con destreza entre árboles y tejados para colocar el aparato exactamente en el lugar destinado al efecto. Todo esto conlleva la disponibilidad permanente de un vehículo de bomberos, cuyos operarios cuentan con trajes ignífugos y entrenamiento adecuado en caso de que sea preciso actuar ante cualquier eventualidad.
Un último apunte de interés se refiere a la utilización de este pequeño aeropuerto en ocasiones excepcionales por parte de helicópteros de servicios de emergencias que atienden accidentes de tráfico de especial gravedad. Para ello reciben el permiso de utilización de las instalaciones y los heridos son trasladados en ambulancia a los distintos hospitales de la zona.
Pues ya tenemos estos dos nuevos edificios, que fueron los primeros que se incorporaron al complejo presidencial; más tarde lo hizo el del Consejo de Ministros, que por su importancia merece una mención más extensa.
Pero existía un nuevo proyecto que era preciso acometer cuando las disponibilidades económicas lo permitieran: un búnker subterráneo como medida preventiva de seguridad para el presidente y su familia ante cualquier imponderable de extrema gravedad. Después de los sucesos del 23-F, la necesidad de esta obra tomó cuerpo y UCD inició el llamado «plan Orión», que consistía en la construcción de un refugio, entre los años 1983 y 1989, en la provincia de Toledo. A finales de la década de los ochenta, Felipe González detuvo las obras y ordenó la edificación de un búnker en la propia Moncloa. En solo dos años, a finales de 1991, el proyecto estuvo terminado.
La palabra búnker suena a refugio antiatómico y es fruto de cierto pánico escénico que ataca a todos los dirigentes mundiales, como demuestran los libros de Historia. Citando a Alberto Rojas en su reportaje publicado por el diario El Mundo, el 2 de marzo de 2003, en el de La Moncloa caben doscientas personas, está dotado de muros de tres metros de grosor, puertas falsas, armería, quirófano y cementerio. Cuenta con vacunas contra la viruela y el ántrax, y es resistente a ataques nucleares. Se ha utilizado en muy pocas ocasiones, pero nunca ha dejado de estar operativo. Las reuniones más importantes que se han celebrado en este centro neurálgico tuvieron lugar durante la guerra de los Balcanes, la tregua de ETA, el Efecto 2000 y los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono.
Cuando Aznar ganó las elecciones, entró en el búnker y se quedó sobrecogido ante las dimensiones de este edificio subterráneo: siete mil quinientos metros cuadrados bajo tierra. Todos los trabajadores de Dragados, la empresa que se encargó de su construcción, firmaron un juramento de confidencialidad, y los operarios quedaron sometidos a la Ley de Protección de Secretos Oficiales. De cara al gran público, se estaban construyendo los aparcamientos Puerta de Hierro.
Este refugio, que se conoce como proyecto CITA (Centralización de Instalaciones Técnicas Auxiliares), posee muros de hormigón reforzados con acero y titanio; se cierra herméticamente, está diseñado a prueba de bombas nucleares, terremotos, aguanta semanas de asedio y, por supuesto, está preparado para resistir ataques con armas químicas. La OTAN fue consultada sobre su diseño.
El acceso se encuentra en uno de los edificios administrativos contiguos. Todos los operarios, guardias, telegrafistas y médicos que trabajan en el edificio, unas cuarenta personas a las que se conoce como «bunkeros», deben identificarse con una tarjeta personalizada. Una vez superados los controles, se pasa al túnel de entrada. A ambos lados se alinean puertas falsas de color granate que no llevan a ninguna parte. Al final de la galería, que tiene las paredes pintadas de blanco, hay una puerta giratoria que da acceso al búnker.