Igual que una dama de opalina años veinte, falda plisada, sombrero de badana ceñido a la forma de la cabeza, lazo, collar de perlas hasta la cintura, boquilla larga, boquita pintada, con medio siglo de vida, Rosa Donato, entre antigüedades inglesas, con la piel del rostro atezado más surcada que la de Sitting Bull preocupado por las consecuencias de la derrota de Custer, Rosa Donato, mil quinientos metros cada mañana en la piscina de un club de natación, gimnasia subacuática contra la celulitis, aire libre, sol, gestos jóvenes de ex muchacha de la sección femenina, uno dos, uno dos, u ao, u ao.
—Qué gracioso. Es lo más gracioso que he oído en mucho tiempo.
Y le hacía gracia, porque todas las saludables arrugas deportistas del rostro se movían en la dirección de la risa y la palabra gracioso significaba para ella la posibilidad de demostrar lo bien que pronunciaba las vocales abiertas castellanas y abría y cerraba la boca con suicida voluntad de dicción, con esa acomplejada voluntad de dicción que tienen algunos catalanes empeñados en hablar el castellano como los niños de Avila.
—¡Qué gracioso!
Le hacía gracia que Carvalho fuera un detective privado.
—A ver. Vuélvamelo a decir. Detective privado. Desde lo de Tejero no había oído nada tan gracioso.
Pero la palabra gracioso en labios de la Donato tampoco quería decir exactamente divertido o que provoca risa. Podía ser seudónimo de curioso, chocante o excitante.
—Yo esto no me lo pierdo. Y dice que me ofrece sus servicios.
—Le confieso que es la primera vez que me encuentran gracioso. Me desconcierta. Mis tarifas están basadas en el hecho de que no me considero divertido, ahora bien, si usted me convence de lo contrario, consideraré la posibilidad de aumentarlas.
—Compréndalo, no todos los días se topa una con un detective privado. De qué modelo es usted. ¿Marlowe? ¿Spade?
—Soy un detective privado poco cultivado. Me matriculé en un curso de Fenomenología del Espíritu por correspondencia, pero de eso hace ya muchos años. No aprendí nada.
—Qué gracioso. Y qué "esprit" que tiene este hombre. Así que según usted yo puedo necesitar un detective privado.
—Aquí en España aún estamos muy atrasados, pero en Estados Unidos, por ejemplo, es obligatorio. A usted le interesa dominar el caso en el que está envuelta, no al revés.
—Es que yo no estoy envuelta. Tengo una coartada del tamaño de una catedral. Salí de casa de Celia rodeada de gente y seguí rodeada de la misma gente hasta las cinco o las seis de la mañana.
—Tal vez le interese saber quién mató a Celia.
—Eso sí, eso sí me gustaría saberlo para hacerle pedacitos, el más grande así.
Así era un pedacito muy pequeño, y las feroces arrugas deportivas de la Donato se habían fruncido para dejar sitio a una dentadura larga, implacable en su blancura y en el potencial de su dentellada.
—Salió usted de casa de Celia llorando.
—¿Quién se lo ha dicho a usted? ¿El mariconazo de Pepón? Ése sí que salió lívido, porque había estado fardando de ligue con Celia todo el mes de agosto y nanay. Era su última oportunidad para presumir de hombre.
—Así que Pepón es…
—Él dice que es bisexual, pero cuando se acuesta con mujeres es para hacerles cosquillas. Se agarró a la pobre Celia porque es una pánfila y siempre estaba dispuesta a irse con el último que llegaba.
—Él dice que usted es bollera, es decir, lesbiana, y que protegía a Celia de una manera poco natural.
—¿Qué entienden los hombres de relaciones entre mujeres? ¿Qué puede entender un ser asqueroso que va por la vida con eso por delante?
Y con la mano Rosa Donato se señaló el sitio exacto en el que hombres y mujeres mantienen las más radicales diferencias anatómicas.
—¿Tiene la policía ficha de usted como lesbiana?
—¿Y a usted qué le importa?
Había adelantado dos pasos y su nariz más achatada por un puñetazo que respingona quedó a menos de diez centímetros de la cara de Carvalho.
—Absolutamente nada. Pero si la policía tiene ficha de usted y los demás testigos han dicho lo que pensaban de su relación con Celia, la policía en estos momentos debe tenerla a usted en el carnet de baile.
—¿Y usted me va a sacar del carnet?
—No. Yo voy a iniciar una investigación paralela de la que la tendré al corriente y usted podrá reaccionar según su gusto, pero sobre aviso.
—Cuando necesite un chófer me lo pensaré. Y ahora váyase por donde ha venido.
—Si es cuestión económica puedo hacerle un descuento.
—Cuando quiero algo lo compro al contado.
—No todos pueden decir lo mismo. Por muchos años.
—¿Por qué me habla así, con toda esa sorna? ¿Quiere que se lo diga? Porque usted es un machito asqueroso acostumbrado a ir por la vida achantando mujeres y cuando se encuentra con una lesbiana pues se sienten inquietos, porque nosotras no los necesitamos para una puñetera mierda.
—He venido con la intención de hacerme amigo suyo, se lo aseguro. Pero no tengo el día.
—Váyase. Venga. Largo. Marchando que es gerundio.
Marchando que es gerundio. Desenvoltura años cuarenta o cincuenta. Vieja joven, Donato. Dentro de dos días te pillarán tocándole el culo a una dependienta en el Corte Inglés. Te está bien empleado, Pepe, por alterar la norma profesional, por ir ofreciéndote para que te encarguen un caso necrofílico, remontar el río de muerte que va de esa fotografía de periódico a un ser real, de carne y hueso, sin sentido según su marido, alelada según Pepón Dalmases, una pánfila al decir de la Donato, y tal vez sólo para Carvalho era un rostro sugerente y una presencia sentida y no sentida en la cola de un supermercado. "Voyeur" de mierda, se dijo, y dio una vuelta completa sobre sí mismo para ganar la puerta de la tienda de antigüedades Nefer, y en la puerta la voz en falsete de la Donato.
—Espere. Aún no le he dicho todo lo que tengo que decirle.
—No se pase. Estoy deprimido. Mi siquiatra me tiene prohibido dos disgustos en un mismo día.
—Usted debe estar trabajando para Pepón.
—Le juro que estoy en el paro.
—Y le voy a dar un consejo. Apártese de este asunto, porque a mí la policía no me va a decir ni pío y a usted sí. ¿Desde cuándo un detective privado en España puede investigar un delito de sangre?
—Usted no distingue entre la España real y la España oficial.
—Tengo buenos amigos. Tengo influencias y le juro que a la menor molestia lo va a pasar usted muy mal y el mariconazo de Pepón Dalmases otro tanto.
—No le coja manía al chico. Le juro que no es mi cliente.
Necesitaba encontrarse a sí mismo, en su propio despacho, recuperar el ámbito y la conciencia de su oficio después de un día de rechazos que él mismo se había buscado. La indignación contra su conducta hubiera necesitado la presencia de un espejo donde quedara reflejada para poder romperlo de un puñetazo. Se contentó con dejarse caer en el sillón giratorio y quedarse allí, sin encender la luz, en la penumbra resultante de la lucha entre la oscuridad del despacho y el rectángulo de luz que le llegaba de la habitacioncilla donde vivía Biscuter.
—¿Es usted, jefe?
—Sí, Biscuter.
—¿Necesita algo?
Biscuter estaba ahora de pie, respaldado por el rectángulo de luz y con una bolsa de plástico en la mano.
—¿Vas a salir?
—Sí, jefe.
—¿De compras? ¿Qué se puede comprar a estas horas?
—No, jefe.
Biscuter tenía la voz gangosa.
—¿Te encuentras mal?
—No, jefe. Es que he de salir. No pasaré la noche aquí.
—¿Qué pasa?
—Se ha muerto mi madre, jefe. En el hospital de San Pablo, y voy a velarla.
Biscuter tenía madre y él sin enterarse. Reprimió el ademán de encender la lámpara situada sobre la mesa, no quería hacer evidente la tristeza de Biscuter, la humedad de sus ojos, el abotargamiento de aquellas facciones de hombre que no había crecido o de niño viejo.
—No sabía que estuviera enferma.
—Yo tampoco, jefe. Me enteré hace dos días. Fui a verla y hoy me han avisado. Le he puesto el telegrama de Bangkok encima de la carpeta. Si quiere le recaliento el guisado en un minuto.
—Vete, Biscuter. ¿A qué hora es el entierro?
—No lo sé, jefe. Pero no venga. No he avisado a nadie. Quisiera ir yo solo. Ella no se había portado bien conmigo, jefe, pero yo tampoco me había portado bien con ella. Ahora firmaremos las paces.
Esperó a que Biscuter se marchara para encender la luz y recordar de pronto una vieja historia que había olvidado entre tantas o tal vez la había olvidado porque era una historia de Biscuter, un hombre sin la suficiente entidad como para imponer sus historias. La madre había abandonado a Biscuter a los ocho años. Se lo había entregado a sus abuelos como se entrega un mueble que no cabe en un piso, un niño que no cabe en una vida.
—Y un día, jefe, yo había robado un Gordini, de los primeros Gordinis que había, y me la veo allí, delante mío, en plena calle, y frené a medio palmo, y cuando ella empezó a insultarme, me asomé a la ventanilla y le dije: soy tu hijo. Y en vez de abrazarme me quería pegar con el bolso.
Biscuter, robacoches. Se pasó una mano Carvalho por los ojos para despejar una pequeña niebla y desdobló el telegrama de Teresa.
"Te llamaré noche del miércoles 13 Vallvidrera. No faltes. Corro peligro. Teresa".
Un día completo. Miércoles 13, hoy. Carvalho abandonó el despacho y se fue en busca del coche en el parking situado junto al Panams. La llovizna había vaciado las Ramblas de transeúntes, había dejado un halo otoñal en torno de las luces de las farolas un pequeño frío que Carvalho sintió como la ratificación de que el verano era cosa lejana, aunque todas las fuerzas del universo se pondrían de acuerdo para hacerlo posible al cabo de siete meses. Le agradó sentir frío, sentirse resguardado en el coche y pensar en la leña encendida, un poco de música, un bocadillo de pan con tomate, pescado frío desespinado, berenjenas y pimientos fritos, una cerveza Carlsberg bien fría y luego un armañac lentamente bebido, según el secreto ritmo de las llamas en la chimenea, y a esperar la llamada de Bangkok, la última frivolidad de Teresa Marsé, lo que los catalanes llaman "un sopar de duro", una cena de a duro, una fantasía. ¿Y Charo? De comodín a mueble sin sitio, aunque tal vez fuera una disposición afectiva transitoria, lo cierto era que Carvalho no la necesitaba, ni siquiera necesitaba sentirse necesitado. Pero al igual que una cuenta de ahorros de afectos, Carvalho no quería cancelar sus relaciones con la muchacha. Había por medio una inversión de afecto que consideraba estúpido regalársela a la nada. Como un viejo matrimonio cansado de serlo, pero sin la obligación de la convivencia, de marcar el reloj de las convenciones morales, de mantener el decorado para que los niños crezcan en el error de que las parejas son posibles y lleguen a la condición de pareja con una capacidad de autoengaño, que no les servirá ya adultos para evitar una tardía pero absoluta sensación de estafa.
—Si la dejo se dará cuenta de que es puta y lo será de verdad. Quién sabe. Puede caer en manos de un chulo.
Pero tal vez un chulo fuera en estos momentos más útil a Charo que Carvalho. Le haría el amor. La obligaría a producir. Le crearía unas relaciones de dependencia que Carvalho no puede establecer porque se dedica a perseguir la vida que ya no tiene una mujer rubia asesinada de un botellazo o a esperar al pie del teléfono la llamada de una neurótica desde Bangkok, sin ni siquiera poder hacer compañía a Biscuter en su velatorio de una madre insuficiente. Menos mal que el sabor del suficiente bocadillo era el esperado y la mágica combinación de texturas y sabores volvió a sorprender a un Carvalho dispuesto a sorprenderse, y que la "Teoría estética" de Theodor W. Adorno fue un libro excelente conductor del calor que alimentó la fogata en la chimenea desde un punto original de combustión situado en la página doscientas cuarenta y uno, la que empezaba con el epígrafe "La Historia como constitutivo. Comprensibilidad" y continuaba de esta guisa: "El momento histórico es constitutivo de las obras de arte. Son auténticas aquellas que, sin reticencias y sin creerse que están sobre él, cargan con el contenido histórico de su tiempo". Empezaba a recuperar el cinismo necesario para estar somnoliento cuando sonó el teléfono.
—¿Teresa?
—No. No soy Teresa.
Pero era una mujer y no era Charo. Cabeceó Carvalho para sacarse de encima la somnolencia.
—Usted dirá.
—Mi nombre es Marta Miguel. ¿Le dice algo?
Carvalho tardó más de lo conveniente en asociar el nombre de Marta Miguel con algo que le afectara.
—¡No me dirá que no le dice nada mi nombre!
—Tiene usted dos emes por iniciales, siempre es curioso.
—Ya me han advertido de que es usted muy gracioso.
Había pronunciado la palabra gracioso con el mismo retintín estúpido que había utilizado Rosa Donato.
—Ahora comprendo. Es usted la principal sospechosa del caso de la botella de champán.
—¿Quién le ha dicho a usted que yo soy la principal sospechosa?
—Es el ABC de la criminología. El principal sospechoso es el que se beneficia del testamento. Y luego el último que vio con vida a la víctima.
—Ni me beneficio con el testamento, ni fui "el último que vio con vida a la víctima", por la sencilla razón que el último que vio con vida a la víctima fue su asesino, supongo yo.
—En efecto. Nunca me había dado cuenta de este detalle.
—Supongo que querrá usted verme.
—Supone mal. He decidido abandonar el caso.
Un silencio, un suspiro profundo, pero no de alivio, como si Marta Miguel estuviera enviando un mensaje tranquilizador desde sus pulmones a su propio cerebro.
—Es decir. Arma un revuelo de Dios es Cristo. Molesta a todos y resulta que todo queda en agua de borrajas.
—Lo siento, pero no soy un detective amateur y nadie me ha encargado el caso. Ni el marido, ni el amante, ni la antigualla.
La mujer rió ante el calificativo que Carvalho dedicaba a Rosa Donato.
—¿Acaso está dispuesta a encargarme el caso?
—Aunque quisiera no podría. Soy una humilde penene. ¿Sabe lo que esto significa?
—No estoy dispuesto a discutir esta noche el problema de la enseñanza.
—Pero me sorprende el que no quiera hablar conmigo.