—¡Cabed-en-Aras, Cabed-Naeramarth! —gritó—. No mancillaré las aguas en que se sumergió Níniel, porque todas mis acciones han sido malas, y la última la peor. —Entonces desenvainó la espada, y dijo—: ¡Salve, Gurthang, Hierro de la Muerte, sólo tú quedas ahora! Pero ¿qué señor o lealtad conoces salvo la mano que te esgrime? Ante ninguna sangre te intimidas. ¿Tomarás a Túrin Turambar? ¿Me matarás de prisa?
Y en la hoja resonó una voz fría como respuesta:
—Sí, beberé tu sangre para olvidar así la sangre de Beleg, mi amo, y la sangre de Brandir, muerto injustamente. De prisa te daré muerte.
Entonces Túrin aseguró la empuñadura en el suelo, y se arrojó sobre la punta de Gurthang, y la hoja negra le quitó la vida.
Cuando Mablung llegó, y vio la espantosa figura de Glaurung, que yacía muerto, y contempló a Túrin, y se afligió pensando en Húrin tal como lo había visto en la Nirnaeth Arnoediad, y en el terrible destino de su linaje. Mientras los Elfos estaban allí, unos Hombres llegaron desde Nen Girith para ver al Dragón, y cuando descubrieron cuál había sido el fin de la vida de Túrin Turambar lloraron; y los Elfos, al comprender al fin el sentido de las palabras de Túrin se sintieron horrorizados. Entonces Mablung dijo amargamente:
—También yo he quedado atrapado en el destino de los Hijos de Húrin, y así, con palabras, he dado muerte a alguien a quien amaba.
Entonces alzaron a Túrin y vieron que la espada se había partido. Así desaparecía todo lo que había poseído en vida.
Con el trabajo de muchas manos recogieron leña, la apilaron e hicieron un gran fuego en el que quemaron el cuerpo del Dragón, hasta que no fue sino cenizas negras y sus huesos se convirtieron en polvo, y el lugar de la cremación estuvo siempre desnudo y baldío en adelante. Pero a Túrin lo depositaron en un alto montículo levantado en el lugar donde había caído, y pusieron a su lado los fragmentos de Gurthang. Y cuando todo estuvo terminado, y los trovadores de los Elfos y los Hombres hubieron compuesto un lamento en el que se hablaba del valor de Turambar y de la belleza de Níniel, trajeron una lápida gris que colocaron sobre el túmulo; y en ella, los Elfos grabaron con las runas de Doriath:
TÚRIN TURAMBAR DAGNIR GLAURUNGA
y debajo escribieron también:
NIËNOR NÍNIEL
Pero ella no estaba allí, y nunca se supo adonde la habían llevado las frías aguas del Teiglin.
Aquí termina la Historia de los Hijos de Húrin, la más larga de las baladas de Beleriand.
Después de las muertes de Túrin y Niënor, Morgoth liberó a Húrin del cautiverio para que se cumpliera su malvado propósito. En el transcurso de sus andanzas, Húrin llegó al Bosque de Brethil, y por la tarde, desde los Cruces del Teiglin, al lugar de la quema de Glaurung y la gran piedra erguida al borde de Cabed-Naeramarth. De lo que sucedió allí se dice esto.
Pero Húrin no miró la piedra, pues sabía lo que había escrito en ella, y además sus ojos habían visto que no se encontraba solo. Sentada a la sombra de la piedra había una figura inclinada. Parecía un caminante sin hogar, quebrantado por la edad, demasiado cansado como para advertir su llegada; pero sus harapos eran los restos de un vestido de mujer. Finalmente, mientras Húrin guardaba silencio, ella echó atrás la destrozada capucha y levantó la cara lentamente, ojerosa y hambrienta como un lobo perseguido. Tenía el pelo cano, la nariz afilada y los dientes rotos, y una mano enjuta sujetaba la capa sobre su pecho. Pero de pronto las miradas de ambos se encontraron, y entonces Húrin la reconoció; porque aunque ahora había espanto y frenesí en sus ojos, aún conservaban una luz difícil de soportar: la luz élfica que mucho tiempo atrás le había ganado su nombre, Eledhwen, la más orgullosa de las mujeres mortales de antaño.
—¡Eledhwen! ¡Eledhwen! —gritó Húrin. Y ella se levantó y se tambaleó hacia adelante, y Húrin la cogió entre sus brazos.
—Has venido por fin —dijo ella—. Pero he esperado demasiado.
—El camino era oscuro. He venido en cuanto me ha sido posible —respondió él.
—Sin embargo, llegas tarde —replicó ella—, demasiado tarde. Se han perdido.
—Lo sé —dijo Húrin—. Pero tú no.
—Casi —susurró Morwen—. Estoy agotada. Me iré con el sol. Se han perdido. —Aferró con más fuerza la capa—. Queda poco tiempo —dijo—. Si lo sabes, ¡dímelo! ¿Cómo llegó ella a encontrarlo?
Pero Húrin no respondió, y se sentó junto a la piedra con Morwen abrazada; y no volvieron a hablar. El sol se puso, y ella suspiró, le tomó la mano y se quedó quieta; y Húrin supo que había muerto.
Desde el punto de la historia en que Túrin y sus hombres se establecen en la antigua morada de los Enanos Pequeños en Amon Rûdh, no hay ningún relato detallado hasta que la «Narn» retoma el viaje de Túrin hacia el norte después de la caída de Nargothrond. A partir de muchos esbozos provisorios o exploratorios y notas, es posible sin embargo reconstruir algunos episodios que amplían la mera crónica resumida que se ofrece en
El Silmarillion
, y aun algunos pasajes completos, breves y coherentes que hubieran podido ser parte de la «Narn».
Un fragmento aislado cuenta la vida de los proscritos en Amon Rûdh, después de que se establecieran allí, e incluye una descripción de Bar-en-Danwedh.
Durante un buen tiempo la vida de los proscritos fue lo que ellos esperaban. Los alimentos no eran escasos y tenían buen abrigo, caliente y seco, con espacio suficiente y aun de sobra; porque descubrieron que las cavernas podían cobijar a un centenar de hombres, y más todavía si era necesario. Más adentro había otra estancia. Tenía un hogar a un lado, y el humo escapaba por una hendidura en la roca hasta una grieta astutamente oculta en la ladera de la colina. Había también otras muchas cámaras, a las que se llegaba desde las estancias o por un pasaje entre ellas, algunas destinadas a vivienda, y otras a talleres o almacenes. Mîm tenia en almacenaje más artes que ellos, y muchos vasos y cofres de piedra y madera que parecían muy antiguos. Pero la mayoría de esas cámaras estaban ahora vacías: en los armarios colgaban hachas y otras herramientas, polvorientas y oxidadas; las estanterías y las alacenas estaban vacías, y las herrerías ociosas. Salvo una: era un cuarto reducido al que se accedía desde la estancia interior de la caverna, y que tenia un hogar que compartía el escape de humo con el de la estancia. Allí trabajaba Mîm a veces, pero no permitía que nadie lo acompañase.
Durante el resto del año ya no hicieron incursiones, y si salían para cazar o recolectar alimentos, iban casi siempre en pequeños grupos. Pero durante mucho tiempo, con excepción de Túrin y no más de seis de sus hombres, les fue difícil encontrar el camino de regreso. No obstante, al ver que algunos eran capaces de llegar a la guarida sin ayuda de Mîm, apostaron un guardián de día y de noche Cerca de la hendidura en el muro septentrional. Del sur no esperaban enemigos, pues no había por qué temer que nadie escalara Amon Rûdh por ese lado; pero de día había casi siempre un guardián sobre la cima, desde donde podía divisar los alrededores a gran distancia. Aunque la cima era escarpada, era fácil llegar a ella, pues al este de la boca de la caverna se habían tallado unos peldaños en la roca, por los que un hombre podía trepar sin ayuda. Así avanzó el año sin daño ni alarma. Pero a medida que pasaban los días, y el estanque se volvió gris y frío, y los abedules quedaron desnudos, y volvieron las grandes lluvias, los hombres tuvieron que quedarse más tiempo al abrigo de las cavernas. Y pronto se cansaron de la oscuridad bajo la colina, o de la penumbra en las estancias; y a la mayoría les parecía que la vida sería mejor si no tuvieran que compartirla con Mîm. Con demasiada frecuencia surgía de algún rincón oscuro o una puerta cuando se lo creía en otro sitio; y cuando Mîm estaba cerca se sentían incómodos, y empezaron a hablarse entre ellos en voz baja.
No obstante, y a los hombres les parecía extraño, Túrin era distinto; se mostraba cada vez más amistoso con el Enano, y le prestaba cada vez más atención. Durante todo el invierno, permanecía durante horas sentado con Mîm, escuchando sus cuentos y la historia de su vida; y Túrin no lo reprendía si hablaba mal de los Eldar. Mîm parecía complacido y se mostraba muy amable con Túrin. Sólo a él le permitía que visitara la herrería de vez en cuando, y allí hablaban los dos en calma. Menos complacidos estaban los hombres; y Andróg miraba todo con ojos celosos…
El texto que sigue en
El Silmarillion
no indica cómo Beleg encontró el camino a Bar-en-Danwedh: «apareció de pronto entre ellos» «en el opaco crepúsculo de un día de invierno». En otros breves esbozos se dice que por la imprevisión de los proscritos, los alimentos escasearon en Bar-en-Danwedh durante el invierno, y Mîm les escatimaba las raíces comestibles que guardaba en los almacenes; por tanto, a comienzos del año salieron del refugio en una partida de caza. Beleg, que se aproximaba a Amon Rûdh, encontró sus huellas, y o bien las siguió hasta un campamento en el que se vieron obligados a refugiarse a causa de una súbita tormenta de nieve, o bien fue tras ellos cuando regresaban a Bar-en-Danwedh, dónde entró sin ser visto.
Por ese tiempo, Andróg, que buscaba el almacén de alimentos secreto de Mîm, se perdió en las cavernas y encontró una escalera escondida que llevaba a la cima plana de Amon Rûdh (fue por esta escalera que algunos proscritos huyeron de Bar-en-Danwedh cuando fue atacada por los Orcos. (Véase
El Silmarillion
) Y ya durante la incursión que acaba de mencionarse, o en una ocasión posterior, Andróg, que llevaba arco y flechas en desafío de la maldición de Mîm, fue herido por una flecha envenenada: Sólo en una de las varias referencias a este hecho se dice que fue una flecha disparada por Orcos.
Beleg curó a Andróg de esta herida, pero sin embargo no por eso confió Andróg más en los Elfos; y el odio que experimentaba Mîm por Beleg se acrecentó más todavía, pues Beleg había «deshecho» la maldición.
—Volverá a morder —dijo. Se le ocurrió a Mîm que si comía los lembas de Melian recobraría la juventud y las fuerzas; y como no podía llegar a apoderarse de ellos furtivamente, se fingió enfermo y rogó a su enemigo que se los diera. Cuando Beleg se negó, el odio de Mîm quedó sellado, tanto más porque Túrin amaba al Elfo.
Puede mencionarse aquí que cuando Beleg sacó los lembas de su saco (véase
El Silmarillion
), Túrin lo rechazó: las hojas de plata lucían rojas a la luz del fuego; y cuando Túrin vio el sello, se le oscurecieron los ojos.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó. —El mayor don que alguien que aún te ama tiene para dar —respondió Beleg—. He aquí el lembas, el pan del camino de los Eldar, que ningún Hombre ha probado todavía.
—El yelmo de mis padres lo recibo de buen grado —dijo Túrin—, porque tú lo guardaste; pero nada quiero recibir de Doriath.
—Entonces envía allí tu espada y tus armas —dijo Beleg—. Y también los conocimientos y la comida que recibiste en tu juventud. Y que tus hombres mueran en el desierto para complacer tu talante. Sin embargo, este pan del camino fue un regalo para mí y no para ti, y puedo hacer de él lo que se me antoje. No lo comas si no te pasa de la garganta; pero otros puede haber más hambrientos y menos orgullosos.
Entonces Túrin se avergonzó, y en cuanto a las lembas, olvidó su orgullo.
Túrin recibió de buen grado a todos los que acudieron a él, pero por consejo de Beleg no admitió a ningún recién llegado en su refugio de Amon Rûdh (que se llamaba ahora Echad i Sedryn, Campamento de los Fieles); el camino para llegar allí sólo los de la Vieja Compañía lo conocían, y nadie más era admitido. Pero otros campamentos y fuertes protegidos se establecieron en derredor: en el bosque del este, o en las tierras altas, o en los marjales del sur, desde Methed-en-glad («el Fin del Bosque») hasta Barenb, a algunas leguas al sur de Amon Rûdh; y desde todos esos lugares los hombres podían divisar la cima de Amon Rûdh, y por señales recibían noticias y órdenes. De ese modo, antes de terminar el verano, los secuaces de Túrin se convirtieron en una gran fuerza; y el poder de Angband fue rechazado. Pero esto llegó a saberse aun en Nargothrond, y muchos se impacientaron allí, diciendo que si un proscrito podía infligir tales daños al enemigo, qué no podría hacer entonces el señor de Narog. Pero Orodreth no alteró sus designios. En todo seguía a Thingol, con quien intercambiaba mensajes por vías secretas; y era él un señor sabio, de acuerdo con la sabiduría de los que se preocupan en primer término por su propio pueblo, y tratan de averiguar durante cuánto tiempo podrán preservar la vida y las propiedades de los suyos contra la codicia del norte. Por tanto, no permitió que nadie fuera al encuentro de Túrin, y envió mensajeros que le dijeran que en todos sus actos y planes de guerra, no debía poner el pie en tierra de Nargothrond, ni rechazar hacia allí a los Orcos. Pero ofrecía a los Dos Capitanes cualquier otra ayuda, que fuera en armas, y esto, se dice, de acuerdo con lo que sugerían Thingol y Melian.