Pocos días después, el 11 de julio, cinco buques de la Armada española realizaban un ejercicio naval en torno al peñón de Alhucemas y, acto seguido, un destacamento de gendarmes marroquíes desembarcaron en el islote Perejil, un promontorio deshabitado al oeste de Ceuta. Aznar pidió a Rabat que depusiera su actitud, pero no recibió respuesta. Entonces, el Gobierno comenzó un importante despliegue diplomático que recibió en primera instancia una actitud fría y perezosa, pero finalmente la OTAN y la Unión Europea pidieron a Marruecos que se retirase de Perejil. De nuevo la callada por respuesta. Pero Aznar no quería mover ficha ni antes ni durante el Debate sobre el Estado de la Nación, que tendría lugar los días 16 y 17 de julio. Así que decidió esperar hasta el último día, a las once menos cuarto de la noche para dar la orden a Trillo de que comenzase la operación.
Para teñir de solemnidad el momento, el presidente descolgó el teléfono y habló de usted a su amigo Federico en estos términos: «Ministro de Defensa, ordene a los responsables militares que la operación se lleve a cabo, y dígales que tienen toda la confianza y el respaldo del Gobierno; que Dios les acompañe y que vuelvan con el triunfo». A las seis y veinte de la mañana del 18 de julio de 2002, soldados del Grupo de Operaciones Especiales tomaron Perejil sin disparar un solo tiro.
La conclusión de esta crisis, la más grave entre ambos países desde la Marcha Verde de 1975, parece fundarse en el intento de Mohamed VI de poner a prueba la capacidad de respuesta de España. Si esta no se llega a producir, es casi seguro que Marruecos habría avanzado en otras tentativas... Tal vez hacia Ceuta y Melilla.
Su madre lo ha contado muchas veces. Había rumores en la seudoprensa del corazón de que la niña, Anita, salía con Alejandro Agag, entonces ayudante del presidente, pero cuando su hijo mayor, José María, se lo confirmó, Ana Botella se quedó estupefacta.
Era Navidad de 2001 y la familia pasaba unos días de descanso en Baqueira Beret cuando madre e hija se sinceraron. Entonces fue cuando Anita le dijo a su madre que no podía hacer planes a corto plazo, ni pensar en una estancia en Alemania en el verano, como quería su padre, porque había decidido casarse con Alejandro en septiembre. Cuando José María Aznar se enteró, se quedó yo diría que preocupado. Ana era aún muy joven y no había acabado la carrera de Psicología. ¡Un noviazgo tan corto! Además, Alejandro tenía once años más que ella y mucho, mucho mundo. De hecho, la fama de donjuán cosechada en Bruselas, durante el tiempo que fue secretario general del Partido Popular europeo, le precedía, y mientras estuvo en Madrid como ayudante de su futuro suegro, se hicieron famosas sus juergas y sus espectaculares acompañantes. ¡Bueno, tal vez era hora de sentar la cabeza!
Para organizar la boda, había dos opciones: o una boda estrictamente familiar o, de no ser así, un bodorrio en toda regla... Y así fue, una boda digna de una princesa.
¡Pues qué bien! Después de veinticinco años, iba a haber una boda en La Moncloa. Las compañeras del departamento de Protocolo se sentían morir con la que se avecinaba. Lo primero, nada de vacaciones para nadie después del 15 de agosto. De la Secretaría de Ana Botella recibían instrucciones y contrainstrucciones, sucesivas versiones de listas y más listas de invitados, ahora blanco, ahora negro, ahora de esta manera y, dentro de un rato, de la contraria. En fin, una locura. Pero, ¿quién no es consciente del trabajo que implica la organización de cualquier boda? ¡Pues qué vamos a decir de ésta!
En un principio se barajó la iglesia de San Francisco El Grande, en pleno Madrid de los Austrias, para celebrar el enlace, pero las medidas de seguridad que requería el acontecimiento aconsejaron un enclave menos céntrico. Según dicen, fue la madre de Alejandro la que propuso la basílica del monasterio de El Escorial como lugar idóneo para la ceremonia, teniendo en cuenta que el banquete de bodas se celebraría en la finca de Los Arcos del Real, a escasos kilómetros del monasterio.
Jueves, 5 de septiembre de 2002; la tarde era espléndida y Ana Botella y sus dos hijos varones ya se encontraban en los aledaños de la iglesia para recibir a los invitados. Todos los trabajadores y el personal de la casa esperábamos a la sombra de los árboles para ver salir a la novia. Y la novia bajó los escalones hasta el coche con un dominio de la situación poco corriente para una joven que, aunque relativamente acostumbrada a una existencia pública, se enfrentaba a uno de los días más importantes en la vida de cualquier mujer. No parecía nerviosa ni abrumada, y, sonriente, saludaba a todos mientras le gritaban: «¡Viva la novia!». Anita lucía espléndida, con un elegante y sobrio vestido y un peinado muy favorecedor. Y el padrino... El presidente sonreía con nostalgia y, sinceramente, tengo que decir que por primera vez me pareció ver al hombre, al padre que, emocionado, acompañaba a su hija al altar y a quien, aunque era feliz, le embargaba una cierta melancolía. También se gritó: «¡Viva el padrino!» y «¡Guapo!». El presidente, ruborizado, también saludaba y no sabía qué hacer con el ramo que su hija le había puesto en las manos mientras ella colocaba su traje dentro del coche.
Más de mil invitados a una ceremonia presidida desde un lugar de honor por los Reyes don Juan Carlos y doña Sofía y concelebrada por el presidente de la Conferencia Episcopal, Antonio María Rouco Varela y seis sacerdotes más.
Con anterioridad, La Moncloa había informado que el presidente Aznar no asistiría a la Cumbre de la Tierra, que se celebraba en Johannesburgo en aquellos días, debido a su «agenda privada». Pero los que no faltaron a la cita, viajando directamente desde Sudáfrica, fueron el británico Tony Blair y su esposa Cherie y el italiano Silvio Berlusconi. Ambos actuaron como testigos por parte de la novia, además de Manuel Fraga, Rodrigo de Rato, Mariano Rajoy, Javier Arenas, Jaime Mayor, Miguel Ángel Rodríguez, el hermano mayor de la novia, José María y algunas de sus amigas más íntimas. Por parte del novio firmaron como testigos Adolfo Suárez Illana, José Ignacio Echaniz y varios familiares y amigos.
El estatus social de los invitados al enlace fue máximo, encontrándose entre ellos el primer ministro portugués, José Manuel Durao Barroso, el presidente de El Salvador, Francisco Flores, el ex presidente de Colombia, Andrés Pastrana y el ex primer ministro de Portugal, Antonio Guterres. Asistieron todo el Gobierno en pleno, presidentas del Congreso y Senado, Luisa Fernanda Rudi y Esperanza Aguirre, y los presidentes de los máximos Tribunales de Justicia, el defensor del Pueblo, los diez presidentes autonómicos del PP, los ex presidentes del Gobierno Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo, etc. El mundo de la prensa más rosa estuvo representado con el más alto pabellón, empezando por Miguel Boyer e Isabel Preysler, Julio Iglesias y Miranda, Alberto Cortina y Elena Cúe, Fernando Fernández Tapias y Nuria González, Inés Sastre, Raphael, José Luis Garci, Fernando Sánchez Dragó, Flavio Briatore, Mario Vargas Llosa, etc., etc.
La gran baza de Ana Botella, consiguiendo la confirmación de los Reyes, que no pudieron delegar la representación en su hijo el Príncipe Felipe, encarriló la asistencia de otros muchos representantes de las más altas instituciones del país. Pocos podían decir que no a una oportunidad como esta en la que se daban cita todos los poderes del Estado, lo más granado de la política internacional, la banca y las finanzas y la crème de la crème del mundo del espectáculo.
Y ahora nos vamos al banquete nupcial...
Don Juan Carlos y doña Sofía fueron de los primeros en llegar a la finca, siendo recibidos por José Luis, que fue el restaurador encargado del ágape. Poco después llegaron los novios, que fueron muy aplaudidos por los invitados mientras tomaban en el exterior de la finca un cóctel de bienvenida. Detrás, toda la familia Aznar junto a Tania, la novia de José María Aznar Botella. Un espectáculo ecuestre amenizó el cóctel mientras llegaban los autobuses que trasladaban a los invitados.
La finca de Los Arcos del Real cuenta con dos espléndidos salones y dos carpas gigantes que se habilitaron para la ocasión. En total, ciento veinte mesas de ocho o diez comensales cada una. El salón principal, donde cenarían los novios, se decoró como un cuento de hadas. El menú consistió en unos entrantes ligeros y un segundo plato de pescado o carne a elegir, todo acompañado por vino de la Ribera del Duero y blanco Viña de Mocen. Setenta y cinco cocineros a las órdenes de José Luis prepararon la cena, que fue servida por doscientos veinticinco camareros. Las cristalerías, mantelerías, cuberterías y vajillas fueron estrenadas para la ocasión y toda la decoración fue realizada por Pascua Ortega. Como final de fiesta, baile con el grupo musical andaluz Siempre Así.
Ana Botella fue la perfecta anfitriona, atendiendo personalmente a todos los invitados y despidiéndolos en la salida uno a uno cuando decidían abandonar la fiesta, que se prolongó hasta las cinco y media de la madrugada, momento en que los novios dejaron el recinto.
A los ojos de los telespectadores solo se ofrecieron los diez primeros minutos de la ceremonia, por expreso deseo de la novia, que «no quería que nadie la viese llorar».
A finales de 2002, el PSOE remontaba posiciones y las encuestas le daban empate técnico con el PP en intención de voto.
En los meses siguientes y debido a la implicación de España en los planes bélicos de Estados Unidos desde posturas tan decantadas, Aznar empezó a despertar oscuras pasiones entre los ciudadanos y sus representantes parlamentarios. Los calificativos fueron subiendo de tono en progresión directa con su afán por caminar junto a Bush y una administración americana beligerante y empecinada en su posesión de la verdad. «Impasible», «hosco», «arrogante», «autoritario», «dogmático», «reaccionario», «endiosado»... Todo un rosario de epítetos confirmados por parte de algunos miembros de su propio partido, que corroboraban el carácter difícil de su presidente desde el comienzo de la legislatura.
Como prueba de coherencia personal y política, José María Aznar confirmó su firme determinación de apartarse de la primera línea y no presentarse como candidato a nada, tras dos periodos presidenciales. Así lo anunció en el XIV Congreso del Partido Popular con estas palabras: «No habrá otra vez; esta es la última». Ante esta prueba de honestidad, la adulación colectiva llegó a su cenit y esta declaración supuso, además, el banderazo de salida para la sucesión de Aznar, perfilándose en principio tres candidatos: Rajoy, Rato y Mayor Oreja.
La «doctrina Bush», imposible de conciliar con la Carta de las Naciones Unidas, que solo recoge el derecho de los Estados al uso de la fuerza en los supuestos de legítima defensa, hacía que la mayoría de los líderes del mundo se levantaran de sus asientos. Por tanto, cuando Aznar se hizo eco de la «guerra preventiva», incluyó un elemento ajeno al consenso que hasta entonces había presidido la política exterior española y el resto de los partidos saltaron en sus escaños. Algunos populares hubieran saltado también de no ser por la disciplina que impera de manera muy marcada en esta formación. Con posterioridad quedaría demostrado que la decisión del presidente respecto a la participación de España en la invasión de Irak obedecía a postulados exclusivamente personales, arrastrando con ella a ministros, diplomáticos y responsables políticos de toda índole.
Como muestra del feeling personal entre los dos mandatarios, Aznar relató a los medios el contenido de una conversación sobre méritos deportivos. El americano dijo hacer «cuatro kilómetros en seis minutos y veinticuatro segundos», y Aznar afirmó que su marca consistía en cubrir «diez kilómetros en cinco minutos y veinte segundos». Esta broma supuso la mofa de los periodistas, porque, de ser verdad, el presidente español superaría en cinco veces la plusmarca mundial de la distancia o, haciendo cuentas, alcanzaría una media de ciento doce kilómetros por hora. ¡Vamos, que ni un guepardo!, por mucho empeño que pusiera su preparador físico, Bernardino Lombao, a quien el presidente conocía desde niño, cuando al terminar las clases en el colegio del Pilar iba con sus compañeros al Vallehermoso para jugar al balonmano. En aquella época, Lombao, jugador del Atlético de Madrid de este deporte, entrenaba asiduamente en el polideportivo. Más tarde, el presidente requirió sus servicios y ahora son más que amigos, habiendo compartido muchas horas de ejercicio y camaradería. Lo más difícil era encontrar hueco en la agenda del presidente, empresa que siempre se conseguía a las siete o siete y media de la mañana, completamente de noche en los meses de invierno. Una prueba más de voluntad férrea y disciplina personal del presidente en todo lo que se proponía.
Al hilo de la permanente preocupación de Aznar por su forma física, conviene añadir que siempre ha disfrutado jugando al pádel, deporte que practica con solvencia. En el verano de 1996, Plácido Domingo, hijo, le obsequió con una pista valorada en unos cinco millones de pesetas. De forma cuadrada, las paredes del cubículo son de una mezcla de cristal y PVC, bordeadas por una estructura metálica que encierra un suelo de hierba artificial. Cuando abandonó La Moncloa, se desmontó la pista y fue trasladada a su chalé de Pozuelo.
El tiempo pasaba y la amenaza de una guerra en Irak con el apoyo del Gobierno español parecía imparable. Las manifestaciones multitudinarias en todas las capitales europeas sobrepasaban las previsiones y Madrid y Barcelona conocieron concentraciones superiores al millón de personas. La indignación de los ciudadanos calentaba la temperatura ambiente, que no superaba los ochos grados, mientras una luna llena iluminaba los rostros hermanados por una misma causa: la paz. Personas de toda edad y condición, familias enteras con sus niños a hombros, grupos de adolescentes que discutían sobre un punto de encuentro en caso de pérdida, matrimonios y parejas adultas recordando manifestaciones de otros tiempos. Y, por encima de todo, el convencimiento de que el espíritu de unidad ciudadana doblegaría la voluntad del Gobierno y de su presidente. Recuerdo que alguien dijo a mi lado: «Si finalmente hay guerra, constará en los libros de Historia que fue en contra de la voluntad de los ciudadanos y precedida por manifestaciones históricas a favor de la paz».
No se conocía en la España democrática semejante divorcio entre un gobernante y la opinión popular. Pero para Aznar el clamor de las calles no era una fiel representación de los españoles ni parecía obedecer a un movimiento de protesta espontáneo y genuino. Él tenía claro que las motivaciones políticas, partidistas y antigubernamentales eran las que manejaban a semejantes hordas, a pesar de que en los sondeos de opinión, muchos de los que se confesaban contrarios a la guerra eran votantes del Partido Popular.