Los papeles póstumos del club Pickwick (73 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Señor —dijo Mr. Winkle, templando su emoción—, yo... me parece mejor que no...

—Tal vez tenga razón —dijo el pequeño juez—; pero es preciso que usted lo haga.

En medio del más profundo silencio, balbució Mr. Winkle el sospechoso e insignificante episodio en el cual Mr. Pickwick hubo de hallarse a media noche en el dormitorio de una dama, episodio que trajo por consecuencia, a lo que él creía, la ruptura del proyectado matrimonio de la señora en cuestión, así como la necesidad en que se habían visto todos de comparecer ante la presencia de Jorge Nupkins, esquire, magistrado y juez de paz de la ciudad de Ipswich.

—Baje usted de la tribuna, sir —dijo el doctor Snubbin.

Abandonó la tribuna Mr. Winkle y encaminóse con delirante presteza a Jorge y el Buitre, donde, horas después, le descubrió un camarero, gimiendo triste y lúgubremente, con la cabeza sepultada bajo los almohadones de un sofá. Tracy Tupman y Augusto Snodgrass fueron severamente llamados a la tribuna de testigos; ambos corroboraron el testimonio de su infeliz amigo y ambos fueron impulsados a los linderos de la desesperación por la excesiva capciosidad del interrogatorio.

Susana Sanders fue llamada luego, interrogada por el doctor Buzfuz y contrainterrogada por el doctor Snubbin. Siempre había dicho y creído que Pickwick se casaría con la señora Bardell. Sabía que el compromiso entre la señora Bardell y Pickwick era la comidilla de la vecindad desde el desmayo de julio; habíalo oído decir a la señora Mudbery, la chamarilera, y a la señora Bunkin, la planchadora; pero no veía en la Sala ni a la señora Mudbery ni a la señora Bunkin. Había oído a Pickwick preguntar al pequeño cómo le gustaría fuese su nuevo padre. No sabía que por aquel tiempo la señora Bardell frecuentase la amistad del panadero; pero sí sabía que el panadero era entonces soltero y se hallaba casado en la actualidad. No podría jurar que la señora Bardell no estuviera muy enamorada del panadero; mas pensaba que el panadero no estaba muy enamorado de la señora Bardell, toda vez que se había casado con otra. Sospechaba que la señora Bardell se había desmayado en la mañana de autos a causa de haberle pedido Mr. Pickwick que fijara el día. Podía decir de ella (de la testigo) que hubo de quedarse petrificada y desfallecida al pedirle Mr. Sanders que fijara el día; y creía que toda mujer que se considere una señora tenía que hacer lo mismo en análogas circunstancias. Había oído la pregunta de Pickwick acerca de las canicas, pero daba su palabra de no hallarse familiarizada con estos objetos del juego infantil.

Interroga la Sala: Mientras duraron sus amores con Mr. Sanders, había recibido cartas de amor, como otras señoritas. En el curso de su correspondencia con Mr. Sanders habíala éste llamado «patita», pero nunca «chuletas», ni mucho menos «salsa de tomate». Mr. Sanders había tenido mucha afición a los patos. Tal vez si le hubieran gustado también las chuletas y la salsa de tomate pudiera haberle dedicado aquellas afectuosas denominaciones.

Con más solemnidad que nunca, si era esto posible, levantóse el doctor Buzfuz y dijo con voz enérgica:

—Llámese a Samuel Weller.

Casi era inútil llamar a Samuel Weller, porque el propio Samuel Weller subió vivamente a la tribuna no bien oyó pronunciar su nombre; y colocando su sombrero en el suelo y apoyando sus brazos en la barandilla, echó una mirada de pájaro sobre los estrados y una ojeada de inteligencia al banco, con regocijado y animoso continente.

—¿Cómo se llama usted, sir? —preguntó el juez.

—Sam Weller, señor —respondió el testigo.

—¿Lo escribe usted con una «V» o con una «W»? —inquirió el juez.

—Eso va en gustos y en el capricho del que lo escribe —replicó Sam—. Yo no he tenido ocasión de escribirlo dos veces en mi vida, pero lo hago con una «V».

En este punto se oyó exclamar a una voz de la galería:

—Perfectamente, Samivel, perfectamente. Apunte usted una «V», señor.

—¿Quién es ese que osa levantar su voz en la Sala? —dijo el pequeño juez, levantando la mirada—. Ujier.

—Mande, señor.

—Traiga inmediatamente a esa persona.

—En seguida, señor.

Mas como el ujier no encontró a la persona, no pudo traerla, y después de una gran conmoción ocasionada por el público al levantarse para ver al culpable, sentáronse todos. Volvióse el pequeño juez hacia el testigo, tan pronto como le dejó hablar la indignación, y dijo:

—¿Sabe usted quién era, sir?

—Me inclino a creer que era mi padre, señor —repuso Sam.

—¿Le ve usted ahora? —dijo el juez.

—No, no le veo, señor —replicó Sam, dirigiendo su mirada a la linterna que colgaba del techo de la sala.

—Si le hubiera usted señalado, le hubiera hecho prender inmediatamente —dijo el juez.

Inclinóse Sam con reconocimiento, y volvióse con rostro extraordinariamente placentero hacia el doctor Buzfuz.

—Vamos, Mr. Weller.

—Diga, sir—replicó Sam.

—Creo que se halla usted al servicio de Mr. Pickwick, el demandado en este proceso. Tenga la bondad de hablar, Mr. Weller.

—Hablaré —repuso Sam—. Estoy al servicio de ese señor, que es muy buen servicio.

—¿Poco quehacer y mucha ganancia, supongo? —dijo el doctor Buzfuz, en tono festivo.

—¡Oh!, sí, bastante ganancia, sir, como dijo el soldado a quien mandaron dar trescientos cincuenta latigazos —replicó Sam.

—No tiene usted que contarnos lo que dijo el soldado ni ninguna otra persona, sir —interrumpió el juez—; eso no viene al caso.

—Muy bien, señor—replicó Sam.

—¿Recuerda usted algo de lo ocurrido en la primera mañana en que comenzó su servicio al demandado, Mr. Weller? —dijo el doctor Buzfuz.

—Sí que lo recuerdo, sir —respondió Sam.

—Tenga la bondad de decirlo al jurado.

—Que se me proporcionó aquella mañana un traje en bastante buen uso, señores del jurado —dijo Sam—, lo cual era para mí una cosa extraordinaria en aquellos días.

Prodújose con esto una risa general, y el pequeño juez, mirando airadamente por encima de su pupitre, dijo:

—Tenga usted cuidado, sir.

—Eso fue lo que me dijo entonces Mr. Pickwick, señor—replicó Sam—; y tuve mucho cuidado con el traje; mucho cuidado, señor.

Por espacio de dos minutos miró a Sam el juez con gran severidad; mas como los rasgos de Sam denotaran la más perfecta serenidad, el juez no dijo nada e invitó a continuar al doctor Buzfuz.

—¿Pretenderá usted decirme, Mr. Weller —dijo el doctor Buzfuz, cruzándose de brazos enfáticamente y volviéndose hacia el jurado, como si quisiera dar a entender la seguridad que abrigaba de confundir al testigo—, pretenderá usted decirme, Mr. Weller, que no vio usted nada del desmayo de la demandante en los brazos del demandado, según ha oído usted relatar a los testigos?

—Desde luego que no —replicó Sam—. Yo me quedé en el pasillo hasta que me llamaron, y entonces ya no estaba allí la vieja.

—Óigame, Mr. Weller —dijo el doctor Buzfuz, sumergiendo una gran pluma en el tintero con objeto de atemorizar a Sam con aquella demostración que hacía de tomar nota de su respuesta—. ¿Estaba usted en el pasillo, y, sin embargo, no vio usted nada de lo que pasó? ¿Tenía usted dos ojos, por ventura, Mr. Weller?

—Sí, tenía un par de ojos —contestó Sam—, y ahí está la cosa. Si hubiera tenido un par de microscopios, de esos que aumentan las cosas dos millones de veces, tal vez pudiera haber visto lo que pasaba a través de unas escaleras y de una gruesa puerta: pero como sólo tenía dos ojos, ya comprenderá usted que mi vista era limitada.

Al oír esta respuesta, que fue pronunciada sin la más ligera señal de irritación y con toda ecuanimidad, rompieron a reír los espectadores, sonrió el pequeño juez y pareció alterarse bastante el doctor Buzfuz. Después de una breve consulta con Dodson y Fogg, dirigióse nuevamente a Sam el doctor y dijo, haciendo penosos esfuerzos por ocultar la impresión vejatoria que le dominaba:

—Ahora, Mr. Weller, voy a hacerle una pregunta acerca de otro extremo.

—Como usted quiera, sir —repuso Sam con acento risueño. —¿Recuerda usted haber ido a casa de la señora Bardell cierta noche del pasado noviembre?

—Sí, perfectamente.

—¡Ah! ¿Recuerda usted eso, Mr. Weller? —dijo el doctor Buzfuz, cobrando aliento—. Ya suponía yo que al fin sacaríamos algo.

—También me lo figuraba yo, sir —replicó Sam.

Y otra vez se echaron a reír los espectadores.

—Bien; supongo que iría usted a hablar un poquito acerca de este proceso... ¿eh, Mr. Weller? —dijo el doctor Buzfuz, mirando al jurado con picardía.

—Fui a pagar la renta, pero hablamos un poco del proceso —replicó Sam.

—¡Ah! ¿Hablaron ustedes acerca del proceso? —dijo el doctor Buzfuz, resplandeciente de alegría ante la esperanza de llegar a algún descubrimiento importante—. Vamos a ver, ¿y qué es lo que se habló del proceso? ¿Tendría usted la bondad de decírmelo, Mr. Weller?

—Con el mayor placer, sir —respondió Sam—. Después de unas cuantas observaciones de las dos virtuosas señoras que acaban de ser interrogadas, empezaron las damas a mostrarse extraordinariamente admiradas de la honorable conducta de los señores Dodson y Fogg, esos dos señores que están sentados al lado de usted.

No hay para qué decir que estas palabras llevaron la atención general hacia Dodson y Fogg, los cuales adoptaron el aire más virtuoso posible.

—Los procuradores de la demandante —dijo el doctor Buzfuz—. ¡Está bien! Hablaron con gran elogio de la honorable conducta de los señores Dodson y Fogg, los procuradores de la demandante, ¿verdad?

—Sí —dijo Sam—. Dijeron ellas que era una gran generosidad el haberse hecho cargo de un asunto sin ganar nada con él, como no fuera lo que pudieran sacar de Mr. Pickwick.

Esta inesperada réplica produjo en el público una nueva explosión de risa, y Dodson y Fogg, poniéndose rojos como la grana, inclináronse hacia el doctor Buzfuz y le dijeron apresuradamente algo por lo bajo.

—Tienen ustedes razón —dijo el doctor Buzfuz en voz alta, con mal disimulada inquietud—. Es completamente inútil, señor, intentar sacar ninguna declaración de la impenetrable estupidez de este testigo. No molestaré a la Sala haciéndole más preguntas. Puede bajar, sir.

—¿Quiere preguntarme algún otro señor? —inquirió Sam, cogiendo su sombrero y mirando en derredor intencionadamente.

—Yo, no, Mr. Weller; gracias —dijo riendo el doctor Snubbin.

—Puede usted bajar, sir —dijo el doctor Buzfuz, haciendo con la mano un ademán impaciente.

Descendió Sam, en consecuencia, después de haber hecho a los señores Dodson y Fogg todo el daño posible y de haber dicho lo menos posible acerca de Mr. Pickwick, que era precisamente lo que se había propuesto.

—No tengo la menor objeción que hacer, señor —dijo el doctor Snubbin—, si se suprime el interrogatorio de otro testigo, que Mr. Pickwick ha recusado, y que es un caballero de situación independiente y extraordinariamente desahogada.

—Muy bien —dijo el doctor Buzfuz, guardando las dos cartas que se habían leído—. Por mí, he terminado, señor.

El doctor Snubbin enderezó al jurado su informe de defensa, consistente en una larga y enfática peroración, en la que dedicó elogios sin tasa a la persona y condición moral de Mr. Pickwick; mas como nuestros lectores tienen motivos para juzgar de los méritos y cualidades de este caballero mejor que el doctor Snubbin, no nos creemos obligados a reseñar por extenso las observaciones del ilustre jurisconsulto. Pretendió demostrar que las cartas que habíanse exhibido todas se referían a la comida o a los preparativos que debían hacerse en las habitaciones al regresar Mr. Pickwick de alguna excursión. Bastará añadir, en términos generales, que hizo cuanto pudo en favor de Mr. Pickwick, y el que hace cuanto puede, según la infalible autoridad del viejo proverbio, no está obligado a más.

El justicia Stareleigh hizo el resumen en la forma establecida y consagrada. Leyó al jurado cuantas notas pudo descifrar al correr del discurso, y se extendió en superficiales comentarios acerca del conjunto de la declaración. Si tenía razón la señora Bardell, era perfectamente claro que no la tenía Mr. Pickwick; y si juzgaban fidedigna la declaración de la señora Cluppins, debían prestarle crédito; y si no la juzgaban así, no deberían prestárselo. Si estaban convencidos de que había habido ruptura de una promesa matrimonial, debían otorgar a la demandante el derecho a la indemnización que estimasen proporcionada; y si, por otra parte, abrigaban la convicción de que nunca existió promesa de matrimonio, no debían condenar al demandado a ninguna clase de indemnización. Retiróse el jurado de la Sala para deliberar acerca de la materia y retiróse el juez a sus habitaciones privadas para reponer sus fuerzas con una chuleta de cordero y una copa de Jerez.

Transcurrió un azaroso cuarto de hora, volvió el Jurado, se avisó al juez. Calóse los lentes Mr. Pickwick, y miró al presidente con rostro agitado y corazón palpitante.

—Señores —dijo el caballero de negro—, ¿han redactado ustedes su veredicto?

—Sí, señor —respondió el presidente.

—¿Es favorable a la demandante, señores, o al demandado?

—A la demandante.

—¿Con qué indemnización, señores?

—Setecientas cincuenta libras.

Quitóse los lentes Mr. Pickwick, enjugó los cristales escrupulosamente, plegó la armadura, los metió en la caja e introdujo ésta en su bolsillo; calzóse los guantes, con pulcra distinción, en tanto que miraba al presidente del jurado, siguiendo después maquinalmente a Mr. Perker y a la bolsa azul fuera de la Sala.

Detuviéronse un momento en una habitación lateral, mientras que Mr. Perker pagaba los derechos de Audiencia, y allí uniéronse a Mr. Pickwick sus amigos. Allí también se encontraron con los señores Dodson y Fogg, que se frotaban las manos con muestras inequívocas de una gran satisfacción.

—Está bien, señores —dijo Mr. Pickwick.

—Bien, sir—dijo Dodson.

—Perfectamente, sir —dijo Fogg para sí y para su asociado.

—¿Piensan ustedes que van a sacar las costas, señores? —dijo Mr. Pickwick.

Fogg dijo que lo consideraba más que probable. Sonrió Dodson, y dijo que lo intentarían.

—Pueden ustedes intentar y reintentar todo lo que quieran, señores Dodson y Fogg —dijo Mr. Pickwick con gran vehemencia—, pero no me sacarán ustedes ni un solo penique, aunque tenga que acabar mis días en una prisión de insolventes.

—¡Ja, ja! —rió Dodson—. Ya lo pensará usted mejor antes del próximo ejercicio, Mr. Pickwick.

—¡Ji, ji, ji! Ya veremos eso, Mr. Pickwick —gruñó Fogg.

Mudo de indignación, dejóse conducir Mr. Pickwick hasta la calle por el procurador y sus amigos, y allí montaron en un coche que habíase buscado al objeto por el siempre vigilante Sam Weller.

Levantaba Sam el estribo y disponíase a saltar al pescante, cuando sintió que le tocaban en el hombro suavemente; volvióse, y se encontró con su padre. El rostro del anciano denotaba una expresión dolorosa; movió la cabeza gravemente, y dijo con acento de reconvención.

—Ya sabía yo en lo que acabaría con ese modo de llevar el asunto. ¡Oh, Sammy, Sammy!, ¿por qué no se hizo lo de la coartada?

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