—Ya ve lo que son las cosas. Sus amigos me han tratado mal y uno es sensible.
La mujer no estaba dispuesta a colgar el teléfono.
—Le llamaba porque yo no tengo ningún inconveniente en hablar con usted y es difícil localizarme porque me paso todo el día en la facultad.
—Lástima. Tal vez si hubiera empezado por usted. Pero sus compañeros de crimen me han desanimado, me han dejado como un trapo.
—Yo tengo mi propia teoría de los hechos. ¿No le interesa conocerla?
—Estaba dispuesto a olvidar este asunto.
—La verdad es que el caso es muy interesante.
—Cierto.
—Y que la muerta era un personaje singular.
—Así me lo parecía. Aunque usted y yo no la conocíamos demasiado.
—¿Por qué habla por mí? Usted no la conocía. Yo sí.
—Los periódicos y el señor Dalmases dicen que usted prácticamente la conoció aquella noche.
—Hacía años que la conocía, aunque a distancia. Era una mujer singular. ¿De verdad no le interesa hablar conmigo?
—Lo veo irremediable. ¿A qué hora, mañana?
—Tengo la tarde libre, hasta las siete. Luego he de volver a la facultad para una clase a los mayores de veinticinco años. ¿Conoce usted el jardín del antiguo hospital de la Santa Cruz, el de la biblioteca de Catalunya?
—No me muevo de él.
—¿A las cinco?
—¿Le importaría recorrer los cuatrocientos metros que separan ese jardín de mi despacho?
—¿Y a usted le importaría hacer lo mismo? No me gustan los espacios cerrados.
—¿Cómo nos reconoceremos?
—Yo soy gordita, mejor dicho, de aspecto fuerte, llevo el cabello corto y llevaré en la mano un libro, "Los poderes terrenales", de Anthony Burgess. Es un libro muy gordo.
—Yo no llevaré ningún libro y no me gusta autodescribirme por si me equivoco.
—Hasta mañana.
El caso del testigo voluntario, un título digno de Stanley Gardner. Volvió a tumbarse en el sofá y a concluir que era necesario repintar la casa, practicarle la cirugía estética de una nueva piel, blanca, no blanca, marfileña, blanco roto. La contemplación del techo tuvo sobre él efectos hipnóticos porque se durmió y se despertó braceando por no sumergirse en un mar de timbrazos o por rechazar las mordeduras del teléfono convertido en un animal furioso, irritado por su torpeza de animal dormido y cansado.
—Conferencia desde Bangkok a cobro revertido. ¿Acepta?
—¿A cobro qué?
—Revertido.
—Eso quiere decir que la he de pagar yo.
—Exacto.
—¿Está usted segura?
—¿Segura de qué?
—De que la han pedido a cobro revertido.
—Segurísima.
—Venga, pues.
Y una pausa o un ruido, brevísimo en comparación con la distancia desde la que llegaba.
—¿Pepe?
—El mismo, Teresa.
—Es un milagro que pueda llamarte. Estoy en un apuro. Quieren matarnos, Pepe.
—¿Matarnos? ¿A quién? ¿A toda la expedición? ¿A la raza blanca? ¿A los catalanes?
—A Archit y a mí.
—¿Quién es Archit?
—Es muy largo de contar y no estoy segura aquí. Es mi acompañante. Nos persiguen, Pepe. Te estoy hablando en serio. Haz algo.
—¿Qué puedo hacer?
—Habla con gente. O ven, Pepe.
Era la voz de la angustia, de una angustia radical, primaria, la angustia de vivir o no vivir.
—Han cerrado el metro. Hasta mañana a las siete no funciona el funicular.
—No te burles. Por Dios. No me queda tiempo.
—Dirígete a la embajada.
—Imposible.
—¿Qué quieres que haga? ¡Estoy en Vallvidrera! ¿Pero es que no te has dado cuenta?
—Pepe, por lo que más quieras. Mueve gente. Haz algo desde allí. Es largo de explicar, pero…
El clic es igual en todos los lugares de la tierra y el clic cortó la voz de Teresa Marsé y dejó a Carvalho asido al teléfono como esperando el milagro de la voz o de una voz.
—Barcelona. ¿Han terminado?
—Se ha cortado.
—No ha sido aquí. Ha sido allí.
—Carvalho dejó el teléfono en su horquilla, con cuidado, como si fuera un animal de reacciones imprevisibles. Volvió a tumbarse, pero esta vez los ojos no podían con el techo, los ojos necesitaban divagar al compás del pensamiento o del humo de un buen cigarro. Encendió un Condal del seis, difícil de encontrar en unos tiempos de desastre ecológico multiforme y omnipresente, que reservaba para situaciones críticas y paseó, primero por el living, luego por toda la casa, para salir a continuación al jardín y merecer el espectáculo de la ciudad a sus pies, la soledad de único contemplador de una ciudad dormida. Una ciudad llena de testigos del asesinato de Celia Mataix y llena de personas vinculadas por lazos familiares a Teresa Marsé, y en cambio era él, él el llamado a ser el omnipotente hacedor o deshacedor de una muerte y una vida, él y Biscuter los dos únicos seres. en poder de la clave de la vida y la muerte, él desde la cumbre de la montaña y el pobre Biscuter en el rincón más helado de un hospital junto a una mujer culpable de que él fuera Biscuter y no el general Galtieri o Maradona o Juan PabloIi. Y sin pensarlo dos veces, Carvalho bajó a la calle, subió a su coche y lo dirigió hacia el hospital donde pasó por una etapa previa y larga de "ovni" [Objeto "visual" no identificado] antes de que los conserjes adivinaran que quería acompañar a un amigo en el velatorio de su madre. Clareaba cuando descubrió a Biscuter hecho un ovillo sobre un banco de azulejos, separado de la cámara mortuoria por un falso muro, una estancia que parecía un urinario público sin tazas y exclusivamente motivada para tener un banco sobre el que reposaba una vieja seca como un bacalao, con medias zurcidas y un diente de oro asomante en la boca entreabierta de la que se escapaba un hilillo de líquido amarillo. Volvió junto a Biscuter. Se sentó a su lado sin despertarle. Se le habían despeinado los dieciocho pelos rubiancos del parietal derecho. Tenía cerrados los párpados excesivamente redondos como sus ojos y la cabeza ovoide reposando sobre la bolsa de plástico que se había llevado de casa. Biscuter dormía y sonreía.
La "boutique" de Teresa Marsé estaba en situación de "Cerrada por vacaciones", el ex marido en paradero desconocido, el hijo estaría escondido en alguna madriguera en compañía de la adolescente preñada y era imposible llamar a todos los Marsé de la guía telefónica hasta dar con algún pariente de Teresa. Con todo era más urgente ponerse al habla con la agencia que había organizado el viaje y conocer su duración y cuantas noticias de última hora pudieran darle de Teresa Marsé. La primera información fue poco estimulante. Desde compañías aéreas hasta agencias, pasando por las más diversas entidades, estaban en disposición de fletar un vuelo chárter con destino a Bangkok o a cualquier parte del mundo. Lo más probable es que se tratara de una entidad privada que encarga a una agencia de viajes un itinerario predeterminado. De repente Carvalho recordó que el viaje había sido organizado por una sala de fiestas y el nombre de la agencia que solía trabajar para aquella sala de fiestas no tardó en figurar en su agenda y en su cerebro, donde lo repetía como si quisiera remacharlo para que no se escapara. Hacia el mediodía, Carvalho estaba sentado ante un vicepresidente segundo o tercero de la agencia y escuchó un memorial de agravios sobre la poco recomendable viajera, Teresa Marsé.
—A los diez días de viaje recibimos un télex dándola por desaparecida. Luego reaparece, pero se va por su cuenta y no sigue el itinerario. Las irregularidades comienzan en Bangkok y la última vez que el guía responsable del viaje estuvo en contacto con ella fue en Chiang Mai, al norte de Thailandia, es una excursión potestativa pero que asumen casi todos los viajeros. En Chiang Mai esta señora o señorita desaparece y ayer recibo un cable angustiado del guía diciendo que lo ha comunicado a la embajada y que cuantas averiguaciones se han hecho no llevan a ninguna parte. Ha desaparecido. Y todo conduce a pensar que ha desaparecido voluntariamente.
—Yo recibí una llamada ayer noche de ella y parecía muy asustada, como si la persiguieran.
—Compréndalo, yo hasta que no vuelva la expedición no tendré otros elementos, pero de momento sé que ella se ausentó voluntariamente, que ha hecho su vida al margen de los itinerarios preconcebidos, que la embajada ha tomado sus medidas para encontrarla y que la policía no ha sabido o no ha querido encontrarla. Usted ya sabe que la policía en estos países no es lo mismo que en Europa.
—Pero la embajada ¿no ha podido saber algo?
—A nosotros nada nos ha dicho. Tal vez si algún familiar se dirige a la embajada entonces las cosas cambien. ¿Es usted pariente?
—No.
—La expedición vuelve pasado mañana. Aún estamos a tiempo de que esa señora se incorpore a ella y todo acabe bien. Mientras tanto si usted puede localizar a la familia podría sernos de mucha ayuda.
¿Desde dónde llamaba Teresa? Desde ningún lugar estable para ella, porque de lo contrario le habría dado una dirección, un teléfono. ¿Y si todo fuera una broma de mal gusto? ¿Pero por qué ahora, precisamente ahora, la primera broma de unas relaciones amistosas que estuvieron a punto de empezar mal? [Véase "Tatuaje", del mismo autor]. Las vecinas de la "boutique" lo sabían casi todo. El disgusto que le había dado Ernest el hijo, a su madre, que desde hacía dos meses el chico no había aparecido y que debía estar por ahí, dicen que por La Floresta, viviendo en una comuna, en una de esas viejas torres semiabandonadas. ¿El marido? Vaya usted a saber dónde para el marido. Va por la vida de "hippy" en Ibiza. ¿Los padres de Teresa? Ya son muy mayores y no entienden lo que pasa en esta casa. Las vecinas sabían que los padres de Teresa no entendían lo que pasaba en aquella casa. ¿Por dónde empezaba?
Ir torre por torre, de vaharada de hachís en vaharada de hachís, preguntando por el chico de Teresa era como jugar a la lotería, mientras a Teresa la podían estar haciendo trizas en aquel mismo momento.
—Los señores Marsé ya no viven aquí. Desde que el señor Marsé se jubiló se han ido a vivir a la torre de Masnou. Sólo vienen una vez cada quince días, porque al señor aún le queda algo que hacer en los negocios. ¿En Masnou? Le será fácil localizarlos. Viven en "Mas Maymó". No tiene pérdida. Usted llegará a una casa de esas que venden coches de segunda mano, eso que se llama Eurocasión, y al lado mismo pone el letrero "Mas Maymó".
Visitar a los viejos Marsé era un magnífico pretexto para almorzar en el hostal del Binu, en Argentona, y asomarse a un paisaje que siempre quedaba a sus espaldas. Animal urbano, Carvalho tenía su selva particular en las laderas del Tibidabo y dejaba que el mar le salpicara los pies en las escaleras del puerto, un mar sucio, encharcado. Para mares limpios e infinitos le bastaba la contemplación del Mediterráneo desde Vallvidrera, un horizonte vislumbrado los días de viento, purificada la ciudad de la contaminación, y de pronto la sorpresa del mar e incluso de poderosos barcos con estela hacia las Baleares o el golfo de León. Paisaje blanco y beige con las cicatrices regulares de los sarmientos, el Maresme tenía una luz blanca y unas playas sin carácter, tal vez como contraste a la belleza acuarelística de las entrañas viejas de sus pueblos desbordados por la barbarie inmobiliaria. Cada pueblo había crecido al pie de una torrentera que con el tiempo se había convertido en frondosa rambla de profundas humedades, frondosa y traidora cuando de pronto las lluvias recuperaban su voluntad de río y se llevaban a la mar personas lentas y coches aparcados. Carvalho subió por la rambla de Masnou hasta encontrar el comercio de coches usados Eurocasión y la indicación "Mas Maymó". Entre viñedos, tapias con historia, pitas y chumberas, eucaliptos y pinos, por un camino de tierra clara, Carvalho llegó ante la verja de hierro que le cerraba el camino hacia "Can Maymó". Un portero automático le permitió un incómodo diálogo de identificación que finalmente se redujo a un: "Vengo de parte de Teresa". Se oyó un chasquido y se separaron los dos cuerpos de la puerta férrica para que Carvalho los empujara y dejara suficiente espacio al coche. Carvalho penetró en un sendero tapizado de gravilla que desembocaba en una rotonda con estanque y cuatro palmeras puntos cardinales. Una masía tan tradicional como enorme, pintada color crema y con un reloj de sol en el frontis superior, un cortacésped automóvil conducido por un viejo con sombrero de paja y una criada filipina descendiendo los escalones que separaban la puerta de entrada del coche de carvalho. La filipina le introdujo en un zaguán presidido por un enorme jarrón de Manises del que colgaban enredaderas de interior y más allá una escalinata de granito respaldada por una vidriera policrómica contra la que restallaba inútilmente un sol condenado a la domesticación y, como si hubiera escogido el rosetón policrómico como fondo propicio, un hombre viejo y grande, con un bastón en una mano y lo demás tapado por un batín de seda excesivamente grande para su enorme cuerpo. El hombre blandió el bastón hacia Carvalho y tronó desde las alturas.
—¡Nuestra conversación sería inútil! ¡Yo tenía una hija que se llamaba Teresa, pero ha muerto para mí!
Una vieja figurilla de porcelana empezó a bajar la escalera a saltitos mientras pedía paciencia al gigante.
—Higinio, no te excites. Tranquilízate. Es por tu bien.
—¡O ella o yo!
Seguía tronando el señor Marsé al tiempo que iniciaba un descenso digno de un Emil Jannings y llegaba hasta Carvalho para darle la espalda y encaminarse como una carroza triunfal hacia un salón con piano y tresillo isabelino. El gigante cerró los párpados llenos de quistes de bolitas de grasa y se sentó mientras su mujer le pedía por señas a Carvalho que no le hiciera demasiado caso.
—¿Qué ha hecho ahora esa desgraciada?
—No te pongas así, Higinio. Es por tu bien.
—Cállate, que tú tienes alma de alcahueta. De no haber sido por ti, de otra manera hubieran crecido tus hijos. Venga. Hable cuanto antes. Ya estoy preparado para todo.
Carvalho empezó por el principio, la llamada de Teresa, el problema de su hijo, la necesidad de marcharse. Luego los telegramas. El telegrama alarmante. La llamada telefónica. Sus dudas y sus temores. El viejo asentía como si cuanto le contara Carvalho confirmara todo lo que pensaba sobre su hija.
—No me extraña nada. Pero es que nada. ¿Oyes? Así tenía que terminar. Primero la boda con aquel desgraciado, más desgraciado que ella. Luego el divorcio y esas amistades que se buscó. Hasta se metió en política una temporada, después de la muerte de Franco. Se hizo socialista. Supongo que para mortificar a su padre. Sabiendo que los rojos me lo quitaron todo en el treinta y seis y tuve que empezar de nuevo. Luego las historias con señores. Porque cada semana cambiaba y de vez en cuando salía con alguno que podía ser su hijo, cuando no salía con alguno que podía ser su padre. Por si faltara poco, de tal palo tal astilla, el nieto es otro desgraciado que se deja enredar y ¡hala!, ¡a preñar se ha dicho! En vez de afrontar esta desgracia, coge un avión y se marcha a… ¿Adónde ha dicho usted? A Bali, con los camellos o con los monos, y ahora en Bangkok, y nada más llegar ya la ha armado.