Los pájaros de Bangkok (5 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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—¿Quién era?

—Charo.

—Qué bestias. Nos lo hemos acabado todo.

—No viene a cenar.

—Me voy a ir. Tengo trabajo atrasado.

—Tranquilo. Es preferible que te quedes.

Charo desembocó en el comedor como un río turbulento pero se contuvo ante la compañía de Carvalho y hasta consiguió dedicar a Fuster una sonrisa sustituida por la desesperada cólera con la que cargó contra Carvalho.

—¿Estás mal de dinero?

Le temblaba la barbilla, se le escapaba la sonrisa por los agujeros de los ojos tristes.

—No. ¿Por qué?

—Mi madre decía que donde comen dos comen tres.

—Se me ha ocurrido de repente. Y pensaba que tendrías trabajo.

—Otras veces no has pensado tanto.

Carvalho le ofreció lo que quedaba del Gorgonzola.

—Te lo guardas. Para el bocadillo de mañana.

Y salió Charo en busca del cuarto de baño, pero el sollozo se le quebró por el camino y sólo lo tapó el golpe de la puerta al cerrarse tras ella. Carvalho miró a Fuster y enarcó las cejas. Fuster bebió el vino que le quedaba en la copa e hizo ademán de levantarse.

—Si no te vas saco un oporto de doce años auténtico.

—Pepe, eso no se le hace a un buen vecino.

—Si tienes paciencia estallará la tormenta y luego nos tomaremos el oporto los tres.

Trajo Carvalho la botella de Fonseca doce años y Fuster la contempló arrobado.

—El mundo debe a los ingleses el amor a los perros, al jerez, al oporto y a los rododendros.

Fuster examinaba el color del vino poniendo la copa a contraluz y por el rabillo del ojo vio acercarse a Charo, despacio, como tratando de ganar tiempo para recomponer el gesto después de la llantina.

—Ven, Charo, mira qué maravilla de color.

Cara llorona, sonrisa amontonada sobre el maquillaje base de la tristeza.

—Pasarían cien años, volvería una noche a Vallvidrera y os encontraría a ti y a éste mirando el color de un vino o hablando de un plato raro. Ya puede hundirse el mundo ya, que como vosotros tengáis una receta nueva os pillará guisando.

—"Bebamus mea Lesbia atque amemus". Ahora bebe, Charo, y a las penas puñaladas, como dicen los clásicos.

—Eso lo decía mi madre, no los clásicos. Decía: "A las penas puñalás".

—Tu madre era un clásico.

—Anda ya.

Carvalho contemplaba el ir y venir de la conversación, desganada en Charo, voluntarista en Fuster. Llenó una copa de oporto y se la tendió a Charo. La cogió ella sin mirarle y lo probó. Parecía más delgada que once días atrás, más alta su garganta de muchacha, más profundas sus arrugas en torno a los ojos, más trasparente la piel de las sienes, de los párpados, una película de humedad en los ojos enrojecidos, poquedad en el gesto de animal vencido por internas calamidades. Le irritó la sensación de piedad qué le crecía y se levantó de la mesa para tumbarse en el sofá y contemplar desde allí el fuego en la chimenea y el diálogo entre Fuster y Charo. Fingía no percibir los reojos que la mujer le dirigía de vez en cuando, se adormiló y le despertó Fuster para despedirse, no le dio tiempo a levantarse y acompañarle hasta la puerta. Tenía ganas de irse y Carvalho se rindió a lo irremediable. Se quedó sentado, oyó el ruido de la puerta al cerrarse tras Fuster y se predispuso a la escena. Charo, sentada, con la copa entre las manos, falsamente ensimismada, en busca de la primera frase, y él agazapado, dispuesto a devolver golpe por golpe, diente por diente.

—A él le utilizas para cenar acompañado, ¿y a mí? No lavo tu ropa. No cuido tu casa. Tampoco cuido de tus hijos. Puedes pasarte semanas sin joder conmigo, ¿para qué me utilizas? O quizá te crees que gracias a ti no soy más puta de lo que soy, no soy una de esas arrastradas con chulo y miseria. ¿Para eso te sirvo? ¿Para la buena acción diaria?

No se merecía ni una réplica airada ni el desprecio de un mutis. Optó Carvalho por dejarse caer en el respaldo del sofá, corresponder a la angustia de Charo con la gravedad del rostro.

—Estoy cansada.

Dijo Charo y se echó a llorar. Yo también, pensó Carvalho, pero no lloró. Recordó entonces la conmoción emocional del viejo Daurella. Allá cada cual con su escuela de arte dramático. Charo no resistió más y acudió junto a él, se sentó a su lado, buscó el abrazo, quiso meterse en su pecho como si fuera una cueva y estuviera lloviendo fuera. Me das tu angustia y me la quedo. Soy tu banco de angustia, de miedo. Le acarició los cabellos y la dejó llorar.

8

Detuvo el coche junto a un quiosco. Los diarios de la mañana comentaban la próxima visita del Papa y las elecciones anticipadas en la imposibilidad, al parecer, de anticipar un papa y visitar las elecciones. Superman Woytila había sido el primer cargo supremo del cristianismo que llegaba a España, descontando al Papa Luna, papa ful, y a los apóstoles Santiago y Pablo, importantes, sí, pero sin una jerarquía precisa. Tras la divagación sugerida por la primera página, Carvalho se fue en busca del caso de la botella de champán y leyó toda la información de arriba abajo antes de poner el coche en marcha y acudir a la cita de los Daurella. Poca información, como si el caso estuviera ya consumido y la noticia de una niña perdida en Ulldecona fuera más importante que la historia de la hermosa rubia rota. Pero en cambio había una fotografía de la víctima mucho mejor que la del día anterior y Carvalho examinó facción por facción aquella delicada combinación de rasgos suaves, románticos, dotados de esa languidez ingenua y erótica que tienen las mejores rubias. La policía había interrogado a su ex marido. También se insinuaba la posibilidad de un ajuste de cuentas, porque la rubia tenía en su casa un verdadero arsenal de anfetaminas. Carvalho paró el coche en un chaflán para anotar el nombre de cuatro protagonistas de la tragedia: Pepón Dalmases, el acompañante habitual, conocido en el mundo musical como uno de los hombres vinculados al nacimiento de la Nova Cançó; Alfonso Alfarrás, el marido, un arquitecto sin ocupación definida, aseguraba el periodista; Marta Miguel, la última que la vio con vida, profesora de universidad, y Rosa Donato, compañera de Celia Mataix al frente de una tienda de antigüedades. La que sigue sin explicarse el porqué mamá no vuelve es la pequeña Muriel, hija de Celia y Alfonso Alfarrás, que vive ajena al drama en casa de sus abuelos "maternos". Faltaban dieciocho años para acabar el siglo y aún quedaban niños que vivían "ajenos al drama" refugiados en casa de sus abuelos maternoss. Aún quedan abuelos. Y maternos. No quiso pavonearse ante sí mismo, pero trató de recordar el tiempo transcurrido entre los primeros escritos presocialistas denunciando el papel perpetuador del sistema que tenía la familia y la pequeña Muriel "ajena al drama" refugiada en casa de sus abuelos maternos. Maternos, se repetía una y otra vez Carvalho, como si le sorprendiera una cierta redundancia de fondo entre la condición de abuelos y maternos. ¿No basta con tener abuelos? ¿Además han de ser maternos? ¿o paternos? La hermosa rubia había dejado de tener abuelos. Celia. Muriel. Spaghetti a la Annalisa. Salmón y basilico. Si la niña se llamaba Muriel sería rubia como su madre. Aquella zona de Pueblo Nuevo era una retícula de agencias de transportes y sólo en las estribaciones, ya cerca del mar o de la Vía Meridiana, surgía el capricho de los almacenes dedicados a las mercancías caprichosas. Toldos y Piscinas Daurella, S.A. era un rótulo fresco, pintado con paciencia por un rotulista antiguo cuando los Daurella habían decidido añadir las piscinas de caucho a su negocio tradicional. El coche de Carvalho pasó bajo el rótulo y circuló por un camino asfaltado hacia la oficina prefabricada donde le esperaba el final del drama, la apoteosis a cargo del viejo dispuesto a amortizar la minuta de Carvalho asumiendo el primer papel: el rey Lear de Pueblo Nuevo señalando al hijo desagradecido que había traicionado su confianza.

El viejo no le defraudó. Ni un asistente ajeno a la familia. Mozos, mecánicos y oficinistas habían sido enviados a la trastienda oscura del negocio y toda la familia Daurella estaba allí con sus guardapolvos azules, menos Pablo, predestinado con su traje de entretiempo comprado en Londres y una corbata italiana. Dramáticos los rostros de Daurella y su mujer, agrupadas las hembras en torno de la madre y ellos en torno del padre. Pablo, dicharachero, juguetón con las palabras y las manos, llamando sabueso a Carvalho y guiñándole el ojo. Miradas que no se aguantan entre los hombres; en cambio, no necesitan mirarse las mujeres, llevan aprendido el oratorio y sólo esperan la entrada del maestro polifónico. El viejo Daurella se coloca detrás de la mesa y levanta las manos. La misa va a empezar. Hace una breve historia de lo ocurrido, elogia la tenacidad de la Mercé, su olfato, la sorpresa primero, la inquietud, la indignación final al saber, gracias al "benemérito" señor Carvalho, "benemérito, benemérito", un adjetivo nuevo que le había caído sobre los hombros.

—Y en fin. Para qué seguir hablando. Faltan seis millones de pesetas…

La mirada del viejo recorrió uno por uno todos los rostros presentes y de pronto cayó como un picotazo sobre Pablo.

—Y esperamos que tú, Pablo, nos des una explicación.

Pablo miró a derecha e izquierda, luego detrás de sí, finalmente se miró a sí mismo.

—Pablo soy yo. O sea que es a mí.

—A ti, sí, Pablo, me dirijo. ¿Dónde están esos seis millones?

—Bueno… bueno… bueno…

A Pablo se le empezó a acabar la paciencia y avanzó hacia la mesa patriarcal.

—O sea que yo. Ya sabía que me iba a tocar a mí.

La mujer de Pablo hizo el ademán de ir hacia su marido, pero la vieja Mercé la contuvo con una mirada de secuestro.

—¡Pruebas! ¡Pruebas!

Daurella le tendió la carpeta que le había dado Carvalho el día anterior. Pablo la abrió con toda la sorna que pudo reunir en el rostro, ojeó los papeles primero con displicencia, luego con preocupación, finalmente cerró la carpeta, la arrojó sobre la mesa y volvió la espalda al patriarca.

—Números y más números. Yo no trabajo con números. Trabajo con contactos humanos.

—"Bandarra, més que bandarra"!

Le gritó el viejo y le tiró un bolígrafo. Un grito coral salió del rincón de las mujeres y la holandesa dijo algo parecido a que si se producían escenas de violencia física ella se iba. La señora Mercé creyó llegado el momento de intervenir, fue junto a su marido, le cogió las manos y le ofreció el pecho para su cabeza de anciano atribulado.

—¡Y le diré dónde están esos millones!

Se había vuelto de pronto el inculpado y señalaba furioso la carpeta que le acusaba.

—¡Están en el negocio! Todo me lo he gastado tratando de demostrar que esto no era un negocio de calderilla. ¿Cómo creen que se trabaja ahora, eh? ¿Yendo en tartana a ver a los clientes, como el padre del viudo Rius o como el señor Esteve? Ahora el negocio te ha de lucir y pobres de nosotros si nuestro crédito en toda España dependiera de esto…

Y al decir esto abarcó con la cabeza todo el ámbito de los almacenes Toldos y Piscinas Daurella, S.A. y a los Daurella incluidos.

—¿Cuánto cuesta una cena en La Hacienda, de Marbella, por ejemplo?

Le preguntó de pronto Pablo a su cuñado Jordi.

—Ni idea, claro. Treinta mil pesetas.

—¿Treinta mil pesetas? ¿Por una cena?

El viejo Daurella calculaba mentalmente la cantidad de pato con peras o de "escudelles amb carn d.olla" que se podía comprar con treinta mil pesetas.

—Y nada del otro mundo. Seis clientes. Una botella reserva Vega Sicilia. ¿Cuánto vale una botella Vega Sicilia Gran Reserva?

Preguntó Pablo de nuevo a su desconcertado cuñado Jordi.

—Veinticuatro o veinticinco mil pesetas.

Le informó Carvalho desde su rincón.

—Usted cállese que bastante lío ha armado.

Le espetó Pablo y le coreó su mujer.

—Sí, que se calle, porque vaya una ha armado.

Todas las mujeres miraban a Carvalho como si él hubiera hecho el desfalco.

—Una cena, pase. Treinta mil pesetas tiradas.

—No son tiradas, Pere. No son tiradas. Son para las relaciones públicas.

Le corrigió su mujer mientras le acariciaba la frente.


"Tu també, Mercé?


Ho ha fet amb bona intenció. Una mica alegrement, peró amb bona intenció"
[Lo ha hecho con buena intención. Un poco alegremente pero con buena intención].

Fue el momento escogido por Esperança para lanzarse en brazos de su marido, pero Pablo la rechazó.

—Aparta. Vete con tus padres. Me habéis calumniado porque no soy de los vuestros. Siempre me habéis tratado como a un extraño.

—Eso sí que no, Pau, ¿eh? Eso sí que no.

Exclamó el viejo Daurella.

—Y yo mientras tanto dando la cara por el negocio. Ustedes se creen que todo consiste en abrir la puerta a las ocho de la mañana y cerrarla a las tantas de la noche y venga a cargar camiones. ¿Y los pedidos? ¿Ustedes saben lo que es vender en España, hoy, con la crisis que hay? ¡Seis millones! ¿Cuánto hemos facturado este año? ¿Cuántos cientos de millones? Me he pateado España cien veces en un año para que venga un don nadie, haga las cuentas de la abuela y, para cobrar una buena minuta, diga: ése, ése es el culpable.

—¡Vámonos de esta casa!

Gritó histérica la Esperança, Esperanceta, como la llamaba su padre, morenita como su padre, una morenita de cuarenta años.

—¡No volveréis a ver a los niños!

Exclamó la Esperanceta cogiendo la mano de su marido y tirando de él. Las manos del viejo trataban de contener a distancia la fuga de la hija, el rapto de los nietos, y en su desesperación miraba a Carvalho, riñéndole por el lío en que le había metido, y a su mujer en espera de una salida airosa. Carvalho ya tenía bastante. Se acercó a la holandesa y le tendió la hoja con la minuta. La holandesa se inclinó sobre la mesa, llenó un cheque y se lo pasó al viejo Daurella. Interrumpió el discurso apenas iniciado para firmar y entregar el cheque a Carvalho sin mirarle.

—Tal vez nos hayamos puesto todos demasiado nerviosos. Hablando la gente se entiende. Tú, Pau, reconócelo, te has pasado, porque muchas cenas a treinta mil pesetas y no duramos un año. ¿Qué os daban de cenar? "Collons de mico amb beixamel"? [¿Cojones de mono con bechamel?].

Todos ríen la gracia del padre, sobre todo la señora Mercé, las mujeres, luego los hijos, menos Ausiás, que contempla tristemente un rincón lejano del patio, y hasta Pablo se contagia y ríe el chiste de su suegro, mientras su mujer ha cambiado de dirección y en vez de tirar de él hacia afuera le está empujando para que vaya hacia la mesa y haga las paces con el patriarca. Y cuando Pablo va hacia la mesa tropieza con Carvalho en retirada y sólo los más próximos advierten que Carvalho le pellizca una mejilla y le susurra: todos los golfos tienen suerte, y se va, dejando a sus espaldas miradas de alivio, de rencor, de vencido desconcierto en los ojos del patriarca.

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