—Estás muy ocupada.
—¿Ocupada? ¿En qué? ¿Tú has visto las páginas de los diarios? Hay tanto puterío que se va a acabar el paro. ¿Qué mosca te ha picado que me has llamado?
—Haré cena, y si te animas te espero en Vallvidrera.
—No estoy de humor.
—No hay nada como contagiar el mal humor a los demás.
—Eso es verdad. Igual me acerco. ¿Sigues lo mismo que la última vez que te vi?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Es que ya no me acuerdo de cuándo fue.
—Diez días.
—Once.
La conversación era previsible, tan previsible que Carvalho pasó de largo ante la cabina y sintió de pronto una nueva vergüenza, la de llevar un jamón, un obsceno jamón aromatizado por bellotas, el resultado de una atávica artesanía de la conservación en la era de los langostinos congelados y las hamburguesas de fiberglass, y cuando volvió la vista para llevarse una impresión de conjunto de la nueva vieja plaza del Padró, sintió una cólera profunda porque se la habían devuelto tarde.
Detuvo el coche ante la casa del gestor Fuster. Pulsó el timbre y Fuster apareció segundos después en la terraza, acentuado su aire frailuno por el batín.
—Spaghetti a la Annalisa y saltimboca a la romana.
Gritó Carvalho desde la calle.
—Sólo te acuerdas del electorado cuando hay elecciones. Pareces un político. ¿Vino?
—Un chianti, reserva del 76.
Fuster meditó y opuso.
—Aún me debes el segundo plazo de la declaración de renta. No considero la cena como un sustituto del pago. ¿Encenderás la chimenea?
—Eso está hecho.
—¿Quemarás un libro?
—Naturalmente.
—Festival Carvalho completo. Entonces voy. Te doy una hora para que empieces a guisar. Yo te obsequiaré con un frasco de trufas de Villores al coñac y un tarro de lomo en adobo, flaons y unas alpargatas.
—¿Todo de Villores?
—Absolutamente todo. No va a ser de Trípoli. A ver si estás a la altura de mis regalos.
Carvalho ni siquiera perdió tiempo vaciando el buzón. Toda la correspondencia eran anuncios de cosas que nunca compraría y estados de cuenta bancaria y de la Caja de Ahorros que le ponían de mal humor porque siempre tenía menos dinero del que esperaba. La perspectiva de una vejez sin dinero suficiente como para que alguien le limpiara el culo si era necesario le indignaba, porque le indignaba tener miedo y sobre todo de sí mismo. Subió de la despensa hasta la cocina una pulcra caja de cartón de la que sacó un electrodoméstico ambiguo que igual podría ser una picadora de carne o una destiladora portátil de ambrosía. Pero en realidad era una máquina de hacer pasta italiana, por el simple procedimiento de meterle harina y agua o huevo por un pasadizo de plástico trasparente, poner el filtro según el tipo de pasta apetecida y esperar a que salieran las tiernas criaturas, y al adquirir la longitud deseada un cuchillo bien afilado para irlas cortando y darles la belleza de la regularidad. Pasarse de agua o huevo podía significar una catástrofe y Carvalho comprobó la exactitud del medidor como si en ello fuera la salvación de un pueblo escogido. La máquina empezó a girar y a quejarse y cuando la pasta estuvo correctamente amasada, Carvalho retiró la compuerta de la esclusa y el glaciar de pasta pasó al pasillo de salida impulsado por un émbolo en espiral que la enfrentó a la evidencia del filtro, a la fatalidad de la forma, sin respetar su voluntad de ser tagliatelle, spaghetti, lasagna, spaghettini o macarrones. Carvalho la esperaba con el cuchillo a punto y en cuanto los gusanillos tiernos alcanzaron la estatura de cuarenta centímetros los rebanó y cayeron agónicos en una fuente de duralex donde aún se permitieron algún retorcimiento antes de adquirir el rigor mortis que suelen tener todos los spaghettis tiernos o cocidos, a la espera del próximo genocidio perpetrado por Carvalho contra la cascada de gusanillos tenaces que volvía a salir del filtro prodigioso. El cuchillo en una mano y la otra palpando el montón de spaghettis que se iba formando, Carvalho experimentaba una emoción que él suponía similar a la de Dios cuando hizo evolucionar al rape y lo convirtió en el primate del que saldría el hombre. Harina y agua y el prodigio de una mutación infravalorada por la banalidad que el uso había otorgado a la palabra spaghetti, pero si estos maravillosos filamentos de textura mágica tuvieran un nombre alemán, griego o latino, los tres idiomas no banalizables, serían apreciados como se merecían y dispondrían de un lugar de honor en cualquier Museo del Hombre. Cubrió la pasta con un paño y salió al jardín en busca de las hojas de salvia fresca, indispensable para el saltimboca y de las de basilico que cultivaba en una maceta para los platos de pasta. La mata de basilico se estaba secando cumplido su cielo vital, y Carvalho se despidió de ella hasta la próxima primavera. Mientras tanto utilizaría el basilico secado al sol y triturado. Empezó por guisar la saltimboca. Tajada de carne, hoja de salvia, loncha de jamón y un mondadientes para unir los tres elementos y así hasta catorce cuerpecitos entablillados que debían freírse instantes antes de sentarse a la mesa. Tampoco era laboriosa la preparación de los spaghettis. Picó cebolla, la hizo traslúcida rehogándola en mantequilla, apartó la sartén del fuego y vertió su contenido en un cuenco. Por separado batió nata líquida muy fría hasta espesarla y la fue añadiendo a la mantequilla y la cebolla. Luego picó el salmón en trocitos lo suficientemente grandes como para ser detectada su textura por la lengua y los mezcló con la salsa a la que finalmente añadió basilico trinchado. Ya estaba todo preparado a la espera de Fuster, que llegó cargado con sus regalos y señaló imperativamente la chimenea apagada, olisqueó el vino y puso la mesa mientras Carvalho buscaba en la biblioteca el libro que iba a servir de combustible base para la fogata. Eligió un libro de versos de Justo Jorge Padrón y un pequeño librito con dos piezas teatrales de Beckett, "La última cinta" y "Acto sin palabras". Fuster examinó los libros antes de que Carvalho los desguazara y quemara.
—¿Por qué?
—Ante todo porque son libros y luego porque sí.
—¿Los has leído?
—Hace años. Cuando leía.
—¿Quién es Justo Jorge Padrón?
—Un poeta hispanosueco que tradujo a Vicente Aleixandre al canario y se hizo famoso.
—¿Por qué quemas el otro?
—No he nacido para crítico literario. Digamos que lo quemo porque me gustó en su tiempo y porque a medida que me hago viejo me da miedo sentir algún día la tentación de volver a leerlo.
Fuster selecciona un párrafo de La última cinta y lee con grandilocuencia cómica:
—"Quizá mis mejores años han pasado. Cuando tenía alguna probabilidad de ser feliz. Pero ya no deseo más probabilidades. Y menos ahora que tengo ese fuego en mí. No, no deseo más probabilidades. (Krapp permanece inmóvil, con los ojos fijos en el vacío. El carrete continúa rodando en silencio").
Entregó el libro a Carvalho como el aduanero receloso que devuelve el pasaporte a un turista bajo sospecha. Carvalho apiló la leña y dejó un hueco en la base para introducir las hojas de los librillos destrozados. Prendió fuego al papel y la llamarada subió como un crescendo de luz y sonido que les hipnotizó durante unos segundos, hasta que Carvalho marchó hacia la cocina y Fuster se dispuso a poner la mesa.
Lanzó Carvalho los spaghettis en el agua bulliente y salada y mientras se cocían empezó a freír la saltimboca. Puso en marcha el horno para que en su momento conservara la temperatura de la carne y probó un spaghetti. Los dientes lo cortaron sin aplastarlo y el paladar notó la textura de la harina en el momento de robarle el aroma del cereal. Estaban a punto. Tiró el agua caliente y añadió a la salsa dos yemas de huevo que batió con todo lo demás. Vertió la salsa sobre los spaghettis humeantes y con una cuchara y un tenedor subió y bajó los filamentos como cabelleras untuosas que se iban impregnando del alma marfileña de la salsa. Fuster abrió las botellas de vino, cerró los ojos para que las narices tuvieran una mayor posibilidad de aspirar el aroma del plato.
—¡Porca miseria!
Fuster se lanzó a cantar la romanza del "Cosí fan tutte".
—Pon algún disco que vaya bien al menú.
Carvalho puso "Veles e vents", un poema de Ausiás March musicado por Raimon.
—Acertadísimo. La simbología del mar y de los vientos, el riesgo del destino, no hay nada tan apropiado como estos spaghettis a la… ¿Cómo dices que se llaman?
—A la Annalisa. Es una denominación mucho más determinante que la de: "a la buena mujer", por ejemplo.
—Jamás he comido un plato hecho "a la mala mujer".
—Las malas mujeres no cocinan.
Fuster paladeaba los spaghettis y concentraba pensamiento y paladar en busca de la sanción más justa.
—Nórdicos y mediterráneos.
Dijo finalmente y al no merecer respuesta de Carvalho decidió lanzarse sobre la saltimboca antes de que enfriara.
—Tiene un toque de limón poco ortodoxo.
—Sobre el fondo que ha dejado la fritura echo el zumo de medio limón y luego vierto esta leve salsa caliente sobre la carne.
—Maravilloso, ocurrente, breve. Un plato mediterráneo y genial.
—Comida de putas, le llaman en Roma.
—¿Por qué?
—Porque se hace en seguida.
—¿Y sobre el origen de los spaghetti Annalisa qué puedes decirme?
Carvalho terminó su tercera porción de saltimboca, bebió media copa de vino sólido, ahuevado en su aroma final, chasqueó la lengua y lanzó sobre Fuster una mirada de encantador de serpiente.
—Sobre el origen de este plato, nada puedo decirte. Pero lleva el nombre de spaghetti Annalisa y me imagino que la misma duplicidad del nombre traduce la duplicidad de un plato en el que la elementalidad de la cocina del sur se mezcla con la invasión vikinga de salmones ahumados y cremas de leche.
—Los vikingos llegaron hasta las costas de Italia.
—Aún no habían llegado los spaghetti.
—¿Llegaron antes los vikingos que los spaghetti?
—Sin duda.
—Y antes que los vikingos llegaron los salmones. La memoria de los salmones indica que son peces anteriores a la existencia humana y que remontan los ríos en busca del lugar de origen. En cualquier caso la tal Annalisa ha hecho una síntesis norte sur y nos ha dejado un enigma histórico: ¿qué fue primero, el vikingo o el salmón ahumado? Por otra parte hay aportaciones italianas como el basilico y una señal norteña, la de la crema de leche, los platos con crema de leche son de países lluviosos y por lo tanto con pastos y por lo tanto con muchas vacas y por lo tanto con la posibilidad de hacer muchas cosas con la leche, en vez de bebérsela de una manera primate, como siempre hemos hecho nosotros, españoles de mierda, de secano, siempre con sed y con pocos pastos y con pocas vacas y con poca leche.
—Desde que se murió Franco hay más crema de leche en los supermercados.
—Lo había observado.
—¿Qué tenía Franco contra la crema de leche?
—No lo sé. El Caudillo era muy reservado. Pero sin duda desde que se murió esto se ha llenado de socialistas y crema de leche.
—¿Dónde estaban antes los socialistas y la crema de leche?
—Hay que averiguarlo.
—La verdad es que me importa un pimiento.
Estaba contento Fuster porque, dijo, se trata de una cena ligera y no de esos escándalos dietéticos que a ti se te ocurre hacer a las tres de la madrugada. Sea escándalo dietético o no, tú igual vienes. La carne es débil, aceptó Fuster antes de lanzarse sobre la segunda botella de chianti. Las catorce saltimbocas fueron desapareciendo en las pausas de una conversación que Fuster llevaba hacia el terreno de la música y Carvalho hacia el de la nada. El reto de Fuster: sorpréndeme con un postre adecuado, hizo sonreír a Carvalho que se fue en busca de un Gorgonzola que desmontó la penúltima resistencia del gestor y mientras Fuster exponía su sabiduría empírica sobre el punto exacto del Gorgonzola en relación con el punto del Roquefort o del Cabrales, Carvalho viajaba por un espacio lleno de imágenes rotas de jamón, plaza del Padró, una acacia de Toldos y Piscinas Daurella, S.A., una botella de champán rompiéndose contra una cabeza, Charo paseando impaciente a la espera de su llamada telefónica, Biscuter en su cocinilla, las serpientes ahumadas colgando en los tenderetes del mercado de Bangkok y aquel aroma a perejil rizado que inundaba la ciudad, del perejil al basilico y del basilico a aquella situación irracional que transcurría ante él, una cena de comunicación en la que cada loco había traído su tema y la solidaridad profunda estaba condicionada por un encuentro por separado en la comunión de los sabores.
—Las elecciones están al caer.
Dijo Fuster sin que Carvalho estuviera al tanto para saber de dónde venía aquel fragmento de monólogo.
—Es curioso. La democracia se resume en votar y pagar impuestos. La democracia avanzada. Votas para elegir una política y pagas para garantizar el orden o el desorden social, según los gustos. No se te olvide mandarme el talón del segundo plazo.
—Pagar los impuestos me quita el poco humor que tengo. Pago para que no haya sorpresas. Ya sólo pueden sorprenderte los restaurantes nuevos y la gente que está al frente de los restaurantes nuevos. Un abogado mío, Víctor Sen, ha montado un restaurante que se llama Sukursaal y en el que ahora está ensayando cocina de Lyon.
—Antes los restaurantes los ponían los cocineros y ahora los ponen los comensales. No hay ni un restaurante nuevo que no haya salido del sueño de un comensal, de lo que quería comer el comensal.
—En el Sukursaal tienen un carpaccio excelente.
—El carpaccio depende de la clase del buey y del corte.
—Por tu boca habla la verdad.
—Y no hay buey como el de Villores. Si quieres encargo un buey entero y te doy un cuarto que tú te troceas a tu gusto.
—¿Tú harías eso por mí?
Fuster quitó importancia a su generosidad.
—¿Ya tienes sitio donde meter un cuarto de buey?
—Compraré un congelador.
—¿Tienes dónde meterlo?
—Me compraré una casa nueva.
—Todo se interrelaciona.
Convino Fuster filosóficamente y aceptó el orujo del Bierzo helado que le ofreció Carvalho.
—Piérdete en el Bierzo un día, Enric. Es una región mágica que a veces desaparece sin que nadie se dé cuenta.
Sonó el timbre de la puerta. Carvalho se asomó a la ventana y la vio allí, abajo, pequeña, frágil, apenas iluminada por el farol de la carretera, mirando hacia arriba para que la aparición de Carvalho le confirmara la certeza de las luces encendidas. Carvalho pulsó el abridor automático y ella corrió escaleras arriba perseguida por el chirimiri. Carvalho volvió a la mesa y se dejó caer en la silla.