Los pájaros de Bangkok (3 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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4

Enterarse de los vicios y las virtudes reales de los Daurella le había costado a Carvalho tres semanas de trabajo regular, como si contagiado por el espíritu del viejo se hubiera comprometido a trabajar las horas laborables de cada día. Jordi se entendía con su cuñada la holandesa; por parte de él existía una disposición pasional alimentada por la frialdad de su propia esposa, coleccionista de años y objetos de consumo. Ausiás o lo ignoraba o consideraba inútil crearse un problema alternativo al del sobrevivir sin demasiadas ganas en un mundo que limitaba al norte con el almacén de sus padres y al sur con el huerto donde cultivaba los productos básicos de su alimentación. Las chicas Daurella eran trabajadoras, limpias y honradas, y en cuanto a los yernos el responsable del almacén era un ser opaco los días de cada día y oscuro los fines de semana, porque los días laborables los dedicaba al trabajo y los festivos a pasar películas de dieciséis milímetros de una colección de maniático; el otro yerno, Pau, fue el que dio menos trabajo a Carvalho. Conocían su firma de recibos VISA en los establecimientos de relax de toda Barcelona y cuatro porteros de sendos bingos se quitaban la gorra a su paso mientras musitaban irónicamente un sorprendido y alegre:

—Señor Pau, ¿usted por aquí? A ver si hay suerte.

Durante unos meses había mantenido a una viuda en un piso amueblado alquilado en el Valle de Hebrón y aprovechaba los viajes de inspección de las delegaciones de toda España para desviar el avión de vez en cuando y acudir como las mariposas a las luminarias turísticas más televisadas: Costa del Sol, Puerto de la Cruz, y hasta Casablanca había llegado, en un vuelo compartido con la hija del representante de Toldos y Piscinas Daurella, S. A. en Sevilla. Carvalho lo sabía todo sobre Pablo, consorte Daurella, y saberlo todo significaba que era él quien se había quedado los seis millones a lo largo de seis años de compartir la morenez de los Daurella, él, hijo de un abogado de la Diagonal, tres años de Derecho, figura estelar de la tuna entre mil novecientos sesenta y siete y mil novecientos setenta, camello de kifi en mil novecientos setenta y uno, siete meses en la cárcel de Algeciras hasta que su padre le sacó utilizando la influencia de una hermana monja, y luego la boda con la chica Daurella, cuatro años mayor que él y con los pezones demasiado morados para su gusto, según había comentado en un club de relax donde ejercía de madame "la Andaluza", veterana amiga de Charo y de Pepe.

—Y es que un hombre que va hablando de cómo los tiene su mujer cuando está en la cama con otra, ni es hombre ni es nada.

Sancionó "la Andaluza". Carvalho dejó la carpeta sobre la mesa del despacho y no se dio por enterado de que el viejo había achicado los ojos y no se los quitaba de encima, como si fueran puntas de barrenas dispuestas a taladrarle. Se sentó frente a la mesa, dejó pasar algunos segundos, relajó músculos y esqueleto entregándose al sillón.

—¿Y bien?

—Ya está.

—¿Quién?

¿De qué escuela interpretativa era el viejo Daurella? No hay ser humano que no recurra a un modelo interpretativo dominante, sobre todo cuando le toca vivir situaciones anormales que hasta entonces sólo ha visto en el teatro, en el cine, en la televisión o quizá leído en las novelas. Por su edad el viejo Daurella podía elegir entre el modelo Lee J. Cobb de padre violento ante la traición de los hijos o el de John Gielgud de padre siempre más inteligente que los hijos o el de Fredrich March de padre frustrador y frustrado en "La muerte de un viajante". Pero como si la historia del cine y la televisión hubiera pasado en balde, Daurella recurría al drama social catalán de entreguerras y se llevaba la mano a la cara como borrándose las facciones mientras musitaba "Déu meu, Déu meu" [¡Dios mío! ¡Dios mío!] y perdía los ojos en el infinito para devolverlos de vez en cuando sobre Carvalho y comprobar el efecto que provocaba su desesperación.

—¿Ha sido Jordi?

—No.

Suspiro de alivio porque no había sido el "hereu".

—¿Alguno de mis hijos?

—No.

Sobre el rostro de Daurella apareció la complacencia racial. Había sido por lo tanto un extraño a su sangre.

—¿Pau?

—Pau.

—Me lo decía el corazón.

Y como los viejos rapsodas que levantaban la mano en el aire cuando decían cielo, Daurella se llevó la mano al corazón. Carvalho había redactado un informe sobre las andanzas de Pablo, del que sólo había omitido el despectivo comentario sobre el color de los pezones de su mujer, y le señaló la carpeta al viejo para que la abriera. Tal vez fuera espontáneo el temblor, pero la voluntad de hacerlo más ostensible hacía que Daurella lo iniciara en los codos y en sentido descendente, cuando lo más lógico, pensó Carvalho, es que el temblor parezca que baje de las manos hacia los codos. el propio Carvalho hizo el ademán de temblar y dudó de la certeza de lo que había pensado, aunque ensayaba disimuladamente para que Daurella no pudiera creer que se burlaba de él.

—Pocavergonya! [¡Sinvergüenza!].

Exclamó el viejo mediada la lectura. Debía haber llegado al fragmento del viaje a Casablanca.

—Con la hija de un representante. Poner en peligro una plaza tan importante como la de Sevilla. ¿Sabe usted cuántas piscinas dodecagonales hemos colocado este verano en la zona de Sevilla?

—Ni idea.

—Cincuenta. Y eso que no tienen agua.

Increíble. Increíble, decía de vez en cuando Daurella, y cuando llegó al fin del informe, golpeó la mesa con las palmas de las manos abiertas.

—Hay que cortar por lo sano. La manzana podrida puede estropear un saco lleno de manzanas. ¿Qué haría usted en mi lugar? Por lo que usted dice el dinero lo ha ido escamoteando falsificando los gastos de asistencia a las delegaciones; por lo tanto, de hacerse público esto se enterarían todas las delegaciones y el prestigio de Toldos y Piscinas Daurella, S. A. se iría a hacer puñetas, hablando vulgarmente.

No tan vulgarmente, pensó Carvalho. Podía haber dicho a la mierda, a tomar por culo, al carajo, y en cambio había optado por un discreto a hacer puñetas que no llegaba a la asepsia del hacer gárgaras, pero se le parecía bastante.

—Hay que cortar por lo sano. Mi Jordi no está aquí porque ha ido a Francia a tratar con los fabricantes, pero llega esta noche, y de mañana no pasa que tengamos una reunión y cantemos las cuarenta. Cuento con usted.

—Mi trabajo ha terminado.

—Pero le ruego que mañana asista a la reunión en la que pienso poner las cartas sobre la mesa. Lo siento por la Esperança, porque es una buena chica y más blanda que un higo, y lo siento por mis nietos, pero este sinvergüenza necesita un escarmiento. ¡Sinvergüenza! ¡Más que sinvergüenza! Yo que le saqué de la calle sin oficio ni beneficio e hice de él un hombre de provecho, y ganándose bien la vida como se la gana y con una mujer joven y de buen ver, ¿qué necesidad tiene de ir por ahí haciendo el pendón?

Tantas preguntas, tantas respuestas. A Carvalho le costaba ponerse en pie, pedir el dinero, despedirse de Daurella o anunciar que sí, que asistiría al último acto de la tragicomedia al día siguiente, y le costaba porque la pauta rutinaria del trabajo se había apoderado de él y sabía que echaría de menos la plática con el viejo, de buena mañana, el deambular por aquel desorden de hangares y espacios libres para la naturaleza heroica, aquella belleza de estación abandonada que conservaban los más viejos almacenes de Pueblo Nuevo. Y al preguntarse el porqué de la nostalgia presentida, la memoria le suministró una serie de imágenes rotas, parecidos desguaces, parecidas ruinas, vistas y no vistas en fotos fijas de su infancia. ¿No fue una verbena en un almacén de la Letona donde ejercía de guardián nocturno un pariente lejano? ¿O un viejo astillero de Badalona donde el primo Nicolás de Cartagena era calafate? ¿O un almacén de hierros junto al puente de Marina? Empujó los fragmentos de fotografía al pozo del olvido y se levantó decidido a romper el encantamiento.

—Vendré mañana. A cobrar y a presenciar el juicio final.

—Mañana verá usted lo que es bueno. Lo consultaré con la Mercé y con la almohada, pero mire, mire usted cómo me hierve la sangre.

Y le tendía los antebrazos venosos, blancos, pecosos, que le salían de la camisa arremangada, no londinense, no italiana, camisa comprada por la Mercé en las rebajas del Corte Inglés.

5

"El crimen de la botella de champán", titulaba "El Periódico", y Carvalho saltó de línea en línea en busca de la marca de la botella empleada para el asesinato. Ni rastro. No es lo mismo que a uno le maten con un Codorniu Gran Cremant que con un Brut Nature Torelló, con un Juvé y Camps Reserva Familiar o con un Martí Solé Nature. Podía darse el caso de que el titular fuera realmente preciso y el asesinato hubiera sido cometido con una botella de champán francés, pero incluso de producirse esta circunstancia ¿es lo mismo un asesinato a base de Mo6t Chandon que un asesinato perpetrado con un Krugg o un Rollinger? La víctima había tenido una larga agonía entre el momento de la agresión y el descubrimiento del cadáver a cargo de la asistenta a las nueve de la mañana. La policía no quería precisar la hora del asesinato y el periodista se extendía en consideraciones sobre las coartadas de los compañeros de fiesta de la asesinada, Celia Mataix Cervera. La testigo retenida, Marta Miguel, había sido puesta en libertad tras una noche de permanencia en la comisaría. Era la última persona que había visto con la cabeza sana a Celia Mataix. Carvalho se dijo que era imposible precisar la hora exacta del golpe en un caso de agonía prolongada y que un margen de media hora bastaba para hacer buena o mala una coartada. La foto de la muerta permitía degustar una belleza rubia romántica, de lujo, con el adolescente subido a pesar de que el carnet de identidad marcaba la hora de los cuarenta años. Cuando apartó el periódico, la imagen de Celia seguía en los ojos de Carvalho y la fabulación de un posible encuentro en el pasado le acompañó Ramblas arriba. Era una mujer a la que sin duda le habían sentado bien los jerseys algo sueltos y las faldas acampanadas para crear la música del movimiento de un cuerpo elástico, y el descenso de los cabellos sobre el pecho y el gesto de retirárselos con el vuelo de una mano pequeña y llena de partes, es decir, una mano con las partes muy bien delimitadas, manos sensibles decían los novelistas antaño para evitarse el describirlas. Si se la hubiera encontrado en el Boadas, por ejemplo, tomando un "cóctel" y sola, la conversación habría nacido con cualquier pretexto, y luego las Ramblas, las confidencias primero irónicas, luego serias, los empujones con los ojos y las palabras, las agresividades previas a la desnudez del sexo. Muchacha de una noche o de toda una vida, pero inútil el establecimiento de una relación breve en aprovechamiento del impulso de la primera noche, inútil y nefasto porque borraría la sospecha de lo que pudo haber sido y no fue. También propicia muchacha para despedidas en las estaciones y en los puertos, jamás en los aeropuertos. En los aeropuertos debería estar prohibido despedirse, es como decirse adiós en una farmacia moderna o en la sección de detergentes de un supermercado aneonado. Quizá habrían podido casarse y vivir en una cabaña playera, de playa larga, californiana a ser posible, abstenerse presentar sucedáneos, exija la etiqueta de garantía. ¿Envejecer con ella? Un latigazo de ridículo rompió la imagen construida en el cristal de la fábula y, entre íntimos ruidos de cristales rotos, Carvalho se decantó bruscamente hacia la izquierda en busca del mercado de la Boquería. No tenía claro el menú, pero sí que aquélla era una noche para cocinarla y para dar a alguien la sorpresa de una invitación. Quizá a Charo si se portaba bien y no le recriminaba el poco caso que le estaba haciendo últimamente. Compró tres lonchas de salmón ahumado en la charcutería de la esquina al pasillo superior de acceso al mercado y en una tocinería se hizo cortar tajadas regulares de carne magra de cerdo y tantas lonchas de jamón del país como pedazos de carne. Tan parca compra no llenaba el vacío que le había dejado en el corazón la evidencia de que Celia Mataix y él no envejecerían juntos y decidió comprar o unos zapatos o un jamón. Hora extrema para los zapatos y en cambio aún llegaría a tiempo de comprar un jamón bien escogido en el colmado Pérez de la calle del Hospital, jamón de frontera entre Huelva y Extremadura que el dueño del colmado sabía catar con la vista. De paso, jamón a cuestas, examinaría el final de las obras de la plaza del Padró, la milagrosa restitución de la plaza a la geometría de su infancia. Mutilada para dejar paso a la barbarie automovilística, de pronto los ángeles justicieros de la democracia se habían apiadado de la honda melancolía de Carvalho y habían ganado espacio a los viales, habían vuelto a adosar la plaza a la base de la capilla románica y de los viejos caserones que unen las calles del Hospital y del Carmen, habían creado promesa del arbolado naciente de alcorques, redondos como las galletas de los mantecados lúdicos de los años cuarenta. Primero el jamón y luego la moral, se dijo Carvalho, y pegó la hebra con el tendero sobre los mitos y los hechos en la geografía jamonera de España.

—No hay bastantes bellotas en el mundo para tanto jamón de bellota como se pretende vender. Pero en Huelva hay una mina de buen jamón, y no sólo los jabugos; también los corteganas y Cumbres Mayores. Hay alguna zona donde se da buen jamón anónimo, como aún se encuentra por los alrededores de Ronda.

—Uno de estos sábados me voy a acercar a un pueblo situado entre Marbella y Ronda donde me han asegurado que hay un excelente jamón.

El tendero miró a Carvalho con prevención.

—Que soy muy capaz de hacerlo. El pueblo se llama Montejaque.

—Ya me dirá qué tal le sale, porque como le guste igual me voy para allí a echar un vistazo.

Escogió el tendero un jamoncillo con pátina de bueno y le clavó la cala para luego dárselo a oler a Carvalho. De hueso de jamón tenía que ser el pinchaaromas de jamones nobles criados para el hombre y no para los devoradores de proteínas, vengan de donde vengan. Con estas consideraciones filosóficas y jamón a cuestas, cruzó Carvalho la calle del Hospital, recorrió la acera de la derecha, se detuvo como siempre ante la ortopedia y el cuchillero, mágicos establecimientos, y salió al esplendor recuperado de la plaza del Padró, ágora del barrio, con la Semana Trágica por delante en la quema del convento de las Jerónimas, sustituido por la modernista iglesia del Carmen actual y una capilla románica disfrazada de estanco y sastrería durante siglos, adosados sus lomos al antiguo hospital de San Lázaro, luego lavadero público para compensar la mucha lepra que se había podrido entre sus muros. La plaza del Padró olía a infancia y a otoño, intrépidos sus alcorques recién abiertos, vieja la fuente trasladada a la proa, con sus carotas de piedra carcomida por la humedad y las miradas impresionadas de los niños, sobrecogidos ante el misterio de las cabezas de piedra de las que manaba el agua y, arriba, una santa Eulalia franquista, reentronizada bajo el franquismo como acto de desagravio al descendimiento perpetrado por los anarquistas durante la guerra civil. Carvalho tenía el pecho lleno de gratitud y se sintió solidario con los pobladores de la plaza. Un metro que se recuperara de una acera, de una plaza, era inmediatamente ocupado por niños, viejos y perros, los tres mejores tipos de animales domésticos que existen, porque Carvalho siempre había considerado a los gatos ariscos invitados de paso y a los canarios prisioneros de la peligrosa piedad de los hombres. No era la mejor hora para llamar a Charo, que empezaba a recibir a sus clientes concertados por teléfono, aunque era preciso comunicarle que necesitaba telefonearla y restablecer la cadena invisible que los ligaba.

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