Los presidentes en zapatillas (14 page)

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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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BOOK: Los presidentes en zapatillas
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Cuando Calvo-Sotelo murió, el presidente del Congreso de los Diputados, José Bono, con muy buen criterio, consideró adecuado que fueran miembros de las Fuerzas Armadas los que recibieran su cuerpo con honores a la llegada del féretro a las Cortes. España debía ese reconocimiento a quien se enfrentó a la dureza de una gestión de gobierno marcada de manera constante por el involucionismo y la sedición, defendiendo de forma rotunda la primacía del poder civil.

Presenciando por televisión las imágenes de su cadáver en el Salón de los Pasos Perdidos, de su doliente viuda, de sus ocho hijos y dieciocho nietos, no tuve duda de la grandeza de este hombre y, sin poder evitar la emoción, dos lágrimas que se me escaparon constituyeron mi personal y sincero homenaje.

Desde donde esté, Leopoldo Calvo-Sotelo contemplará su amada ría, que tantas veces navegó, velará por su extensa familia, su mejor obra, y, a buen seguro, por todos los españoles, a quienes tan bien sirvió.

¡Descanse en paz!

Felipe González Márquez

Libertad, libertad, sin ira libertad...

«Otra vez ha venido el de la bufanda». Seguro que esta fue la frase más repetida durante el mes de noviembre de 1982 en la Presidencia del Gobierno. El de la bufanda no era otro que Roberto Dorado, encargado de dirigir la operación de traspaso de poderes como nuevo director del Gabinete del Presidente. «Bobby Golden», como le llamaban sus colegas britanizando su nombre, era un hombre diminuto que, por aquellos días, desafiaba al frío inclemente paseándose por el complejo presidencial con una simple americana y una bufanda enorme que enrollaba al cuello con varias vueltas.

Al disponer de más tiempo que en el cambio anterior, se procedió, tras la marcha de los Calvo-Sotelo, a pintar la vivienda, limpiar lámparas, tapices y alfombras, y recomponer las estancias del edificio para albergar a la nueva familia. En fin, un lavado de cara que, después de más de cinco años, la Presidencia del Gobierno estaba pidiendo a gritos. Además, se palpaba en el ambiente que ahora sí que iba a producirse un auténtico cambio, por lo que se respiraba una especial excitación, además de cierta incertidumbre. ¿Cómo serían los socialistas en la distancia corta? ¿Y para trabajar? ¿Vendrían con intención de hacer una purga y deshacerse de lo antiguo amparándose en razones de seguridad? Todo eran preguntas sin respuesta.

Debido a las operaciones de reacondicionamiento del Palacio, recibimos orden de trasladarnos a los anexos con el resto de los compañeros y, hasta nuevo aviso, todo el personal quedaba a la espera de destino. Lo único que sabíamos a ciencia cierta era que tanto el nuevo presidente como el vicepresidente tenían intención de ocupar el edificio de Semillas, por lo que se habían dado instrucciones a sus ocupantes para desalojar las dependencias en el plazo de una semana.

Los días pasaban con lentitud y, poco a poco, con cuentagotas, las compañeras más afortunadas fueron tomando posiciones y presentándose en los nuevos puestos que les adjudicaban los servicios encargados de los recursos humanos... ¡Pero yo seguía sin saber adónde iría a parar! Teniendo en cuenta mi procedencia, la Secretaría General del Movimiento, parecía lógico temer que pudiera formar parte de alguna suerte de lista negra que me llevara a prestar servicio muy lejos de allí... ¡Y no digamos la compañera Pilar de Simón Milans del Bosch, sobrina del militar golpista! Tenía todas las papeletas para recibir el pasaporte.

Todas esas cábalas nos hacíamos en los largos y tediosos días en los que, además, no teníamos nada que hacer excepto dar vueltas en la cabeza a todo tipo de rumores que circulaban por el complejo.

Charo, cuyo origen era el mismo que el mío, me tranquilizaba con sus informaciones, que, por otra parte, gozaban de mi total credibilidad: «Nena, sin problemas, que tú y yo tenemos el sitio y la hora adjudicados. El señor Dorado me ha dicho: "Señorita, necesito dos personas con experiencia para ocuparse de la asesoría de los dos puntos clave en los que se apoyará el presidente: la dirección del Gabinete y su Secretaría. Está claro que una será usted y, como ya está aquí, se quedará conmigo; y la otra..., pues usted me dirá"». De lo que se deducía que la segunda en discordia era yo y que, una vez más, Charo se convertía en mi hada madrina.

Finalmente, el 29 de noviembre, viernes por la noche, recibí una llamada de los compañeros del Gabinete Telegráfico en la que se me comunicaba que ese sábado debía presentarme a Ana Navarro en el mismo Palacio. Sigo las indicaciones y, como no es un día cualquiera y, más aún, sin la actividad habitual, no hay prácticamente un alma en el edificio... ¡Esto me recuerda otro día de noviembre de hace algunos años!

A la primera persona con la que me encontré, pregunté: «Por favor, busco a doña Ana Navarro». «Soy yo», respondió, y yo me quedé perpleja durante unos segundos. Francamente, por su apariencia y vestimenta, nunca hubiera concluido su identidad. Descuidada, con ropa y zapatos varoniles y un corte de pelo militar, era la antítesis de la feminidad.

Tras las presentaciones y relajada la tensión del primer contacto, tomamos un café y hablamos de los planes del futuro inmediato. Ella sería la nueva jefa de la Secretaría; se trataba de una de las personas más cercanas al presidente, gozaba de su absoluta confianza y no tenía ni la menor idea del funcionamiento administrativo de todo aquel montaje, por lo que pidió mi ayuda con tanta vehemencia que, casi, casi, me rogó que no la dejase sola ni un minuto hasta que la máquina estuviera puesta en marcha y todo funcionase con la normalidad requerida. Mediada la treintena, por lo demás, parecía una mujer competente y segura de sí misma, algo solitaria y, tal vez, demasiado distante y fría. Aunque no era de extrañar teniendo en cuenta que se enfrentaba en soledad a una tarea que desconocía por completo y en un lugar poco acogedor, con una decoración y un ambiente nada hospitalarios.

Quedamos en recoger mis cosas y el material necesario, el cual trasladaríamos a los nuevos despachos en un coche, con el fin de que todo estuviera listo para empezar a trabajar el lunes siguiente. Efectivamente, el presidente había optado por instalarse en Semillas con el fin de evitar el aislamiento respecto de sus colaboradores y mantener, con muy buen criterio, una línea divisoria entre su casa y el trabajo, que, sin duda, le ayudaría a llevar una vida personal lo más normal posible.

Según lo previsto, el tercer presidente del Gobierno de la democracia, Felipe González Márquez, juró su cargo el 2 de diciembre de 1982, tras arrasar en las elecciones generales, consiguiendo un triunfo histórico y el respaldo de diez millones de votos, además de un grupo parlamentario con una mayoría absoluta de doscientos dos diputados. La austeridad presidió los acontecimientos y se suprimieron euforias y triunfalismos entre los ganadores. Por no haber, no hubo ni brindis en público que minimizara la sobriedad de los líderes de la izquierda. Después sí que lo hubo, pero en la intimidad de la casa de Julio Feo, su colaborador más cercano entonces y su sombra durante toda la campaña, esa campaña del «cambio» que les dio el triunfo. De la celebración clandestina no existen pruebas gráficas, por expreso deseo del futuro presidente. Lo que sí se conocen son algunas anécdotas curiosas sobre la forma en la que se vivió aquella jornada histórica para el Partido Socialista. Tensa calma durante las largas horas de espera hasta el final del recuento, y Felipe González, silencioso, con gesto grave, incluso durmió un rato la siesta, con la tranquilidad que aporta la aceptación de un destino, por otra parte, largamente perseguido.

Felipe González y Carmen Romero habían votado en el barrio de La Estrella de Madrid, donde residían entonces. Después se perdieron en el domicilio de Feo, un pequeño chalé en Canillejas. El propio Feo cuenta que solo él y el médico, José Luis Moneo, permanecieron al lado de Felipe González en todo momento. Hubo que tratar su voz, con la que tuvo problemas al final de la campaña, además de cuidar su mano derecha, que se había dislocado de tanto estrecharla.

En casa de Julio Feo se instaló un teléfono, cuyo número solo conocían Alfonso Guerra y Juan José Rosón, entonces ministro del Interior. Era el 2000104. Únicamente sonaría en caso de urgencia o para comunicar los resultados oficiales. Cuando se cerraron las urnas, Guerra, desde la sede del PSOE, llamó al citado teléfono y le dijo a Julio Feo: «Ponme con el próximo presidente del Gobierno de España». Un último apunte para terminar con las eventualidades de la jornada podría ser la caída del sistema informático del Ministerio del Interior. El señor Rosón, al borde de la angina de pecho, tuvo que recurrir a los datos del seguimiento electoral paralelo del PSOE, que Alfonso Guerra le proporcionó para sacarle del apuro.

El día en que Felipe González tomó posesión fue casi mágico; los informativos de radio y televisión nos enseñaban gente que se abrazaba llorando y que brindaba con champán. Desde nuestra estafeta de correos llegaban las sacas repletas de cartas y telegramas de felicitación provenientes de todos los rincones de España y de fuera de nuestras fronteras. Tanta gente represaliada durante años, que había vivido, en su persona o en la de sus familiares, la injusta persecución de la dictadura por pertenecer al bando perdedor, por fin veía sentarse en el banco azul del Parlamento, donde reside la soberanía del pueblo, a un Gobierno socialista puro que recibía de manos de una mayoría abrumadora de los ciudadanos el encargo de gobernar España.

Bueno, pues ya estaban allí; con un talante conciliador, sin ningún afán de revancha. Ninguna pregunta, nada de depuraciones; la sobrina de Milans continuó trabajando en un destacado lugar de la Presidencia como todos los demás; nada de miradas al pasado, solo proyectos de futuro para modernizar España continuando por el camino iniciado.

Creo que ya en la primera semana estábamos al completo todos los que teníamos que estar, pero aún éramos un grupo muy pequeño, teniendo en cuenta la ingente tarea con la que nos enfrentábamos, y disponíamos de unos medios más bien precarios.

El edificio de Semillas tiene forma de H con dos plantas principales, siendo la segunda la más importante, además de un sótano y un último piso abuhardillado. El despacho del presidente se situaba en uno de los extremos de un palo de la hache y el del vicepresidente Alfonso Guerra en la punta opuesta del palo contrario. Lo que quiero decir es que a lo largo de las dos líneas paralelas se distribuían las oficinas del resto de los colaboradores; a un lado los del presidente y al otro los del vicepresidente, y en el bloque central, los titulares de los servicios compartidos, como el portavoz del Gobierno o el jefe de Protocolo.

En la planta baja están las oficinas de todo el Gabinete, que se divide en cinco departamentos: Política Internacional y Seguridad, Economía, Asuntos Institucionales, Análisis y Estudios, y Educación y Cultura; más la Línea Caliente, operativo de nueva creación ideado por Felipe González para mantener un contacto directo con los ciudadanos. Facilitaría el asesoramiento y la resolución de problemas respecto de cualquier persona que lo solicitara a través de los distintos ministerios, funcionando en cada departamento ministerial una infraestructura homologa de similares características. Las instrucciones estaban claras; presidiría nuestra relación con los ciudadanos un comportamiento de las siguientes características: honestidad, paciencia, asesoramiento y empatía.

Desde el principio se evidenció que la Presidencia no podía llevar a cabo los nuevos proyectos con la precaria estructura con la que contaba, así que lo primero que había que hacer para afrontar los nuevos tiempos era dotarla de más medios, más personal y más dinero. ¡Impresionante! En pocos meses el cambio que se consiguió fue tan importante como lo era el nuevo rumbo político y social que estaba tomando España.

Y ahora el nuevo Gobierno. Después del 28 de octubre, todo el mundo consideraba obvios algunos nombres que con toda seguridad formarían parte del nuevo Ejecutivo. ¿Alguien dudaba de que Alfonso Guerra sería el nuevo vicepresidente? Pues, aunque sea difícil de creer, Guerra no tenía ninguna intención de abandonar el partido; es más, pensaba que era el mejor servicio que podía hacer a González y al socialismo español. Muchas horas de debate y discusión le costaron al presidente electo convencer a Alfonso Guerra de que le necesitaba para llevar a cabo los sueños por los que tanto habían luchado, codo con codo, desde sus tiempos de estudiantes en Sevilla.

Pocos días de contacto directo fueron suficientes para comprobar la extraordinaria simbiosis que existía entre estos dos hombres. Sus personalidades eran bien distintas, aunque el cliché fabricado en buena parte por los medios de comunicación, que adjudicaba a cada uno los papeles de bueno y de malo, no se correspondiera en absoluto con la realidad. Lo realmente asombroso era su sincronía, que radicaba en la compenetración adquirida a través del tiempo y de las experiencias que habían vivido juntos durante más de veinte años, a lo que se sumaba, claro está, la ideología política y social que compartían.

Dicen que durante las charlas y cursillos que organizaba el partido para militantes y simpatizantes, siendo muy jóvenes, la sincronización entre ellos era tan perfecta que hablaba uno y seguía el otro, y de esta forma podían pasar horas y horas, dejando al auditorio en estado de éxtasis. Tanto era así que en una ocasión un minero asturiano, Avelino, que asistía a las conferencias, terminó exclamando: «¡Cágome en mi madre... La primera vez que veo a dos paisanos con el mismo cerebro!». Definición rústica de la realidad, pero enormemente gráfica. Un cerebro con sus dos hemisferios; ambos necesarios para percibir la realidad, pero cada uno con sus características y peculiaridades. El resultado de la conciliación de las dos polaridades era un equilibrio perfecto.

Y los ministros... Para empezar, como detalle curioso, conviene saber que la primera reunión del nuevo Gobierno se celebró en la antigua sede del PSOE, en la calle Joaquín García Morato, sin que ninguno de los asistentes supiera que aquello era el Gobierno. La convocatoria solo hablaba de una reunión.

Si el 28 de octubre había supuesto la ruptura psicológica y sociológica de la ciudadanía con su pasado, faltaba por comprobar si la misma ruptura quedaría patente en la maquinaria administrativa. Los hombres que Felipe González había elegido para acompañarle en la nueva etapa no se parecían en nada a los ministros que hasta entonces estábamos acostumbrados a ver, y su modus operandi, menos todavía. Fernando Morán, Fernando Ledesma, Narcís Serra, Miguel Boyer, José Barrionuevo, Julián Campo, José María Maravall, Joaquín Almunia, Carlos Solchaga, Carlos Romero, Javier Moscoso, Enrique Barón, Javier Solana, Tomás de la Quadra y Ernest Lluch.

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