Tiene tres pisos. El más cercano a la superficie, conocido como planta 0, es también el más austero. Empieza con una ducha de descontaminación radiactiva y, a partir de ahí, se encuentran las dependencias de seguridad con despachos para los representantes de los tres Ejércitos, que tienen ventanas iluminadas para simular la luz del día. En este nivel está ubicado el ordenador central militar, auténtico cerebro de la maquinaria bélica española, desde el que se controlan más de ciento veinte cazas de combate para casos de extrema necesidad. También hay un estudio de televisión para emitir mensajes bajo tierra destinados a los ciudadanos que se encuentran fuera. El hospital también se halla en esta altura y está dotado con quirófano, unidad de vigilancia intensiva y todos los avances médicos. Esta planta se completa con la sala de mapas, una habitación llena de monitores con imágenes de todas las emisoras del mundo y una cámara acorazada para guardar objetos de valor.
Para descender a la siguiente planta, conocida como —5, los inquilinos del subterráneo pueden utilizar ascensores, escaleras o un montacargas. Este nivel acoge la parte civil del edificio, posee una sala de reuniones con biblioteca y archivo, y otra con anfiteatro para proyecciones. En esta última, todas las butacas son de color azul, menos una, que es de color rojo... la del presidente. ¡Todo muy de película!
Cerca de esta estancia se encuentran las habitaciones dúplex con baño para las autoridades, además de otras más modestas para funcionarios. En este estrato se encuentra la cocina, la cafetería, el restaurante y las grandes cámaras frigoríficas que mantienen los alimentos en perfecto estado. En estas neveras pueden almacenarse hasta cadáveres. La renovación de las existencias se realiza cada dos meses, siendo un misterio el coste de las provisiones, la empresa que se encarga de su reposición y el destino final de los alimentos retirados.
La planta —10 es la más alejada de la superficie. En ella se encuentran la sala de ordenadores, almacenes, habitaciones para el personal permanente, el gimnasio, la lavandería, un taller mecánico y otros servicios para los usuarios del búnker. El edificio, totalmente autónomo, posee dos grandes depósitos de agua, depuradora, calderas, aire acondicionado, además de una armería que esconde todo un arsenal de rifles y pistolas y, contigua a esta, un pequeño cementerio. El edificio está conectado al exterior por cables de fibra óptica y con hilo musical en todas las salas.
Periódicamente se realizan simulacros de respuesta a una crisis internacional, en coordinación con el resto de capitales aliadas de la OTAN. En los últimos años, no hemos sacado muy buenas notas, puesto que la Alianza Atlántica siempre concluye que debemos mejorar nuestros trabajos de gestión de las crisis y no limitarnos a hacer un seguimiento de las mismas cuando ya nos ha pillado el toro.
Resumiendo: una obra faraónica, reliquia de la guerra fría, símbolo del cesarismo de los presidentes e incómodo por la claustrofobia que produce.
En cualquier caso, todas estas obras, ampliaciones y remodelaciones se fueron llevando a cabo en el transcurso de los años, pero es cierto que el periodo correspondiente a la presidencia de Felipe González fue el más activo en estas cuestiones debido a su dilatación en el tiempo. No nos olvidemos de que en 1982 todo estaba por hacer.
Ocasión habrá más adelante de volver a hacer referencia al complejo y a su estructura.
Precisamente por la precariedad de las medidas de seguridad y la manifiesta vulnerabilidad de la Presidencia, cuestión cuando menos preocupante en un país con un grave y activo problema de terrorismo, se han dado situaciones alarmantes. Aunque, desde luego, hablamos de casos aislados, no se puede obviar que ha habido personas que, sin ningún tipo de control, han sido capaces de llegar hasta el corazón mismo de La Moncloa.
En cierta ocasión, unos desconocidos lograron sustraer un valioso cuadro de la sala donde se celebran las reuniones de subsecretarios previas al Consejo de Ministros, aunque fueron detenidos con posterioridad. Un matrimonio que quería entrevistarse con Roberto Dorado, haciendo referencia a una carta que habían recibido firmada por él, se plantó en el edificio de Semillas sin que nadie les frenara, sobre todo teniendo en cuenta que el señor era un negro enorme que llamaba poderosamente la atención. Una noche, un camión que perdió los frenos en la carretera de La Coruña, derribó la verja y se incrustó en una de las fachadas del INIA. En definitiva, sucesos de cierta gravedad, pero a los que, lógicamente, se restaba importancia. Lo que es preciso resaltar es que durante años el perímetro de la Presidencia del Gobierno no estuvo acotado en su totalidad, por lo que manifestaciones de todo tipo tenían lugar a escasos metros, y en más de una ocasión los trabajadores nos vimos en cierta manera comprometidos al realizar las entradas o salidas.
No puedo olvidar las semanas que, en octubre de 1983, un buen número de afectados por el síndrome tóxico permanecieron acampados en la explanada, entonces previa a la entrada principal, para reivindicar una solución a sus problemas ante la sensación de abandono por parte de las autoridades. Momentos de gran tensión se vivieron también durante las manifestaciones protagonizadas por cientos de afectados de la reconversión industrial, que en algún momento tuvieron que ser repelidos por acciones policiales ante el derribo de vallas y el destrozo de las instalaciones periféricas.
La verdad es que durante todo el año 1983 los enfrentamientos entre trabajadores y Fuerzas de Seguridad fueron especialmente virulentos; se extendieron desde Vigo hasta Cádiz y desde Ferrol hasta Sagunto, como consecuencia de los planes de reconversión diseñados por Carlos Solchaga y Miguel Boyer, ministros de Industria y Hacienda respectivamente. El desmantelamiento del tejido industrial obsoleto arrojó al paro a seiscientos cincuenta mil trabajadores y la violencia en las calles actuaba como válvula de escape de la desesperanza en que vivían miles de familias.
La reconversión industrial respondía a los planteamientos generales marcados por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), pautas que debían acatar, por etapas, todos los países industrializados con el fin de afrontar el futuro con un tejido industrial saneado —eliminando siderurgias, construcción naval y minería—, cuya base fuera la producción de otros productos de mayor demanda y menores costes laborales. El proceso en España tuvo una factura política y social muy elevada, hasta la firma en La Moncloa del Acuerdo Nacional de Empleo, pacto tripartito que se selló entre José María Cuevas, en representación de la patronal, Nicolás Redondo, secretario general de UGT, y Felipe González como presidente del Gobierno, que resoplaba visiblemente agobiado antes de estampar su firma en el documento. La incorporación de nuestro país a las Comunidades Europeas obligó a un segundo proceso de reconversión que se llevó a cabo a partir de 1991.
Esta problemática, sin duda de especial calado social, incidía de manera directa en la sensibilidad de unos gobernantes que, con una ideología socialista de amplio espectro y profundo arraigo, se enfrentaban a la evidencia de tener que tomar medidas que iban a perjudicar claramente a los trabajadores, socavando con mayor incidencia el tejido social más desfavorecido. Estando así las cosas, no es de extrañar que las discrepancias primero y las agrias discusiones después se manifestaran a través de dos corrientes que se enfrentarían en el partido y en el propio Gobierno. Por un lado, los liberales de Boyer, una beautiful people que extendía sus tentáculos por las grandes corporaciones financieras y los núcleos más influyentes del país; y por otro, los «descamisados» de Alfonso Guerra, que veían en la actuación de sus compañeros de partido una traición al más ortodoxo ideario socialista. Tanto Boyer como Guerra intentaban que González, como líder indiscutible del socialismo, apoyara sus respectivas tesis, pero el presidente repartía palos y zanahorias al mismo tiempo. Es lógico pensar que debía haber una postura intermedia que equilibrara las fuerzas en asuntos donde unos ponían el cerebro y otros el corazón.
Entre tanto, la legislatura continuaba su camino, enviando proyectos de ley a las Cortes para su tramitación parlamentaria sin perder nunca de vista el catecismo que representa para un Gobierno el programa electoral que ha merecido el respaldo de la mayoría de los ciudadanos. Se fueron aprobando leyes que incidirían en lo más profundo de la idiosincrasia de España para acercarnos cada vez más a Europa, nuestro referente. Realmente, para los españoles de aquella época eran de una novedad extraordinaria. Como ejemplos, el proyecto de Ley Orgánica que regula el Derecho de Reunión, el de la Reforma Universitaria y el regulador del Derecho a la Educación, el proyecto de Ley del Servicio Militar, los que desarrollan artículos de la Constitución en materia de Asistencia Letrada al Detenido y la Ley de Enjuiciamiento Criminal y, sin duda, el más mediático de todos, el proyecto de Ley Orgánica de Reforma Parcial del Código Penal que despenalizaba el aborto.
Los dirigentes socialistas aseguraban que habían tomado la iniciativa a la vista de los sondeos de opinión, que arrojaban una significativa mayoría a favor de la propuesta que recomendaba la interrupción legal del embarazo en tres casos, los conocidos como abortos terapéutico, eugenésico y ético. El llamado cuarto supuesto, vigente en otros países europeos, quedaba excluido. Este supuesto plantea la posibilidad de abortar argumentando cuestiones sociales dentro de unos plazos de tiempo que la ley establecería. El PSOE no volvió a plantear la cuestión hasta después de abandonar el poder.
Como ya ocurrió con la Ley del Divorcio, el gran debate nacional estaba servido en la calle, en los medios de comunicación y en el Parlamento, de donde salió aprobada definitivamente la ley el 30 de noviembre de 1983. De nuevo el ruido de sotanas y, como no podía ser de otra manera, la Iglesia y la derecha política dieron la gran batalla tocando todos los resortes imaginables. Era tal el número de «cartas-aborto» que recibíamos cada día en contra de la ley que acabamos almacenándolas en un sótano. Correspondencia manchada de sangre, sobres con crucifijos y rosarios, llamadas telefónicas cargadas de odio, insultos, amenazas y descalificaciones y, en el lado contrario, la abrumadora fuerza de la izquierda, cuyas mujeres, encabezadas por Elena Arnedo, ex mujer del ministro Boyer, reivindicaban en continuas manifestaciones, a las puertas de La Moncloa, el cuarto supuesto y, en definitiva, la libertad de las mujeres para decidir sobre su maternidad.
Es llamativo que, tras la batalla apocalíptica que tuvo lugar entonces y los debates parlamentarios más duros y delicados que se recuerdan, la derecha, que posteriormente sustituyó al Gobierno socialista, no hiciera nada para derogar esta ley. En la siguiente revisión de la norma, es decir, cuando la alternancia en el poder llevó al PSOE a gobernar de nuevo, la derecha ha vuelto a su lucha encarnizada en este asunto que, en esencia, afecta a las conciencias individuales. Es bastante probable que la reforma de la ley acabe siendo aprobada y que, como ya ocurrió en los años ochenta, la derecha después no haga nada para conseguir su derogación.
El panorama político y social se estaba transformando. La UCD decidió disolverse como partido a principios de 1983, en tanto que Alianza Popular, en su VI Congreso, reeligió a Manuel Fraga como presidente y a Jorge Verstrynge como secretario general. José Luis Garci consiguió un Óscar con su película Volver a empezar, y se produjo la entrada en vigor de la ley que establece un tope de cuarenta horas semanales de trabajo y treinta días de vacaciones anuales. Nació el primer bebé probeta español en la clínica Dexeus de Barcelona, a las treinta y siete semanas de gestación, y Francia concedió por primera vez la extradición a España de tres presuntos miembros de ETA.
En un país en el que durante décadas la soberanía no residió en el pueblo, se pretendía que los ciudadanos tomásemos conciencia de los problemas que nos afectaban y se conociera de primera mano la opinión de sus legítimos representantes. Para ello se estrenó una práctica parlamentaria de la que ahora se cumplen veinte ediciones: el Debate sobre el estado de la Nación.
El primero se celebró en 1983, a instancias del presidente del Gobierno Felipe González, como un «debate sobre política general». La fórmula fue aceptada por la oposición sin ninguna condición. Su relevancia se deriva del hecho de que enfrenta al responsable máximo del Gobierno con los líderes de los grupos de oposición para evaluar de forma completa y amplia la situación política, económica y social del país. Es el debate más importante del año en las Cortes, junto al de los Presupuestos Generales del Estado y, a su término, se aprueban resoluciones presentadas por todos los grupos sobre las materias abordadas. No hay debate en los años con convocatoria electoral general, ni tampoco fecha predeterminada. La propone el Gobierno a partir de una comunicación que remite a la Cámara, donde resume las líneas generales de su actuación política.
Tras la exposición del presidente del Gobierno, que dispone de tiempo ilimitado, se interrumpe la sesión y, a partir de entonces, suben a la tribuna los portavoces de los grupos, de mayor a menor, salvo el correspondiente al Gobierno, que interviene en último lugar. El momento más interesante es el cara a cara entre el presidente del Gobierno y el líder del principal partido de la oposición, cuyas réplicas y contrarréplicas acaparan la mayor expectación y tensión política. Durante los primeros años de la democracia, el diputado que ostentaba la representación del partido que poseía el segundo mayor número de escaños en el Congreso recibía exactamente el calificativo de «líder de la leal oposición», tomado del sistema parlamentario británico y de la mayoría de los países de la Commonwealth, que da idea de la obligación de la oposición de asumir su papel de control al Gobierno, sin menoscabo de su compromiso y responsabilidad de colaborar con él cuando especiales circunstancias así lo aconsejen. Manuel Fraga Iribarne, presidente de Alianza Popular, detentó este mandato parlamentario durante años, cumpliendo con sus preceptos de manera intachable.
Después de cada debate, el Centro de Investigaciones Sociológicas evalúa la opinión de los ciudadanos, si la imagen de los líderes mejora o empeora tras el debate, y pulsa la percepción que los parlamentarios tienen de los problemas del país y la confianza que transmiten.