Los papeles póstumos del club Pickwick (49 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¿En un pensionado?

—No, no en un colegio —replicó Job Trotter, con el mismo gesto malicioso que antes impresionara a Sam—. No en un colegio.

—¿En la casa de la puerta verde? —dijo Sam, mirando de cerca a su compañero.

—No, no; allí, no —replicó Job con una precipitación desacostumbrada en él—; allí, no.

—¿Qué hacía usted allí? —preguntó Sam, con perspicaz mirada—. ¿Se encontró usted sin saber cómo del otro lado de la puerta?

—Vaya, Mr. Weller —replicó Job—, no me importa comunicarle mis secretillos, porque, como usted sabe, nos tomamos gran apego cuando nos vimos por primera vez. ¿No recuerda usted lo agradablemente que lo pasamos aquella mañana?

—Sí —dijo Sam, impaciente—. Recuerdo. Bueno.

—Bueno —respondió Job, hablando con gran precisión y en el grave tono de un hombre que comunica un importante secreto—; en esa casa de la puerta verde, Mr. Weller, se albergan muchas buenas criadas.

—Así lo creo por lo que he visto —interpuso Sam.

—Sí —prosiguió Mr. Trotter—, y una de ellas es una cocinera que ha ahorrado algún dinero, Mr. Weller, y desea, si puede establecerse, abrir una tiendecita en cosa de cerería.

—¿Sí?

—Sí, Mr. Weller. Pues bien, sir, la vi en una capilla a la que yo voy. Hay en esta ciudad, Mr. Weller, una capillita muy aseada, donde cantan la colección número cuatro de himnos que llevo generalmente conmigo en un librito que tal vez haya usted visto en mis manos; y entré en intimidad con ella, Mr. Weller, y de aquí nació una amistad entre nosotros, y puedo aventurarme a decir, Mr. Weller, que voy a ser el cerero.

—¡Ah, y hará usted un cerero muy complaciente! —replicó Sam, mirando a Job con aire de intenso disgusto.

—La gran ventaja de esto, Mr. Weller —continuó Job, cuyos ojos se llenaban de lágrimas al hablar—, será permitirme abandonar este desdichado empleo, al lado de ese mal hombre, y dedicarme a una vida mejor y más honrada; mucho más en armonía con la educación que se me había dado, Mr. Weller.

—Por fuerza tiene usted que haber recibido una educación exquisita —dijo Sam.

—¡Oh, mucho, Mr. Weller, mucho! —replicó Job.

Ante la remembranza de la pureza de sus días juveniles, Mr. Trotter sacó el pañuelo rojo y lloró copiosamente.

—Debe usted de haber sido un chico verdaderamente encantador para ir con usted a la escuela —dijo Sam.

—¡Sí que lo fui, sir! —replicó Job, lanzando un profundo suspiro—. Yo era el ídolo del lugar.

—¡Ah! —dijo Sam—, no me extraña. Debe usted de haber sido un gran consuelo para su bondadosa madre.

Al oír estas palabras, Mr. Job Trotter se introdujo una punta del pañuelo encarnado en cada uno de sus ojos y empezó a llorar a lágrima viva.

—¿Qué le pasa a este hombre? —dijo Sam, indignado—. Los caños de Chelsea no son nada para usted. ¿Por qué se está usted liquidando ahora? ¿Por la conciencia de su villanía?

—No puedo acallar mis emociones, Mr. Weller —dijo Job después de una breve pausa—. ¡Pensar que mi amo pudo sospechar la conversación que tuve con el de usted, que me arrebató en una silla de posta, y que, después de convencer a la tierna doncella para que dijera que no le conocía, y de sobornar a la directora del colegio para que hiciera lo mismo, abandonó a aquélla en busca de otro negocio mejor! ¡Oh! ¡Mr. Weller, me hace estremecer!

—Fue eso lo que ocurrió, ¿verdad? —dijo Mr. Weller.

—Así fue, sin duda —replicó Job.

—Bien —dijo Sam cuando ya iban acercándose al hotel—. Yo quiero charlar un poco con usted, Job; así es que, si no tiene usted compromiso especial, me gustaría ver a usted en El Gran Caballo Blanco esta noche hacia las ocho.

—No faltaré —dijo Job.

—Mejor será —replicó Sam con una mirada muy significativa—; en otro caso podrá ser que fuera a preguntar por usted hacia dentro de la puerta verde, y esto podría contrariarle.

—Le buscaré, seguramente —dijo Mr. Trotter.

Y estrechando con el mayor fervor la mano de Sam, se marchó.

—Ten cuidado, Job Trotter, ten mucho cuidado —dijo San, mirándole alejarse—, porque si no, esta vez vas a tener bastante conmigo. A fe que sí.

Después de este soliloquio, y luego que se hubo perdido de vista Job, dirigióse Mr. Weller lo más pronto posible a! dormitorio de su amo.

—Todo marcha, sir —dijo Sam.

—¿Qué es lo que marcha, Sam? —pregunto Mr. Pickwick.

—Les he descubierto, sir —dijo Sam.

—¿Descubierto a quién?

—A aquel famoso caballerete y al mocito melancólico del cabello negro.

—¡Imposible, Sam! —dijo Mr. Pickwick con gran vehemencia—. ¿Dónde están, Sam, dónde están?

—¡Chist! —replicó Mr. Weller.

Y mientras ayudaba a vestirse a Mr. Pickwick, detalló el plan de ataque que se proponía desarrollar.

—¿Pero cuándo se va a hacer eso, Sam?

—Todo se hará oportunamente, sir —replicó Sam.

Si se hizo oportunamente o no, podrá verse por lo que sigue.

24. En el que, por concebir celos Mr. Pedro Magnus e inquietudes la dama, caen los pickwickianos en las garras de la ley

Cuando bajó Mr. Pickwick al gabinete en que pasara la velada en compañía de Mr. Pedro Magnus, encontró a éste vistosamente ataviado con todo lo que contenían los dos sacos, la sombrerera de cuero y el pardo envoltorio, y paseándose por la estancia en estado de la mayor agitación.

—Buenos días, sir —dijo Mr. Pedro Magnus—. ¿Qué le parece a usted?

—De gran efecto, realmente —replicó Mr. Pickwick, examinando con sonrisa bondadosa el tocado de Mr. Pedro Magnus.

—Me parece que sí —dijo Mr. Magnus—. Mr. Pickwick, acabo de enviarle mi tarjeta.

—¿Sí? —dijo Mr. Pickwick.

—Y el criado me ha traído recado de que ella me recibirá a las once... a las once, sir. No falta más que un cuarto de hora.

—Poco tiempo falta —dijo Mr. Pickwick.

—Poco —replicó Mr. Magnus—, demasiado poco para estar tranquilo... ¿verdad, Mr. Pickwick?

—En estos casos lo es todo la confianza del éxito —observó Mr. Pickwick.

—Así lo creo, sir —dijo Mr. Pedro Magnus—. Tengo gran confianza, sir. Realmente, no veo por qué, Mr. Pickwick, ha de abrigarse temor en estos casos. ¿Qué es, después de todo, sir? Nada que suponga vergüenza; cuestión de mutua conveniencia, y nada más. De un lado, el marido, y la esposa del otro. Éste es mi juicio sobre el asunto, Mr. Pickwick.

—Es una actitud verdaderamente filosófica —replicó Mr. Pickwick—. Pero el almuerzo aguarda, Mr. Magnus. Vamos.

Sentáronse a almorzar; mas era evidente que Mr. Magnus, a despecho de su jactanciosa pretensión de calma, sufría intensa nervosidad, de la cual eran los síntomas principales la inapetencia, una endiablaba propensión a tirar cuanto había en la mesa, los vanos y fúnebres intentos de zumba y una irresistible tendencia a mirar al reloj a cada instante.

—¡Je... je... je! —balbució Mr. Magnus, afectando un optimismo que en vano disimulaba la inquietud que le poseía—. Sólo faltan dos minutos, Mr. Pickwick. ¿Estoy pálido, sir?

—No mucho —respondió Mr. Pickwick.

Transcurrió un breve silencio.

—Dispénseme, Mr. Pickwick: ¿ha hecho usted en su tiempo algo así? —dijo Mr. Magnus.

—¿Una declaración amorosa, quiere usted decir? —dijo Mr. Pickwick.

—Sí.

—¡Nunca —dijo Mr. Pickwick, con gran energía—, nunca!

—¿Entonces no tendrá usted idea de cómo debe empezarse? —dijo Mr. Magnus.

—¡Psh...! —dijo Mr. Pickwick—. Alguna vez he pensado en esas cosas; pero como nunca las he experimentado, sentiría mucho que usted se guiara por mí.

—Le agradecería mucho que me hiciera alguna indicación, sir —dijo Mr. Magnus, echando otra mirada al reloj, cuya manecilla señalaba casi cinco minutos más de la hora.

—Bien, sir —dijo Mr. Pickwick, con la grave solemnidad que el grande hombre sabía adoptar cuando quería fijar sus ideas de modo indeleble—: empezaría, sir, por dedicar un homenaje a la belleza y preciosas dotes de la dama, y de ahí me desviaría para ocuparme de mi humilde persona.

—Muy bien —dijo Mr. Magnus.

—Humilde para ella sólo, se entiende, sir —prosiguió Mr. Pickwick—. Para mostrarle que yo no estaba huérfano de todo mérito, recapitularía mi vida pasada y expondría mi condición presente. Insinuaría, por ejemplo, que para cualquiera otra podría yo constituir una proporción codiciable. Me explayaría luego en la pintura efusiva de mi amor y en lo acendrado de mi devoción. Tal vez intentara entonces apoderarme de su mano.

—Sí, ya —dijo Mr. Magnus—; ése es un detalle de gran importancia.

—Acto seguido, sir —continuó Mr. Pickwick, cobrando entusiasmo a medida que el tema se le ofrecía cada vez más brillante y tentador—, acto seguido formularía la sencilla y escueta pregunta: «¿Me quiere usted?». Creo no equivocarme al afirmar que en tal momento ella volvería su rostro a otro lado.

—¿Cree usted con seguridad eso? —dijo Mr. Magnus—. Porque si no lo hiciera en el momento oportuno sería desconcertante.

—Creo que sí —dijo Mr. Pickwick—. Ya en esto le oprimiría la mano... y creo..., creo, Mr. Magnus, que después de hacer esto, en el caso de que no me rechazara, retiraría suavemente el pañuelo que, por mi experiencia de la naturaleza humana, presumo que la dama se habría llevado a los ojos, y le robaría un beso respetuoso. Creo que la besaría, Mr. Magnus; y ya en este punto, sospecho que, si la dama hubiera de aceptarme, murmuraría en mi oído una palabra tímida de consentimiento.

Levantóse Mr. Magnus; contempló en silencio por breves momentos el rostro inteligente de Mr. Pickwick, y como el reloj señalara diez minutos más de la hora, le estrechó !a mano con efusión y salió precipitadamente.

Dio Mr. Pickwick varias vueltas por la estancia, y, siguiendo el minutero su ejemplo en cierto modo, llegaba a apuntar la media cuando la puerta se abrió bruscamente. Volvióse para recibir a Mr. Pedro Magnus y halló en su lugar la cara risueña de Mr. Tupman, el plácido semblante de Mr. Winkle y los inteligentes rasgos de Mr. Snodgrass. Saludábales Mr. Pickwick, cuando entró Mr. Pedro Magnus.

—Amigos míos, el señor de quien les hablaba..., Mr. Magnus —dijo Mr. Pickwick.

—Servidor de ustedes, caballeros —dijo Mr. Magnus, presa de ostensible excitación—. Mr. Pickwick, permítame una palabra, sir

Al decir esto, introdujo Mr. Magnus el índice en el ojal de la levita de Mr. Pickwick y, llevándole aparte, exclamó:

—Felicíteme, Mr. Pickwick; seguí su consejo al pie de la letra.

—¿Y resultó acertado, sir? —preguntó Mr. Pickwick.

—Lo fue, sir. No pudo resultar mejor —replicó Mr. Magnus—. Es mía, Mr. Pickwick.

—Pues le felicito con todo mi corazón —replicó Mr. Pickwick, estrechando calurosamente la mano de su nuevo amigo.

—Tiene usted que verla, sir —dijo Mr. Magnus—; por aquí, si hace al favor. Dispénsenme, señores, un instante.

Con esta precipitación sacó Mr. Pedro Magnus del gabinete a Mr. Pickwick. Paróse frente a la puerta inmediata del pasillo y dio un golpe suave en ella.

—Adelante —dijo una voz femenina.

Y entraron.

—Miss Witherfield —dijo Mr. Magnus—. Permítame que le presente a mi amigo Mr. Pickwick. Mr. Pickwick, tengo el gusto de presentar a usted a Miss Witherfield.

Hallábase la dama en el fondo de la estancia. Al hacer la reverencia, Mr. Pickwick sacó sus lentes del bolsillo de su chaleco y se los puso. No bien hizo esto, dejó escapar una exclamación de inusitada sorpresa, retrocediendo algunos pasos, en tanto que la dama, sofocando un grito, se tapó el rostro con las manos y se desplomó en una silla. Quedó inmóvil Mr. Pedro Magnus mirando a uno y a otra, denotando su semblante la mayor estupefacción y horror profundo. Todo esto era verdaderamente extraño; pero es el caso que en cuanto se puso los lentes Mr. Pickwick reconoció en la futura señora Magnus a la dama en cuya estancia habíase introducido tan aturdidamente la noche anterior; y tan pronto como los lentes de Mr. Pickwick hubiéronse montado en su nariz, la señora identificó la faz que viera circundada por todos los horrores de un gorro de dormir. Gritó la dama y sobrecogióse Mr. Pickwick.

—¡Mr. Pickwick! —exclamó Mr. Magnus, sin salir de su asombro—. ¿Qué significa esto, sir? ¿Qué es lo que esto significa, sir? —añadió Mr. Magnus en tono amenazador y más elevado.

—Sir —dijo Mr. Pickwick algo indignado por la brusca transición con que Mr. Pedro Magnus había empezado a conjugar en el modo imperativo—, renuncio a contestar a esa pregunta.

—¿Renuncia usted, sir? —dijo Mr. Magnus.

—Renuncio, sir —replicó Mr. Pickwick—. No puedo allanarme a decir palabra que comprometa a esta señora o que despierte en su pecho impresiones enojosas, sin su permiso y consentimiento.

—Miss Witherfield —dijo Mr. Pedro Magnus—, ¿conoce usted a este señor?

—¡Conocerle! —repitió la dama, titubeando.

—Sí, conocerle, señora; digo si le conoce —repitió Mr. Magnus, furioso.

—Le he visto —contestó la dama.

—¿Dónde? —preguntó Mr. Magnus—. ¿Dónde?

—Eso —dijo la dama, levantándose y afrontándole audaz—, eso no he de revelarlo por nada del mundo.

—Ya lo comprendo, señora —dijo Mr. Pickwick—, y respeto su delicadeza; jamás se sabrá por mí, créame.

—A fe mía, señora —dijo Mr. Magnus—, que, teniendo en cuenta mi situación respecto de usted, toma usted este asunto con bastante tranquilidad... ¡con bastante calma, señora!

—¡Cruel, Mr. Magnus! —dijo la dama.

Y empezó a llorar copiosamente.

—Diríjame a mí sus reproches, sir —interrumpióle Mr. Pickwick—; de merecerlo alguien, sólo yo merezco vituperio.

—¡Ah! ¿Sólo usted, verdad? —dijo Mr. Magnus—. Ya veo claro, sir. ¿Renuncia usted a su propósito, no es eso?

—¡A mi propósito! —dijo Mr. Pickwick.

—¡A su propósito, sir! ¡Oh, no me mire, sir! —dijo Mr. Magnus—. Recuerdo sus palabras de anoche, sir. Vino usted aquí para descubrir la impostura y falsedad de un individuo en cuyo honor y veracidad había usted confiado ciegamente... ¿eh?

Aquí dejó escapar un resoplido Mr. Pedro Magnus, y quitándose los lentes azules, quizá por diputarlos inútiles en este acceso de celos, imprimió a sus ojuelos un movimiento circular, verdaderamente espantoso.

—¿Eh? —dijo Mr. Magnus, y secundó el resoplido con redoblada vehemencia—. Pero usted me responderá.

—¿Responder de qué? —dijo Mr. Pickwick.

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