Los misterios de Udolfo (82 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Cuando llegaron al castillo, la condesa, afectando más fatiga de la que realmente sentía, se retiró a sus habitaciones, y el conde, con su hija y Henri, fueron al salón comedor donde llevaban mucho tiempo, cuando oyeron en una pausa del viento unos disparos que el conde reconoció como señales de socorro de alguno de los barcos en la tormenta. Se acercó a la ventana que daba al Mediterráneo para observarlo, pero el mar estaba envuelto en una tremenda oscuridad y los ruidos de la tempestad anulaban de nuevo cualquier otro. Blanche, recordando el bajel que había visto antes, se unió a su padre temblorosa de ansiedad. A los pocos momentos se oyeron de nuevo los disparos, que desaparecieron de inmediato. Siguió una tremenda explosión del trueno y en el relámpago que lo precedió, que parecía extenderse por todas las aguas, descubrieron un barco rodeado de espuma blanca, a cierta distancia de la costa. Una oscuridad impenetrable envolvió de nuevo la escena, pero un segundo relámpago iluminó el barco con una vela desplegada que se dirigía a la costa. Blanche apretó el brazo de su padre, con miradas llenas de agonía de terror y de piedad, que no eran necesarias para despertar el corazón del conde. Echó una mirada al mar con expresión piadosa y comprendiendo que ninguna barca podría resistir en la tormenta, pero dio órdenes a sus hombres para que llevaran antorchas a los acantilados, esperando que sirvieran de orientación al barco o, al menos, sirvieran de aviso a la tripulación de las rocas a las que se aproximaban. Henri salió para decidir en qué parte de los acantilados deberían colocar las luces. Blanche permaneció con su padre en la ventana, observando a la luz de los relámpagos la silueta del bajel. No tardó en revivir su esperanza al ver las antorchas iluminando la oscuridad de la noche y, según caían sobre las rocas, el brillo rojo del oleaje. Cuando repitieron los disparos, elevaron las antorchas en el aire, como señal de respuesta.

Se veía a los criados del conde corriendo de un lado para otro sobre las rocas. Algunos aventurándose casi a los bordes cortantes e inclinándose y levantando las antorchas con largos palos, mientras que otros, cuyos pasos sólo se adivinaban por la dirección de la luces, bajaban por el precipicio peligroso que se extendía a orilla del mar, y con gritos tremendos animaban a los marineros, cuyas débiles voces se oían a intervalos mezcladas con la tormenta. Los gritos de los hombres que estaban en las rocas aumentaron la inquietud de Blanche a extremos intolerables, pero su preocupación por el destino de los marineros desapareció poco después, cuando Henri, entrando sin aliento en la habitación, dijo que el barco había anclado en la bahía, aunque en tan malas condiciones que se temía que pudiera partirse en dos antes de que la tripulación desembarcara. El conde dio órdenes inmediatas para que sus propios barcos ayudaran a traerlos a la costa y que los desafortunados desconocidos que no pudieran ser acomodados en una cabaña próxima, serían recibidos en el castillo. Entre estos últimos estaban Emily St. Aubert, monsieur Du Pont, Ludovico y Annette, que, tras haber embarcado en Liorna y alcanzar Marsella, navegaron desde este último puesto cruzando el golfo de León, cuando les alcanzó la tormenta. Fueron recibidos por el conde con su habitual complacencia, quien, pese a que Emily deseaba trasladarse inmediatamente al monasterio de Santa Clara, no le permitió abandonar el castillo aquella noche, y, en realidad, el terror y la fatiga que había sufrido no la habrían permitido dar un paso más.

El conde descubrió que monsieur Du Pont era un viejo conocido suyo y ambos se alegraron y congratularon del encuentro, tras lo cual Emily fue presentada a la familia del conde, cuya hospitalidad disipó el embarazo que su situación le había ocasionado y el grupo estuvo pronto sentado a la mesa. La sencillez amable de Blanche y la alegría que expresaba por la fortuna de los forasteros en los que había estado tan interesada, reanimaron gradualmente el ánimo lánguido de Emily, y Du Pont, liberado de sus temores por ella y por. él mismo, sintió el fuerte contraste entre su reciente situación en un mar oscuro y tenebroso y la presente, en una alegre mansión, en la cual se veía rodeado de abundancia, elegancia y sonrisas de bienvenida.

Annette, mientras tanto, en el cuarto de los criados, les contaba los peligros que había corrido y se congratulaba tan fuertemente de su propia huida y de la de Ludovico y de su magnífica situación en aquel momento, que hizo que aquella parte del castillo se viera rodeada de alegrías y risas. El ánimo de Ludovico estaba tan alegre como el de ella, pero tenía discreción suficiente para contenerse y trató de moderarla, aunque en vano, hasta que sus risas llegaron al cuarto de su señora, que mandó a preguntar qué era lo que ocasionaba aquella revolución en el castillo y ordenó silencio.

Emily se retiró temprano para lograr el reposo que necesitaba, pero no pudo dormir. El regreso a su país natal había despertado numerosos recuerdos; todos los acontecimientos y sufrimientos por los que había pasado desde que salió de allí cruzaron en larga sucesión por su cabeza y fueron vencidos únicamente por la idea de Valancourt, de que se encontraban en el mismo país después de haber estado tanto tiempo separados y distantes, lo que le proporcionaba una alegría indescriptible, que se transformó después en ansiedad y temor al considerar el largo período que había transcurrido desde su última carta y en todo lo que podría haber sucedido en ese intervalo que afectara a su paz futura. Pero el pensamiento de que le hubiera ocurrido algo a Valancourt o de que podría haberla olvidado fue tan terrible para su corazón que casi no podía soportar que fuera posible. Decidió informarle al día siguiente de su llegada a Francia, de lo que no podría enterarse más que por carta, y, tras calmar su ánimo con la esperanza de tener pronto noticias de que estaba bien y que no había cambiado en su afecto, pudo al fin sumirse en el descanso.

Capítulo XII
Pretendía a veces el rayo de Cintia, de plata brillante,
en oscuros claustros, lejos del embrujo de la locura,
con la libertad de mi parte y la melancolía de la tierna mirada.

GRAY
[35]

B
lanche estaba tan interesada por Emily que, tras enterarse de que iba a residir en el convento vecino, solicitó del conde que la invitara a prolongar su estancia en el castillo.

—Y vos sabéis, mi querido señor —añadió Blanche—, qué encantada estaré de tener una compañera; ya que, por el momento, no tengo amigas para pasear o para leer, puesto que mademoiselle Beam es sólo amiga de mi madre.

El conde sonrió ante la sencillez juvenil con la que su hija cedía a las primeras impresiones, y pese a que decidió advertirla de tal peligro, aplaudió silenciosamente su condescendencia, que podía extender sus confidencias a una desconocida. Había observado a Emily con atención la noche anterior y estaba muy conforme con ella, tanto como era posible que lo estuviera con cualquier persona tras tan corto conocimiento. Las referencias dadas por monsieur Du Pont le habían causado también una favorable impresión de Emily; pero, extremadamente precavido en un asunto como el de la intimidad de su hija, decidió tras informarse por este último de que no era desconocida en el convento de Santa Clara, visitar a la abadesa y si su información se correspondía con sus deseos, invitar a Emily a pasar algún tiempo en el castillo. En este asunto se vio influido por la consideración de su hija, más que por el deseo de complacerla o porque fuera amiga de la huérfana Emily, por la que, no obstante, estaba muy interesado.

A la mañana siguiente Emily estaba demasiado fatigada para presentarse, pero monsieur Du Pont desayunaba cuando el conde entró en la habitación. Le presionó, como antiguo conocido e hijo de un viejo amigo, para que prolongara su estancia en el castillo; una invitación que Du Pont aceptó gustosamente, puesto que le permitía estar cerca de Emily y, aunque no tenía conciencia de que animaba la esperanza de que ella pudiera volver hacia él su afecto, no tenía fortaleza suficiente para intentar superarla en su presencia.

Emily, cuando se recobró en parte, paseó con su nueva amiga por los alrededores del castillo, tan encantada con las vistas que lo rodeaban como Blanche había deseado. Desde allí vio, más allá de los bosques, las torres del monasterio, y puso de manifiesto que aquél era el convento al que iría.

—¡Ah! —dijo Blanche con sorpresa—, yo acabo de salir de un convento y vos queréis entrar en uno. Si supierais con qué placer me paseo por aquí, en libertad, y veo el cielo y los campos, y los bosques que me rodean, creo que no lo haríais.

Emily, sonriendo por el calor con que se había expresado Blanche, le indicó que no tenía el propósito de quedarse en el convento toda la vida.

—No, es posible que no lo intentéis ahora —dijo Blanche—, pero no sabéis lo que pueden hacer las monjas para persuadiros de que consintáis. Yo sé cómo se manifiestan y cómo hablan de su felicidad, porque conozco bien su arte para ello.

Cuando regresaron al castillo Blanche llevó a Emily a su torreón favorito y desde allí recorrieron las antiguas habitaciones que Blanche había visitado antes. Emily se entretuvo al observar la estructura de aquellas cámaras y el estilo de su mobiliario viejo, pero aún magnífico, comparándolo con el del castillo de Udolfo, que era más antiguo y grotesco. Se interesó también por Dorothée, el ama de llaves que estaba a su servicio, cuya apariencia era casi tan antigua como todo lo que la rodeaba, y que parecía no menos interesada por Emily, ya que se quedaba contemplándola con frecuencia con profunda atención y casi no oía lo que le decía.

Mientras Emily miraba desde una de las ventanas, vio con sorpresa algunos detalles que le resultaron familiares: los campos y bosques, con el riachuelo brillante, que había cruzado una tarde con La Voisin poco después de la muerte de monsieur St. Aubert, en el camino desde el monasterio a su cabaña, y comprendió entonces que se trataba del castillo que él había evitado entonces y sobre el que había dejado caer algunas insinuaciones.

Conmovida por este descubrimiento, aunque casi sin saber por qué, se quedó silenciosa y recordó la emoción que había mostrado su padre al saberse tan cerca de aquella mansión y otros detalles de su comportamiento que la interesaban profundamente. También aquella música que oyó, y sobre la que La Voisin le había dado un informe tan extraño, acudió a su mente y preguntó a Dorothée si la habían vuelto a oír a medianoche, como de costumbre, y si habían descubierto al músico.

—Sí, mademoiselle —replicó Dorothée—, se sigue oyendo esa música, pero el músico no ha sido encontrado ni nunca lo será, creo yo; aunque algunas gentes pueden suponerlo.

—¿Cómo es posible? —dijo Emily—. ¿Por qué no continúan entonces la investigación?

—¡Ah, señorita!, ya se ha investigado, pero ¿quién puede perseguir a un espíritu?

Emily sonrió, y, recordando cómo últimamente también se había visto afectada por la superstición, decidió resistirse al contagio; sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, se dejó llevar por su curiosidad sobre el asunto, y Blanche, que hasta entonces había estado escuchando en silencio, preguntó de qué música se trataba y desde cuándo se oía.

—Desde la muerte de mi señora —replicó Dorothée.

—No me vas a decir que está embrujado —dijo Blanche, entre bromas y seria.

—Yo he oído esa música casi desde que murió mi señora —continuó Dorothée—, y nunca antes de entonces. Pero eso no es nada con otras cosas que puedo contar.

—Por favor, dínoslas —dijo Blanche, más seria que antes—, estoy muy interesada, porque oí a la hermana Henriette y a la hermana Sophie, en el convento, hablar de extrañas apariciones de las que ellas mismas habían sido testigos.

—Nunca habréis oído, supongo, señoría, lo que nos hizo abandonar el castillo e irnos a vivir a una cabaña —dijo Dorothée.

—¡Nunca! —replicó Blanche con impaciencia.

—Ni el motivo por el que mi señor, el marqués... —Dorothée pareció tratar de controlarse, dudó y trató entonces de cambiar de conversación, pero la curiosidad de Blanche se había despertado de tal modo que no estaba dispuesta a dejarla escapar tan fácilmente, y presionó al ama de llaves para que continuara con su relato, aunque, no obstante, su insistencia no servía de mucho y era evidente que estaba preocupada por la imprudencia del comentario que la había traicionado.

—Me parece —dijo Emily, sonriendo— que todas las casas viejas están encantadas; acabo de llegar de un lugar lleno de maravillas, pero, desgraciadamente, desde que salí, casi he conseguido la explicación de todas ellas.

Blanche guardó silencio. Dorothée tenía un gesto serio y suspiró. Emily advirtió que seguía inclinada a creer más en lo maravilloso que en el conocimiento. En ese momento recordó el espectáculo que había visto en una habitación de Udolfo y, por una extraña coincidencia, las palabras alarmantes que vio accidentalmente en los documentos de monsieur St. Aubert, que había destruido, obedeciendo las órdenes de su padre, y tembló por el sentido que parecían tener, casi tan horrible como lo que había dejado al descubierto el velo negro.

Blanche, mientras tanto, incapaz de lograr que Dorothée aclarara el tema de sus últimas insinuaciones, deseó, al llegar a la puerta que había al final de la galería y que había encontrado cerrada el día anterior, ver la serie de habitaciones que había más allá.

—Mi querida señora —dijo el ama de llaves—, ya os he dicho mis razones para no abrirla. Nunca las he vuelto a ver desde la muerte de mi querida señora y sería muy impresionante para mí verlas ahora. Por favor, señora, no me lo volváis a pedir.

—¡Ciertamente!, no lo haré —prosiguió Blanche—, si ésa es realmente la razón para que te opongas.

—Así es —dijo la mujer—, todos la queríamos mucho y siempre pensaré en ella. ¡Cómo pasa el tiempo! Hace ya muchos años que murió, pero recuerdo cada detalle de lo que sucedió entonces como si hubiera ocurrido ayer. Muchas cosas que han pasado en los últimos años se han borrado de mi memoria, mientras que las que sucedieron hace tanto tiempo las puedo ver como si mirara a través de un cristal. —Se detuvo, pero poco después, según regresaban por la galería, añadió refiriéndose a Emily—: Esta señorita me trae a veces a la memoria a la desaparecida marquesa. Puedo recordarla cuando era tan joven como ella, y el parecido es enorme cuando se sonríe. ¡Pobre señora! ¡Qué alegre estaba cuando vino por primera vez al castillo!

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