Los papeles póstumos del club Pickwick (113 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
12.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Mr. Pickwick está muy familiarizado con estos procedimientos. No hay secretos entre nosotros, creo yo. ¡Je, je, je!

—No muchos, me parece a mí —dijo Dodson—. ¡Ja, ja, ja!

Rieron a coro ambos socios, con la alegría y el optimismo con que hacerlo suelen los que van a recibir dinero.

—Haremos pagar a Mr. Pickwick por presenciar el espectáculo —dijo Fogg con marcado y natural humorismo, al desplegar sus papeles—. El importe de las costas es mil treinta y tres, seis, cuatro, Mr. Perker.

Hubo un prolongado cotejo de papeles y pase de hojas por parte de Fogg y de Perker, después de esta estipulación de beneficios y pérdidas. Entre tanto, dijo Dodson afablemente a Mr. Pickwick:

—Encuentro a usted algo menos grueso que la última vez que tuve el gusto de verle, Mr. Pickwick.

—Es posible, sir —repuso Mr. Pickwick, que no había cesado de asestarles coléricas miradas, sin producir el menor efecto en ninguno de los dos ladinos profesionales—. Claro que no lo estoy tanto, sir. En estos últimos tiempos he sido perseguido y molestado por unos canallas, sir.

Tosió Perker violentamente y preguntó a Mr. Pickwick si no deseaba entretenerse leyendo el periódico de la mañana, a cuya pregunta opuso Mr. Pickwick la más resuelta negativa.

—Verdaderamente —dijo Dodson— que bien lo han molestado en Fleet; hay allí gentes muy particulares. ¿Hacia dónde caían las habitaciones de usted, Mr. Pickwick?

—Mi única habitación —replicó el ultrajadísimo caballero estaba en la galería del café.

—¡Ah! —dijo Dodson—. Tengo entendido que es una parte muy agradable del establecimiento.

—Mucho —respondió secamente Mr. Pickwick.

La frialdad que envolvían todas estas frases tenía que ejercer en tales circunstancias y en una persona de irritable temperamento una influencia más bien exasperante. Mr. Pickwick logró refrenar su cólera a costa de esfuerzos titánicos; pero una vez que extendió Perker un cheque por el importe total y luego que Fogg lo guardó en un pequeño cuaderno, mientras bailaba en su risueña fisonomía una triunfal sonrisa, de que hubo de contagiarse el severo rostro de Dodson, sintió el primero que se le encendían las mejillas por la indignación.

—Y ahora, Mr. Dodson —dijo Fogg, guardándose el cuaderno y sacando los guantes—, estoy a sus órdenes.

—Muy bien —dijo, levantándose, Dodson—; yo estoy listo.

—Encantado —dijo Fogg, enternecido por el cheque— de haber tenido el gusto de conocer a Mr. Pickwick. Espero que no pensará ahora tan mal de nosotros, Mr. Pickwick, como la primera vez que tuvimos el placer de verle.

—Así lo creo —dijo Dodson con el tono altivo de la virtud calumniada—. Confío en que ya nos conoce mejor Mr. Pickwick; cualquiera que sea su opinión acerca de los de nuestra profesión, le aseguro, sir, que no abrigamos mala voluntad ni rencor vengativo hacia usted por las manifestaciones que tuvo a bien formular en nuestro despacho de Freeman's Court, Cornhill, en la ocasión a que mi socio acaba de aludir.

—¡Oh, no, no; yo no! —dijo Fogg con acento de perdón.

—Nuestra conducta, sir —dijo Dodson—, se explica por sí misma, y se justifica, en mi opinión, en todos los casos. Llevamos algunos años en la profesión, Mr. Pickwick, y nos hemos visto honrados con la confianza de muchos y muy buenos clientes. Buenos días, sir.

—Buenos días, Mr. Pickwick—dijo Fogg.

Y diciendo esto se colocó el paraguas bajo el brazo, se quitó el guante de la mano derecha, ofreciósela por vía de reconciliación al indignado caballero, viendo lo cual éste cruzó sus manos bajo los faldones de su levita y miró al procurador con gesto de estupefacción desdeñosa.

—¡Lowten! —gritó Perker en aquel momento—. Abra la puerta.

—Espere un instante —dijo Mr. Pickwick—, Perker, voy a hablar.

—Mi querido señor: deje las cosas donde están —dijo el pequeño procurador, que había permanecido en estado de nerviosa inquietud durante toda la entrevista—. ¡Mr. Pickwick, se lo suplico!

—¡A mí no se me atropella, sir! —apresuróse a replicar Mr. Pickwick—. Mr. Dodson, usted acaba de hacerme unas observaciones.

Volvióse Dodson, inclinó servilmente su cabeza y sonrió.

—Algunas observaciones —repitió Mr. Pickwick, casi jadeante—; y su socio me ha tendido su mano, y los dos se han manifestado con un tono de perdón y magnanimidad que entraña una desvergüenza, que aun en usted me ha sorprendido.

—¡Cómo, sir! —exclamó Dodson.

—¡Cómo, sir! —reiteró Fogg.

—¿No saben ustedes que he sido víctima de sus estratagemas y celadas? —continuó Mr. Pickwick—. ¿No saben ustedes que soy yo la persona a quien ustedes han aprisionado y robado? ¿No saben que fueron ustedes los procuradores del demandante en el proceso Bardell—Pickwick?

—Sí, sir, lo sabemos —contestó Dodson.

—Claro que lo sabemos, sir —repuso Fogg, acariciándose el bolsillo... tal vez por casualidad.

—Veo con satisfacción que lo recuerdan ustedes —dijo Mr. Pickwick, intentando el sarcasmo por primera vez en su vida y fracasando de la manera más completa—. Aunque hace mucho tiempo que ansío decirles con toda claridad cuál es mi opinión acerca de ustedes, hubiera dejado escapar esta oportunidad, defiriendo a los deseos de mi amigo Perker, de no haber sido por la actitud intolerable que han adoptado ustedes y por su insolente familiaridad. ¡Digo insolente familiaridad, sir! —dijo Mr. Pickwick, dirigiéndose a Fogg con un gesto tan airado y frenético, que hizo a éste retroceder hacia la puerta con gran presteza.

—Cuidado, sir —dijo Dodson, quien, a pesar de ser el más corpulento de todos, habíase atrincherado prudentemente detrás de Fogg y hablaba por encima de la cabeza de éste con la faz lívida—. Déjese pegar, Mr. Fogg; no se defienda por ningún concepto.

—No, no, no he de contestarle —dijo Fogg, retrocediendo a medida que hablaba, con alivio notorio de la inquietud de su socio, que iba por este medio acercándose cada vez más al despacho contiguo.

—Son ustedes —continuó Mr. Pickwick, reanudando el hilo de su discurso—, son ustedes un buen par de miserables granujas y leguleyos salteadores.

—Bien —interrumpió Perker—. ¿Es eso todo?

—En eso se condensa todo —replicó Mr. Pickwick—: son unos miserables granujas y salteadores leguleyos.

—¡Bueno! —dijo Perker en el tono más conciliador—. Mis queridos señores, ya ha dicho lo que tenía que decir. Ahora hagan el favor de marcharse; Lowten: ¿está abierta la puerta?

Mr. Lowten, riéndose a lo lejos, contestó afirmativamente.

—Bien, bien... buenos días... buenos días... hagan el favor, mis queridos señores... ¡Mr. Lowten, la puerta! —gritó el hombrecito, empujando a Dodson y Fogg, que no ofrecían la menor resistencia, hacia fuera de la oficina—. Por aquí, mis queridos señores... no prolonguen esto... ¡Por Dios... Mr. Lowten!... La puerta, sir... ¿Por qué no me hace caso?

—Si hay justicia en Inglaterra, sir —dijo Dodson, mirando a Mr. Pickwick en tanto que se ponía el sombrero—, tendrá usted que pagarnos esto.

—Son ustedes un par de miserables...

—No olvide, sir, que lo pagará usted bien caro —dijo Fogg.

—... Granujas, ladrones, picapleitos —continuó Mr. Pickwick, sin hacer el menor caso de las amenazas que se le dirigían—. ¡Ladrones! —gritó Mr. Pickwick, corriendo a la escalera cuando ya bajaban los procuradores—. ¡Ladrones! —rugió Mr. Pickwick, desasiéndose de Lowten y Perker y sacando la cabeza por la ventana de la escalera.

Cuando Mr. Pickwick se apartó de la ventana, mostrábase su rostro sonriente y plácido, y mientras volvía tranquilamente al despacho, declaró haberse quitado un gran peso de encima y sentirse completamente sereno y feliz.

Guardó silencio Perker hasta que, habiendo vaciado su tabaquera y enviado a Lowten para que de nuevo la llenase, sintióse acometido de un ataque de risa que le duró cinco minutos, al cabo de los cuales dijo que comprendía que debía haberse indignado, pero que no podía pensar aún seriamente en aquel asunto...; que ya se indignaría cuando le llegara el turno.

—Bueno; ahora —dijo Mr. Pickwick— permítame liquidar con usted.

—¿Del mismo modo que con los otros? —preguntó Perker, echándose a reír de nuevo.

—Precisamente lo mismo, no —repuso Mr. Pickwick, sacando su cartera y estrechando efusivamente la mano del hombrecito—; se trata solamente de una liquidación pecuniaria. Debo a usted muchas pruebas de bondad, que nunca podré pagarle, y que no quiero pagarle, porque prefiero continuar con esa obligación.

Después de este preámbulo, zambulléronse en una complicada serie de cuentas y justificantes, que, detallados puntualmente por Perker, fueron al punto saldados por Mr. Pickwick entre protestas de estima y amistad.

No bien llegaron al término de esta operación cuando se oyó en la puerta un violento golpe; no se trataba de una doble llamada de las corrientes, sino de una constante e ininterrumpida sucesión de fuertes golpes distintos, como si el llamador estuviese animado de movimiento continuo o como si la persona que llamaba hubiera olvidado la manera de abandonar su tarea.

—¡Qué es eso! —exclamó Perker, sobresaltado.

—Me parece que es que llaman a la puerta —dijo Mr. Pickwick, como si cupiera alguna duda acerca del hecho.

El de fuera formuló una réplica infinitamente más enérgica que si se hubiera servido de la palabra, porque continuó golpeando con fuerza y estrépito sorprendentes sin un punto de tregua.

—¡Caramba! —dijo Perker, tirando de la campanilla—. Vamos a alarmar a la casa. ¿No oye usted llamar, Mr. Lowten?

—Voy a contestar en seguida, sir —replicó el escribiente.

El que llamaba pareció oír la respuesta y demostró que le era completamente imposible esperar por más tiempo: produjo un escándalo horroroso.

—Es espantoso —dijo Mr. Pickwick, tapándose los oídos.

—Dese prisa, Mr. Lowten —gritó Perker—; nos van a echar la puerta abajo.

Mr. Lowten, que estaba lavándose las manos en un oscuro cuartito, corrió hacia la puerta, y levantando el picaporte, descubrió el cuadro que se describe en el capítulo siguiente.

54. Contiene algunos detalles relativos a los aldabonazos y a otros asuntos, entre los cuales figuran ciertas interesantes revelaciones concernientes a Mr. Snodgrass y a una señorita que no son ajenas a esta historia

El objeto que hubo de ofrecerse a los ojos del asombrado escribiente era un muchacho extraordinariamente gordo, con traje de lacayo, que se hallaba de pie sobre la estera, con los ojos cerrados como si estuviera durmiendo. Nunca había visto el escribiente un muchacho tan rollizo, ni siquiera en las caravanas trashumantes; y unida esta gordura desmesurada a la placidez y reposo de su actitud, que guardaba tan remota conexión con lo que debía esperarse racionalmente del causante de aquel estrépito, quedóse Lowten maravillado.

—¿Qué se ofrece?—preguntó el escribiente.

No contestó palabra el extraordinario mozalbete; pero inclinó la cabeza, y la imaginación del pasante le hizo oír un débil ronquido.

—¿De dónde viene usted? —preguntó el escribiente.

El muchacho no hizo el menor movimiento. Respiró pesadamente, mas sin alterar lo más mínimo su quietud perfecta.

El escribiente repitió tres veces la pregunta, y como no obtuviera respuesta, disponíase a cerrar la puerta, cuando el muchacho abrió de repente los ojos, parpadeó varias veces, estornudó y levantó la mano en ademán de seguir llamando. Mas hallando la puerta abierta, miró asombrado entorno, y al fin toparon sus ojos con la cara de Mr. Lowten.

—¿Para qué demonio llama usted de esa manera? —preguntó enfadado el escribiente.

—¿De qué manera? —dijo el muchacho en voz queda y dormilona.

—Hombre, como no llamarían cuarenta cocheros—replicó el pasante.

—Pues porque me dijo el amo que no dejara de llamar hasta que abrieran la puerta, por miedo a que yo me durmiera —dijo el muchacho.

—Bien —dijo el escribiente—. ¿Qué recado trae?

—Está él abajo —contestó el muchacho.

—¿Quién?

—El amo. Quiere saber si está usted en casa.

En aquel momento acertó Mr. Lowten a mirar por la ventana, y viendo en un carruaje abierto a un risueño anciano, que miraba hacia arriba con impaciencia, aventuróse a llamarle, con lo cual bastó para que el anciano saltara del coche inmediatamente.

—¿Ese que está en el carruaje es su amo, supongo? —dijo Lowten.

El muchacho asintió.

Hízose inútil toda indagación posterior por la aparición del viejo Wardle, quien, subiendo a escape las escaleras y reconociendo a Lowten, entró al punto en el despacho de Mr. Perker.

—¡Pickwick! —dijo el viejo—. ¡Venga esa mano, muchacho! ¿Cómo es que no hemos sabido hasta anteayer que se ha dejado usted coger en la trampa? ¿Y cómo ha consentido usted eso, Perker?

—No pude evitarlo, mi querido señor —replicó Perker con una sonrisa y un polvo de tabaco—; ya sabe usted lo terco que es.

—Ya lo creo, ya lo creo —replicó el anciano—. Pero contentísimo de verle, sin embargo. Ya me cuidaré de no perderle de vista en mucho tiempo.

Diciendo esto estrechó Wardle una vez más la mano de Mr. Pickwick, y luego de hacer lo mismo con Perker, acomodóse en un sillón, con la faz radiante de sonrisas y bienestar.

—Bien —dijo Wardle—. Traigo muchas cositas... Un pellizco de rapé, Perker, amigo mío... Vaya unos tiempos que corren, ¿eh?

—¿Qué quiere usted decir?—inquirió Mr. Pickwick.

—¡Que qué quiero decir! —replicó Wardle—. Pues que me parece que las muchachas se están volviendo locas. Que eso no es ninguna novedad, dirá usted. Tal vez; pero es cierto, sin embargo.

—¿No habrá usted elegido Londres entre todas las ciudades del mundo para venir a decirnos eso, verdad? —insinuó Perker.

—No; para eso sólo, no —replicó Wardle—, aunque eso es la causa principal de mi venida. ¿Cómo está Arabella?

—Muy bien —replicó Mr. Pickwick—, y le producirá gran alegría el ver a usted, seguramente.

—¡La coquetuela morenucha de ojos negros! —replicó Wardle—. Tuve mis grandes proyectos de casarme con ella, allá en días de locura; pero me alegro, me alegro mucho.

—¿Cómo lo supieron ustedes? —preguntó Mr. Pickwick.

—¡Ah!, la noticia llegó a mis hijas, por supuesto —replicó Wardle—. Escribió Arabella anteayer diciendo que había sido raptada y se habla casado sin el consentimiento del padre de su marido, y que había usted ido a solicitarlo cuando su negativa no podía ya impedir el matrimonio, y todo lo demás. Yo juzgué oportuna la ocasión para dar a mis chicas algunos consejos. Les dije que era una cosa espantosa esto de que los muchachos se casaran sin el consentimiento de sus padres, etc., etc.; pero, ¡ah, amigos míos!, no logré producirles la menor impresión. Consideraban una cosa mucho más espantosa el que las bodas se verificasen sin damas de honor; así es que resultó lo mismo que si hubiera predicado a José.

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
12.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Blind Spot for Boys by Justina Chen
The Book on Fire by Keith Miller
The Bet (Addison #2) by Erica M. Christensen
Blessings by Plain, Belva
Fang Me by Parker Blue
Bible Camp Bloodbath by Joey Comeau
A Surrendered Heart by Tracie Peterson
Dead Horizon by Carl Hose
Criminal Conversation by Nicolas Freeling
Conan: Road of Kings by Karl Edward Wagner