Los papeles póstumos del club Pickwick (45 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
7.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tres años habían pasado cuando un caballero se apeó de un coche particular a la puerta de un procurador de Londres, bien conocido entonces como hombre poco escrupuloso en sus asuntos profesionales, y pidió una entrevista privada para un asunto de importancia. Aunque el cliente no había aún traspuesto la primavera de la vida, era su rostro pálido, huraño y macilento, y no precisaba la aguda perspicacia de un hombre de negocios para cerciorarse con una sola ojeada de que las enfermedades o los padecimientos morales habían influido más en la alteración de su aspecto que hubiéralo hecho simplemente la mano del tiempo en un período dos veces más largo que la edad del cliente.

—Deseo que emprenda usted un asunto por mi cuenta —dijo el desconocido.

Inclinóse cortésmente el procurador y miró hacia un amplio legajo que el caballero llevaba en su mano. Advirtió la mirada el visitante y prosiguió:

—No es un asunto vulgar —dijo—, y no han llegado a mis manos estos papeles sin que me hayan costado mucho dinero y mucho trabajo.

Dirigió el procurador una mirada más curiosa aún sobre el legajo, y, desatando el visitante la cuerda que lo sujetaba, descubrió una gran cantidad de pagarés con copias de diligencias y otros documentos.

—Con la garantía de estos papeles —dijo el cliente— la persona cuyo nombre aparece ha tomado, como usted verá, grandes cantidades de dinero durante algunos años. Convínose tácitamente entre él y la persona en cuyas manos obraban primero estos documentos —de la cual yo los he ido adquiriendo poco a poco, por tres o cuatro veces su valor, hasta hacerme con todos ellos— que esos préstamos habrían de renovarse de cuando en cuando hasta expirar un plazo prefijado. Pero este convenio no figura en ninguna parte. El prestatario ha sufrido últimamente grandes pérdidas, y estas obligaciones, al caer sobre él de una vez, le aniquilarían.

—El total es de muchos miles de libras —dijo el procurador, mirando los papeles por encima.

—Así es —dijo el cliente.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el hombre de negocios.

—¡A hacer! —replicó el cliente con súbita vehemencia—. Accionar todos los resortes de la ley, todos los recursos y trampas que pueda fraguar el ingenio y ejecutar la desaprensión; los medios lícitos y los rastreros; el peso de la ley estricta, sobrecargado con las argucias de los más sutiles picapleitos. Quiero hacerle morir de muerte cruel y prolongada. Arruinarle, confiscar y vender sus tierras y bienes, arrojarle de su hogar, arrastrarle a la mendicidad en los últimos años de su vida y que muera en una cárcel.

—Pero las costas, señor mío, las costas de todo esto... —arguyó el procurador luego que se hubo recobrado de su momentánea sorpresa—. Si el demandante fuese un indigente, ¿quién ha de pagar las costas, sir?

—Dígame una suma —dijo el desconocido, cuya mano temblaba de tal manera por la excitación, que apenas podía sostener la pluma que al hablar enristraba—; una suma, y ya es de usted... No se asuste de decírmela, hombre. No me parecerá nada caro si usted cumple mi objeto.

Indicó el procurador una suma considerable, al azar, en concepto de anticipo necesario para asegurarse contra la posibilidad de una pérdida, más bien con la mira de averiguar hasta dónde se hallaría dispuesto a llegar el cliente que porque juzgara posible que se allanase a satisfacer la demanda. Suscribió un cheque el desconocido por el importe de la cantidad fijada, y se marchó.

Hízose honor al convenio, y persuadido el procurador de que podía confiar por completo en su extraño cliente, emprendió su tarea afanosamente. Por espacio de más de dos años viose a Mr. Heyling sentado días enteros en el despacho, examinando los papeles que iban acumulándose y leyendo una y otra vez, con ojos resplandecientes de alegría, las cartas de reconvención, los ruegos de moratorias, la pintura de la inminente ruina que cada vez amenazaba más fatalmente a la parte contraria al amontonarse diligencia sobre diligencia y proceso sobre proceso. A todas las instancias que se le dirigían en súplica de una breve prórroga contestaba de la misma manera: que había que pagar. Tierras, casas, enseres, todo fue confiscado sucesivamente en las numerosas ejecuciones decretadas; y hubiera sido el viejo reducido a prisión de no haber huido burlando la vigilancia de la policía.

Lejos de saciarse la implacable odiosidad de Heyling por los éxitos progresivos de su persecución, aumentó y centuplicóse con la ruina infligida. Al enterarse de la fuga del anciano fue indescriptible su furia. Rechinaron sus dientes de rabia, se arrancó los cabellos y denostó con hórridas imprecaciones a los encargados de la custodia del viejo. Sólo a fuerza de asegurarle el descubrimiento del fugitivo pudo recobrar una calma relativa. Envióse agentes en todas direcciones en su busca; pusiéronse en juego cuantas estratagemas pudieron fraguarse para descubrir su guarida; mas fue todo en vano. Pasó medio año sin que pudiera hallarse al fugitivo.

Por fin, una noche, a deshora, Heyling, de quien nada se supiera desde muchas semanas antes, apareció en el domicilio particular del procurador y le dio aviso de que un caballero deseaba verle al instante. Antes de que el procurador, que ya había reconocido su voz desde lo alto de la escalera, pudiera decir al criado que le hiciera pasar, habíase lanzado escaleras arriba y entraba en el despacho pálido y jadeante. Cerrando la puerta para que nadie escuchara, sentóse en una silla y dijo con voz queda:

—¡Chist! Al fin le encontré.

—¡Cómo! —dijo el procurador—. Muy bien, querido señor, muy bien.

—Está escondido en una vivienda mísera de Camden Town —dijo Heyling—. Casi ha sido conveniente haberle perdido de vista, porque así ha permanecido solo todo este tiempo en la más abyecta miseria, y está pobre... muy pobre.

—Muy bien —dijo el procurador—. ¿Tendrá usted mañana, Por supuesto, la orden de arresto?

—Sí —replicó Heyling—. ¡Pero no! No. Pasado mañana. Le sorprenderá a usted este deseo mío de aplazamiento —añadió con sonrisa siniestra—; es que se me había olvidado. Ese día es un aniversario en su vida: esperemos hasta entonces.

—Muy bien —dijo el procurador—. ¿Quiere usted escribir sus instrucciones para el alguacil?

—No; hágale reunirse conmigo aquí a las ocho de la noche, y yo le acompañaré.

Reuniéronse a la hora fijada, y, alquilando un coche de punto, ordenaron al cochero detenerse en el rincón del camino viejo de San Pancrás, en el que se halla la fábrica. Cuando se apearon del coche era ya noche cerrada, y siguiendo el paredón que da frente al hospital de veterinaria penetraron en una callejuela que se llama, o se llamaba entonces, calle del Pequeño Colegio y que no sé cómo estará hoy, mas sí que por aquellos días era un lugar desamparado y rodeado casi exclusivamente de campo y desmontes.

Encasquetándose hasta las orejas la gorra de viaje que llevaba, y embozándose en la capa completamente, detúvose Heyling en la casa de aquella calle que ofrecía más miserable apariencia y llamó discretamente a la puerta. Una mujer abrió en seguida, marcando un saludo que indicaba haberle reconocido, y después de decir Heyling al oficial que se quedara abajo, subió sin hacer ruido la escalera y, abriendo una puerta que había enfrente, entró súbitamente en la estancia.

El objeto de sus pesquisas y de su animosidad insaciable, que era ahora un decrépito anciano, hallábase sentado ante una mesa desmantelada, sobre la que había una palmatoria. Estremecióse el viejo al entrar el desconocido y enderezóse con dificultad sobre los pies.

—¿Y ahora qué, ahora qué? —dijo el anciano—. ¿Qué nueva desgracia es ésta? ¿Qué busca usted aquí?

—Decirle una palabra —replicó Heyling.

Y al decir esto se sentó al otro extremo de la mesa, y despojándose de su capa y su gorra, diose a conocer como cual era.

El anciano perdió el habla en el mismo instante. Desplomóse sobre su silla, y juntando sus manos miró a la aparición con una expresión en la que se mezclaban el odio y el espanto.

—Hoy hace seis años —dijo Heyling— que reclamé la vida que usted me debía a cambio de la de mi niño. Junto al cuerpo inanimado de su hija juré vivir una vida de venganza. Desde entonces no he desfallecido un momento en mi propósito; mas si alguna vez me hubiera dejado vencer por la flaqueza, hubiera bastado pensar en aquel gesto de dolor sin queja con el que la vi morir, o en el rostro hambriento de nuestro inocente niño, para seguir mi empeño con nuevas energías. Mi primer acto de revancha bien lo recordará usted; ahora viene el último.

Tembló el anciano, y sus manos cayeron inertes a uno y otro lado.

—Mañana salgo de Inglaterra —dijo Heyling después de una breve pausa—. Esta noche voy a hacerle entrar en esa muerte en vida a que usted me condenó: en una prisión sin esperanza.

Levantó los ojos para contemplar la faz del anciano, guardó silencio, alzó la luz para ver mejor aquella cara, la dejó suavemente sobre la mesa y abandonó la estancia.

—Vaya usted a ver al anciano —dijo a la mujer al abrir la puerta, e indicó al agente que le siguiera—. Creo que está enfermo.

La mujer cerró la puerta, subió aprisa la escalera, y le encontró sin vida.

Bajo una losa sencilla, en uno de los más apacibles y retirados cementerios de Kent, en el que se mezclan las flores silvestres con la hierba, y cuyo paisaje de tonos suaves que le rodea forma el más hermoso rincón en el vergel de Inglaterra, yacen los huesos de la madre y de su tierno niño. Mas no les acompañan las cenizas del padre; ni desde aquella noche volvió a tener el procurador la más insignificante noticia de la historia postrera de su extraño cliente.

Concluyó su historia el viejo, acercóse a una percha que había en un rincón y, descolgando su sombrero y su abrigo, se los puso con gran parsimonia, y sin decir palabra se marchó pausadamente. Como el caballero de los botones de mosaico se había quedado dormido y casi todos los circunstantes ocupábanse ávidamente en la tarea pintoresca de engrasar su grog, levantóse Mr. Pickwick sin que nadie lo advirtiera y, después de pagar su cuenta y la de Mr. Weller, salió atravesando en compañía de éste el portal de La Urraca y el Tronco.

22. Mr. Pickwick se dirige a Ipswich, y se. compromete en una aventura con una señora de edad madura, de amarillos rizadores

—¿Es ése el equipaje de tu amo, Sammy? —preguntó Mr. Weller a su entrañable hijo al entrar éste en el patio de la posada de El Toro, de Whitechapel, con un saco de viaje y un pequeño portamantas.

—En otra cosa acertarás menos, viejo amigo —replicó Mr. Weller hijo, despojándose de su carga en el patio y sentándose en ella luego—. El amo vendrá en seguida.

—¿Estará cobrando energías, supongo? —dijo el padre.

—Está tomando una energía de ocho peniques —respondió el hijo—. ¿Cómo está la madrastra esta mañana?

—Rarilla, Sammy, rarilla —replicó el viejo Mr. Weller con grave talante—. Parece que se está haciendo algo metodista en estos últimos tiempos, Sam, y se ha puesto extraordinariamente piadosa. Es demasiado buena para mí, Sammy. Creo que no me la merezco.

—¡Ah! —dijo Samuel—, ésa es mucha abnegación de su parte.

—Mucha —replicó su padre suspirando—. Ha dado en inventar un procedimiento para regenerar a las personas como si volvieran a nacer, Sammy; creo que le llama el nuevo nacimiento. Me gustaría mucho ver prácticamente ese sistema, Sammy. Sería para mí un encanto ver nacer otra vez a tu madrastra. ¡Cuánto gozaría yo en ponerle ama!

»¿Qué creerás que hicieron las mujeres el otro día? —prosiguió Mr. Weller, después de un breve silencio, durante el cual llevóse repetidamente a la nariz con malicia el dedo índice—. ¿Qué creerás que hicieron el otro día, Sam?

—No sé —replicó Sammy—. ¿Qué?

—Fueron y mandaron preparar un gran té para un punto que llaman ellas su pastor —dijo Mr. Weller—. Estaba yo mirando la muestra de nuestra casa, cuando advertí en ella un pequeño cartel que decía: «Papeletas a media corona. Todos los pedidos al Comité. Secretaria, señora Weller»; y al entrar en casa me encontré sentado al Comité en la sala: catorce mujeres; quisiera que las hubieras oído, Sammy. Allí estaban tomando acuerdos y votando recursos y toda clase de cosas. Bueno, entre que tu madrastra se empeñó y la curiosidad que yo sentía por ver aquel juego, me decidí a suscribirme a la papeleta; la cita era a las seis de la tarde del viernes. Me vestí lo más elegante que pude y me encaminé con la vieja entrando en el piso primero de una casa en que estaba servido el té para treinta personas; allí había un montón de mujeres cuchicheando, que me miraron como si en su vida hubieran visto a un hombre gordo de cincuenta y ocho años. Empezó a oírse un gran alboroto abajo, y un mozo alticón y flacucho, de nariz roja y blanco pañuelo, entró precipitadamente y gritó: «Aquí viene el pastor a visitar a su fiel rebaño»; y entró un gordo joven vestido de negro, de cara pálida, sonriendo hacia todos lados como un muñeco de reloj. ¡Qué aires los de aquel mozo, Sammy! «El beso de paz», dice el pastor; y besó a todas las mujeres, y cuando acabó, empezó la rueda el de la nariz roja. Yo estaba pensando si sería conveniente empezar por mi parte; pues junto a mí se sentaba una señora muy aceptable, cuando trajeron el té y vino tu madrastra, que había estado abajo cociéndolo. Cayeron sobre él como fieras. ¡Qué himno tan precioso y sonoro, Sammy, se oía mientras tomaban el té; qué gracia para comer y beber! Me hubiera gustado que vieras al pastor enredado con el jamón y los pasteles. Nunca he visto comer y beber como lo hacía aquel mozo. Pues al de la nariz roja no te gustaría a ti cebarle por contrata, aunque no era nada comparado con el pastor. Al acabar el té entonaron otro himno, y luego empezó el pastor a predicar; y lo hizo muy bien, si se mira cómo tendría el buche de pasteles. De pronto se levantó y gritó: «¿Dónde está el pecador, dónde está el miserable pecador?». Con esto, todas las mujeres me miraron a mí y empezaron a gemir como si se estuvieran muriendo. Aquello me pareció bastante raro, pero no dije palabra. Se levanta otra vez y, encarándose conmigo, dice: «¿Dónde está el pecador, dónde está el miserable pecador?», y todas las mujeres empezaron a gemir nuevamente diez veces más fuerte que antes. Yo me puse furioso con esto y, avanzando un paso, dije: «Amigo mío, ¿esa observación se refiere a mí?». Y en lugar de pedirme perdón, como lo hubiera hecho cualquier caballero, se me puso más insolente aún, y me llamó vaso, Sammy..., vaso de maldad... y toda clase de cosas. Se me alborotó la sangre, y primero le di dos o tres para él, y luego dos o tres más para que se los pasara al hombre de la nariz roja, y me marché. Quisiera que hubieras oído cómo chillaban las mujeres al sacar al pastor de debajo de la mesa... ¡Hola! Aquí está el amo, con toda su grandeza.

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
7.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Lucy Charlton's Christmas by Elizabeth Gill
Unleashed by John Levitt
Stars Between the Sun and Moon by Lucia Jang, Susan McClelland
Mommy's Little Girl by Diane Fanning
Flex Time (Office Toy) by Cleo Peitsche
This Love's Not for Sale by Ella Dominguez
Broken Souls by Beth Ashworth