Los papeles póstumos del club Pickwick (17 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Peor que eso, José! —dijo la anciana, que consideraba esto como el límite de las atrocidades humanas—. ¿Quién fue, José? Quiero saberlo.

El muchacho miró con precaución a su alrededor y, acabada su observación, gritó al oído de la vieja:

—Miss Raquel.

—¡Qué! —dijo la anciana, estremecida—. Habla más alto.

—¡Miss Raquel! —bramó el muchacho.

—¡Mi hija!

La serie de gestos con que el muchacho manifestó su asentimiento dieron a su fisonomía y a sus carnosas mejillas el aspecto de un plato de natillas.

—¿Y ella se aguantó? —exclamó la anciana.

Un guiño recorrió la faz del muchacho al decir:

—Yo la vi a ella darle un beso.

Si Mr. Jingle hubiera podido desde su escondite observar la expresión que adoptó la cara de la anciana al conocer esta relación, no hay que dudar de que una repentina carcajada hubiera traicionado su proximidad al cenador. Escuchó atentamente; oyó retazos de frases iracundas, tales como «¡sin mi permiso!»..., «¡a su edad!»..., «¡pobre de mí!»..., «¡podía haber esperado a que yo me muriera!», y otras por este orden; luego oyó el ruido de las pisadas del muchacho en la grava al retirarse, dejando allí a la anciana.

Aunque parezca extraña la coincidencia, no dejaba de ser un hecho que a los cinco minutos de llegar Mr. Jingle a la granja de Manor, la noche antes, había formado el íntimo propósito de poner sitio inmediatamente al corazón de la tía. Había observado que su trasteo no era en modo alguno desagradable al bello objeto de su táctica, y sospechaba fundadamente que ella asumía la más deseable de todas las cualidades al poseer una regular fortuna. La imperiosa necesidad de batir a su rival en cualquier forma se le impuso rápidamente, y resolvió sin dilación tomar sus medidas para poner por obra su designio. Nos dice Fielding que el hombre es fuego y la mujer estopa, y que el Príncipe de las Tinieblas sopla. Sabía Mr. Jingle que los jóvenes son para las solteronas lo que la llama para la pólvora, y resolvió, sin pérdida de tiempo, ensayar el efecto de una explosión.

Absorto en estas reflexiones, se deslizó de su escondite y, ocultándose entre los arbustos, se acercó a la casa. La fortuna parecía decidida a favorecer sus planes. Mr. Tupman y los demás señores salían por la verja del jardín; y las señoritas, según él sabía, habían salido solas poco después de almorzar. La costa estaba despejada.

La puerta del gabinete se hallaba entreabierta. El intruso se asomó furtivamente. La solterona trabajaba en una labor de aguja. Él tosió; ella le miró sonriendo. La timidez no anidaba en el temperamento de Alfredo Jingle. Llevándose un dedo a los labios misteriosamente, entró y cerró la puerta.

—Miss Wardle —dijo Mr. Jingle con afectada agitación—: perdone la indiscreción... reciente amistad... no hay tiempo para andar con fórmulas... todo descubierto.

—¡Sir! —dijo la solterona, asombrada por la inesperada aparición y un tanto incierta respecto a la situación mental de Mr. Jingle.

—¡Chist! —dijo Mr. Jingle con imperativo murmullo—. Chico gordo... cara de pastel... ojos redondos... ¡Granuja! Movió su cabeza con ademán intencionado, y tembló la solterona, alarmada.

—¿Supongo que alude usted a José, sir? —dijo la señora, esforzándose por aparecer serena.

—Sí, señora... Maldito José... perro traidor, José... se lo contó a la vieja... vieja furiosa... rabiosa... cenador... Tupman... besos y abrazos... toda clase de cosas... ¿eh, señora..., eh?

—Mr. Jingle —dijo la solterona—: ¡si es que ha venido usted a insultarme...!

—No... de ninguna manera —replicó el tenaz Mr. Jingle—, oí el cuento... vine para avisarla del peligro... ofrecer mis servicios... prevenir el escándalo. Nada de insultarla... me voy.

Y se volvió como para ejecutar lo que había dicho.

—¿Qué hacer? —dijo la pobre solterona, deshaciéndose en lágrimas—. Mi hermano se pondrá furioso.

—Claro que se pondrá indignado —dijo Mr. Jingle después de una pausa.

—¡Oh, Mr. Jingle! ¿Qué deberé decir? —exclamó la solterona en otro acceso de desesperación.

—Decir que lo ha soñado —replicó Mr. Jingle con aplomo.

Un rayo de esperanza penetró en la mente de la solterona al oír este consejo. Lo percibió Mr. Jingle y aprovechó la ventaja.

—¡Bah, bah!... Nada más fácil... chico impostor... mujer adorable... chico gordo apaleado... usted creída... se acabó el asunto... todo arreglado.

No sabemos si las probabilidades que entreveía de eludir las consecuencias de aquel malhadado descubrimiento o el oírse llamar «mujer adorable» suavizaron la ira de la solterona. Ruborizóse ligeramente y concedió a Mr. Jingle una mirada de gratitud.

Suspiró profundamente el insinuante caballero; fijó sus ojos en la faz de la solterona, y desvió su mirada después de marcar un desplante melodramático.

—Parece que está usted triste, Mr. Jingle —dijo la dama en tono compasivo—. ¿Me permitirá usted que le agradezca su amable intervención y que le pregunte la causa de su retirada?

—¡Ah! —exclamó Mr. Jingle con otro ademán patético—. ¡Retirada! Fuga de mi ventura, y el amor de usted empleado en un hombre insensible a su dicha, y que en estos momentos persigue el cariño de la sobrina de una mujer que... pero no, es amigo mío y no he de denunciar sus trapisondas. Miss Wardle: adiós.

Acabado este discurso, el más congruente que en su vida pronunciara, llevó Mr. Jingle a sus ojos los restos de un pañuelo, del que ya se hizo referencia, y se dirigió hacia la puerta.

—Quédese, Mr. Jingle —exclamó la solterona con enérgico acento—. Ha aludido usted a Mr. Tupman ...; explíquese.

—¡Nunca! —respondió Jingle con un aire de teatro que denunciaba al profesional—. ¡Nunca!

Y fingiendo la contrariedad que habría de producirle la continuación del interrogatorio, acercó una silla a la de la solterona y se sentó.

—Mr. Jingle —dijo la dama—, yo le ruego, le suplico, que si hay algún misterio relacionado con Mr. Tupman me lo revele al punto.

—Esto de... —dijo Mr. Jingle, clavando su mirada en la solterona—; esto de ver... mujer adorable... sacrificada a la despiadada y sórdida avaricia...

Pareció vacilar unos segundos, como debatiéndose entre emociones contradictorias, y dijo luego con voz apagada y profunda:

—Tupman sólo busca su dinero.

—¡Miserable! —rugió indignada la solterona. (Mr. Jingle había despejado la incógnita. ¡Ella tenía dinero!)

—Más aún —prosiguió Jingle—: ama a otra.

—¡A otra! —exclamó la solterona anonadada—. ¿A quién?

—Bajita... ojos negros... sobrina Emilia.

Reinó un breve silencio.

Desde este momento, si había en el mundo algún ser que inspirase a la tía un sentimiento de celos mortal y hondamente arraigado, era precisamente su sobrina Emilia.

Tiñéronse de rojo la cara y el cuello de la solterona; movió la cabeza en silencio con gesto de inefable desprecio, y mordiéndose los labios y logrando al cabo dominarse, dijo:

—No puede ser. No lo creo.

—Obsérvelos usted —dijo Jingle.

—Sí que lo haré —dijo la dama.

—Fíjese en las miradas.

—Así he de hacerlo.

—En las palabras que le dice al oído.

—Sí.

—Verá usted cómo se sienta a su lado en la mesa.

—Ya lo veré.

—Verá usted cómo la colma de atenciones.

—Ya me fijaré.

—Y luego la dejará a usted plantada.

—¡Plantada! —repitió indignada la solterona—. ¡Plantarme a mí!... ¡Se atreverá!...

Y tembló de rabia y de dolor.

—¿Quiere usted convencerse? —dijo Jingle.

—Lo quiero.

—¿Se mantendrá usted serena?

—Sí.

—¿No le perdonará usted luego?

—¡Jamás!

—¿Aceptaría usted luego el cariño de algún otro?

—Sí.

—Pues todo se realizará.

Cayó de rodillas Mr. Jingle; permaneció en tal postura cinco minutos, y cuando se levantó era el novio de la solterona, a condición de que la traición de Mr. Tupman se pusiera de manifiesto claramente.

Todas las pruebas se hallaban en poder de Mr. Alfredo Jingle, y aquel mismo día, durante la comida, se hicieron patentes. La solterona no podía dar crédito a sus ojos. Mr. Tracy Tupman se colocó al lado de Emilia y no cesó de mirarla, de murmurar en su oído y de sonreír, poniéndose en rivalidad con Mr. Snodgrass. Ni una palabra, ni una mirada, ni un gesto hubo para su adorada de la noche precedente.

«¡Maldito chico! —pensó Mr. Wardle—. Debe de ser un cuento lo que le ha contado a mi madre. ¡Maldito chico! Se conoce que estaba dormido. Todo ha sido pura fantasía.»

«¡Traidor! —pensó la solterona—. No me ha engañado Mr. Jingle. ¡Ah, cuánto odio al malvado! »

La conversación que vamos a transcribir servirá a los lectores para explicarse la profunda alteración en la conducta externa de Mr. Tupman.

Era de noche; la escena se desarrollaba en el jardín. Dos personas paseaban por una de las sendas laterales; era la una baja y obesa, alta y delgada la otra. Eran Mr. Tupman y Mr. Jingle. La persona voluminosa comenzó el diálogo.

—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó.

—Espléndido... admirable... no lo hubiera yo hecho mejor... mañana tiene usted que repetir el papel... todas las noches hasta nuevo aviso.

—¿Lo desea aún Raquel?

—Por supuesto... no le agrada... pero hay que hacerlo... marcada sospecha... aterrada de su hermano... dice que no hay otro medio... sólo cuando pasen unos días... cuando los viejos estén confiados... será la corona de su felicidad.

—¿Quiere algo de mí?

—Amor... amor inmenso... entrañable afecto... cariño inalterable. ¿Quiere que le diga algo de su parte?

—Amigo querido —replicó el confiado Mr. Tupman, apretando fervorosamente la mano de su amigo—, llévele mi amor... dígale lo que me cuesta disimular... dígale mil cosas dulces; pero no se olvide decirle lo sensible que ha sido para mí el hacer lo que por conducto de usted me ha ordenado. Dígale que aplaudo su sagacidad y que admiro su discreción.

—Así lo haré. ¿Nada más?

—Nada; añádale que ansío, como no puede figurarse, que llegue el momento en que pueda llamarla mía y en que sea innecesario el disimulo.

—Sin duda, sin duda. ¿Nada más?

—¡Oh, amigo querido! —dijo el pobre Mr. Tupman, estrechando de nuevo la mano de su compañero—. Reciba mi gratitud por su desinteresada amabilidad y perdóneme el haber pensado una vez siquiera en la injusticia de suponer que usted se atravesaba en mi camino. Amigo querido, ¿cuándo podré pagarle?

—No hable usted de eso —replicó Mr. Jingle.

Mas se detuvo al punto, como obedeciendo a un recuerdo súbito, y dijo:

—A propósito: ¿podría usted dejarme diez libras? Un asunto particular... Se lo pagaré dentro de tres días.

—Me parece que sí —replicó Mr. Tupman, rebosando cordialidad—. ¿Dice usted que tres días?

—Sólo tres días... todo arreglado entonces... ya no tendrá más dificultades.

Mr. Tupman fue contando las monedas en la mano de su compañero, el cual se las iba metiendo en el bolsillo una a una; y cuando ya se dirigían hacia la casa:

—Sea usted cauto —dijo Mr. Jingle—; ni una mirada.

—Ni un guiño —dijo Mr. Tupman.

—Ni una sílaba.

—Ni una palabra en secreto.

—Todas sus atenciones, a su sobrina... cierta dureza para la tía... único medio de despistar a los viejos.

—Tendré cuidado —dijo Mr. Tupman en alta voz.

—Y yo también —se dijo a sí mismo Mr. Jingle.

Y con esto entraron en la casa.

La escena de la tarde se repitió por la noche y en las tres tardes y noches siguientes. Al cuarto día recobró el humor Mr. Wardle al cerciorarse de que no había motivo para culpar a Mr. Tupman. Estaba contento Mr. Tupman por haberle dicho Mr. Jingle que el asunto haría crisis en breve plazo. Estaba contento Mr. Pickwick, porque rara vez estaba de otra manera. No así Mr. Snodgrass, que había concebido celos de Mr. Tupman. Sentíase alegre la anciana porque había ganado al
whist
También lo estaban Mr. Jingle y Miss Wardle, por razones de importancia para esta accidentada historia y que se narrarán en otro capítulo.

9. Un descubrimiento y una cacería

La cena estaba dispuesta; colocadas las sillas alrededor de la mesa, y en el aparador, botellas, copas y vasos. Todo anunciaba la llegada del momento de mayor confraternidad del día.

—¿Dónde está Raquel? —dijo Mr. Wardle.

—¡Eso! ¿Y Jingle? —añadió Mr. Pickwick.

—Vaya —dijo el huésped—; no sé cómo no lo echamos de menos antes, pues hace ya dos horas que no oigo su voz. Emilia querida, tira de la campanilla.

Sonó la campanilla y apareció el chico gordo.

—¿Dónde está Miss Raquel?

No sabía nada.

—¿Dónde está Mr. Jingle? Tampoco lo sabía.

Todos se miraron sorprendidos. Era tarde..., más de las once. Mr. Tupman sonrió para su capote. Debían vagar por alguna parte, charlando acerca de él. ¡Ja, ja!; graciosa broma.

—Bueno, no nos preocupemos —dijo Mr. Wardle después de breve pausa—; seguramente que no tardarán en presentarse. Nunca espero a nadie para comer.

—Magnífica costumbre —dijo Mr. Pickwick—, admirable.

—Hagan el favor de sentarse —dijo el huésped.

—Desde luego —dijo Mr. Pickwick, y se sentó.

Había en la mesa un trozo fresco de fiambre de vaca del que se sirvió Mr. Pickwick porción abundante. Llevábase ya el tenedor a los labios y disponíase a abrir la boca para recibir el bocado, cuando se levantó en la cocina un gran alboroto de voces. Quedóse parado y dejó el tenedor. Paróse también Mr. Wardle y abandonó maquinalmente el trinchante, que quedó clavado en el fiambre. Miró a Mr. Pickwick, y éste se le quedó mirando.

Fuertes pisadas se oyeron en la galería; abrióse de pronto la puerta del comedor, y el criado mismo que limpiara las botas de Mr. Pickwick en la tarde de su llegada penetró en la estancia atropelladamente, seguido del chico gordo y de todos los criados.

—¿Qué diablos significa esto? —exclamó el amo de la casa.

—¿Se ha prendido fuego a la chimenea de la cocina, Emma? —preguntó la anciana.

—¡Por Dios, abuela, no! —gritaron las dos señoritas.

—¿Qué es lo que pasa? —interrogó enérgicamente el señor.

Tomó resuello el criado, y dijo en tono desmayado:

—¡Se han ido, señor!... ¡Se han escapado, sir!

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