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l poder y la malicia de Glaurung crecieron de prisa, y engordó, y reunió Orcos a su alrededor, y gobernó como un rey dragón, y todo el reino devastado de Nargothrond estaba bajo su poder. Y antes de que ese año terminara, el tercero de la estancia de Turambar entre los Hombres de los bosques, empezó a atacar esa tierra, que durante un tiempo había conocido la paz; porque era bien conocido de Glaurung y su Amo que en Brethil habitaban todavía unos pocos Hombres libres, los últimos de las Tres Casas que habían desafiado el poder del Norte. Y no estaban dispuestos a tolerarlo; porque el propósito de Morgoth era someter a toda Beleriand y registrar hasta el último de sus rincones, de modo que no hubiera nadie viviendo en un agujero o escondite que no fuera su esclavo. Así pues, poco importaba si Glaurung descubrió dónde estaba escondido Túrin, o si (como sostienen algunos) éste habría logrado escapar hasta entonces a la mirada del Mal que lo perseguía. En última instancia, los consejos de Brandir se demostraron vanos, y sólo dos opciones tenía Turambar: permanecer inactivo hasta que lo encontraran y lo acosaran como a una rata, o presentar pronto batalla, y revelar así su presencia.
Sin embargo, cuando por primera vez llegaron a Ephel Blandir noticias de la llegada de los Orcos, y cedió a los ruegos de Níniel no salió. Porque ella dijo:
—No han atacado todavía nuestras casas, como tú mismo dijiste. Se dice que los Orcos no son muchos, y Dorlas me contó que, antes de que tú llegaras, estas refriegas no eran infrecuentes, y que los Hombres de los bosques los mantenían a raya.
Pero esta vez, los Hombres de los bosques fueron derrotados, porque esos Orcos eran de una raza maligna, feroces y astutos; y tenían realmente el propósito de invadir el Bosque de Brethil, no como antes, cuando pasaban por su periferia con otros cometidos, o iban de cacería en grupos pequeños. Así pues, Dorlas y sus hombres fueron rechazados con muchas pérdidas, y los Orcos cruzaron el Teiglin y se internaron profundamente en los bosques. Entonces Dorlas se presentó ante Turambar y le mostró sus heridas, y dijo:
—Ved, señor, tal como preveía, ha llegado el momento de la necesidad, después de una falsa paz. ¿No pedisteis ser considerado un miembro de nuestro pueblo y no un forastero? ¿No es éste también vuestro peligro? Porque nuestros hogares no permanecerán ocultos si los Orcos se adentran más en nuestra tierra.
De este modo, Turambar se puso en pie, tomó de nuevo su espada Gurthang y fue a la batalla; y cuando los Hombres de los bosques lo supieron, cobraron nuevos ánimos, y se unieron a él, hasta que contó con un ejército de muchos centenares. Entonces avanzaron por los bosques y mataron a todos los Orcos que allí se agazapaban, y los colgaron de los árboles, cerca de los Cruces del Teiglin. Y cuando llegó una nueva hueste de Orcos, les tendieron una emboscada y, sorprendidos a la vez por el número de Hombres de los bosques y por el terror de la Espada Negra que había regresado, fueron derrotados y murieron en gran número. Entonces los Hombres de los bosques levantaron grandes piras con los cuerpos de los soldados de Morgoth, y los quemaron, y el humo de su venganza se elevó negro en el cielo, y el viento lo arrastró lejos, hacia el oeste. Pero pocos supervivientes regresaron a Nargothrond con estas nuevas.
Entonces Glaurung se encolerizó de verdad; pero durante un tiempo permaneció inmóvil y reflexionó sobre lo que había escuchado. Así el invierno transcurrió en paz, y los Hombres decían:
—Grande es la Espada Negra de Brethil, porque todos nuestros enemigos han sido derrotados.
Y Níniel se consoló, y se regocijó con el renombre de Turambar; pero él se sentó pensativo, y dijo para sí: «La suerte está echada. Ahora llega la prueba en que se demostrará la verdad de mis alardes, o fracasaré por completo. No volveré a huir. Turambar en verdad seré, y por mi propia voluntad y mis proezas superaré mi destino, o caeré. Pero caído o de pie, como mínimo mataré a Glaurung».
No obstante, estaba intranquilo, y envió lejos a hombres osados como exploradores. Porque en verdad, aunque nada había sido dicho al respecto, él ordenaba ahora las cosas a su antojo, como si fuera el señor de Brethil, y nadie hacía caso de Brandir.
La primavera llegó llena de esperanzas, y los hombres cantaban mientras trabajaban. Sin embargo, en esa primavera Níniel concibió, y se volvió pálida y triste, y toda su felicidad se empañó. Poco después, llegaron extrañas nuevas de los Hombres que habían ido más allá del Teiglin, según las cuales había un gran incendio a lo lejos, en los bosques de la planicie de Nargothrond, y todos se preguntaban qué podía ser.
Pero antes de que transcurriera mucho tiempo llegaron nuevos mensajes: que los fuegos se dirigían cada vez más al norte, y que era el propio Glaurung el causante, porque había abandonado Nargothrond, y vagaba de nuevo con algún propósito. Entonces, los más tontos u optimistas dijeron:
—Su ejército ha sido destruido, y ahora por fin recobra el juicio, y vuelve al lugar de donde vino.
Y otros dijeron:
—Esperemos que pase de largo.
Pero Turambar no tenía esa esperanza, y sabía que Glaurung iba en su busca. Por tanto, aunque ocultaba su preocupación a Níniel, reflexionaba día y noche sobre la decisión que tendría que tomar; y la primavera se convirtió en verano.
Un día, dos hombres volvieron aterrados a Ephel Brandir, porque habían visto al mismísimo Gran Gusano.
—Señor —dijeron—, se va en línea recta hacia el Teiglin. Avanza en medio de un gran incendio, y los árboles echan humo a su alrededor. Su hedor apenas puede soportarse, y su paso inmundo ha desolado todas las largas leguas que ha recorrido desde Nargothrond. en una línea que no se tuerce, sino que viene directamente hacia nosotros. ¿Qué podemos hacer?
—Poco —respondió Turambar—, pero sobre ese poco he reflexionado ya. Las nuevas que me traéis son más bien de esperanza que de terror, porque si en verdad viene en línea recta, como decís, y no se desvía, tengo preparado un plan para guerreros bien templados.
Los hombres se quedaron intrigados, porque en ese momento no dijo más; pero la firmeza de su actitud
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animó sus corazones.
El río Teiglin discurría de la siguiente manera. Descendía desde Ered Wethrin, rápido como el Narog, pero en un principio entre orillas bajas, hasta que, después de los Cruces, alimentado por otras corrientes, se abría camino por entre los pies de las tierras altas del Bosque de Brethil. En adelante, corría entre profundos barrancos, como muros de roca; confinadas en el fondo, las aguas avanzaban con gran fuerza y estruendo. En el camino de Glaurung se abría una de estas gargantas, en absoluto la más profunda, pero sí la más estrecha justo al norte de la afluencia del Celebros. Turambar envió a tres hombres atrevidos para que desde arriba vigilaran los movimientos del Dragón, mientras él se dirigía a caballo a las altas cataratas de Nen Girith, donde las noticias podían llegarle de prisa, y desde donde era posible ver las tierras a gran distancia.
Sin embargo, antes reunió a los Hombres de los bosques en Ephel Brandir y les habló, diciendo:
—Hombres de Brethil, se abate sobre nosotros un peligro mortal que sólo con gran osadía puede evitarse. En este asunto el número nos valdrá de poco, tenemos que recurrir a la astucia, y confiar. Si atacáramos al Dragón con todas nuestras fuerzas, como si de un ejército de Orcos se tratara, no haríamos más que entregarnos todos a la muerte, dejando así sin defensa a nuestras esposas y nuestros hijos. Por tanto, digo que debéis quedaros aquí y prepararos para la huida. Si Glaurung llega, debéis abandonar este lugar, y dispersaros; es el modo en que algunos podrán escapar y sobrevivir. Porque si puede, lo destruirá todo, pero después no se quedará aquí. En Nargothrond tiene su tesoro, y allí están las profundas estancias en las que puede yacer a salvo y crecer.
Al oír esto, todos se quedaron consternados, y completamente abatidos, pues confiaban en Turambar y habían esperado palabras más esperanzadoras. Pero él prosiguió:
—Ese en el peor de los casos, pero espero que no llegue a ocurrir si mi consejo y mi fortuna son buenos. Pues yo no creo que este Dragón sea invencible, aunque con los años crezca en fuerza y malicia. Algo sé de él. Su poder depende más del espíritu maligno que lo habita que de la fuerza de su cuerpo, por grande que sea. Porque escuchad ahora la historia que me contaron algunos combatientes del año de la Nirnaeth, cuando yo y la mayoría de los que me escucháis éramos niños. En esa batalla, los Enanos le opusieron resistencia y Azaghâl de Belegost lo hirió tan profundamente que Glaurung huyó de nuevo a Angband. Y aquí tenemos una espina más afilada y más larga que el cuchillo de Azaghâl.
Y Turambar desenvainó Gurthang y la blandió por sobre su cabeza, y a los que miraban les pareció que una llama surgía de la mano de Turambar y se elevaba muchos metros en el aire. Entonces dieron un gran grito:
—¡La Espina Negra de Brethil!
—¡La Espina Negra de Brethil! —repitió Turambar—: bien puede temerla. Porque sabed que este Dragón (y toda su especie, según se dice), por dura que sea su armadura de cuerno, más resistente que el hierro, tiene por debajo el vientre de una serpiente. Por tanto. Hombres de Brethil, voy ahora en busca del vientre de Glaurung, por los medios que sea. ¿Quién vendrá conmigo? Sólo necesito a unos pocos de brazo fuerte y corazón más fuerte todavía.
Entonces Dorlas se adelantó y dijo:
—Iré con vos, señor; porque siempre prefiero ir al encuentro del enemigo que esperarlo.
Pero ningún otro respondió tan rápido a la llamada, porque el terror de Glaurung pesaba en ellos, y el relato de los exploradores que lo habían visto se había difundido y había crecido según se contaba. Entonces Dorlas exclamó:
—Escuchad, Hombres de Brethil. es ahora evidente que para el mal de los tiempos que corren los consejos de Brandir fueron vanos. No hay modo de escapar escondiéndose. ¿Ninguno de vosotros ocupará el lugar del hijo de Handir, para que la Casa de Haleth no quede en evidencia?
De este modo Brandir, que ocupaba el sillón del señor de la asamblea pero a quien nadie hacía caso, fue despreciado, y sintió amargura en el corazón; porque Turambar no reprendió a Dorlas. Pero un tal Hunthor, pariente de Brandir, se puso en pie y dijo:
—Haces mal. Dorlas, al hablar así avergonzando a tu señor, cuyos miembros, por mala fortuna, no pueden hacer lo que él tanto querría. ¡Cuidado, no te suceda lo mismo a ti en alguna ocasión! Y ¿cómo puede decirse que sus consejos fueron vanos, cuando nunca se siguieron? Tú, su vasallo, siempre los tuviste en nada. Te digo que Glaurung viene ahora hacia nosotros, como antes fue a Nargothrond, porque nuestras acciones nos han traicionado, como Brandir temía. Pero ya que ha llegado este mal, con vuestra venia, hijo de Handir, en nombre de la Casa de Haleth iré yo.
Entonces Turambar dijo:
—¡Tres son suficientes! A vosotros dos llevaré conmigo. Pero a vos, señor, yo no os menosprecio. ¡Mirad!, debemos avanzar con gran rapidez, y nuestra misión requerirá miembros fuertes. Considero que vuestro lugar está con vuestro pueblo. Porque sois sabio, y un sanador; y es posible que haya gran necesidad de sabiduría y curación antes de que transcurra mucho tiempo.
Pero estas palabras, aunque dichas con cortesía, no consiguieron otra cosa que amargar a Brandir aún más, y le dijo a Hunthor:
—Ve, pues, pero no con mi venia. Porque una sombra hay sobre este hombre, y te conducirá a la perdición.
Turambar tenía prisa por partir, pero cuando se acercó a Níniel para despedirse, ella se aferró a él, llorando desesperadamente.
—¡No te vayas, Turambar, te lo ruego! —sollozó—. ¡No desafíes a la oscuridad de la que has huido! Sigue huyendo, y llévame contigo, lejos.
—Níniel, mi muy amada —respondió él—, no podemos huir. Estamos obligados con esta tierra. Y aun si me fuera, abandonando al pueblo que nos dio su amistad, no podría sino llevarte a las tierras salvajes, sin hogar, y eso sería tu muerte y la muerte de nuestro hijo. Un centenar de leguas nos separan de cualquier lugar que esté aún fuera del alcance de la Sombra. Pero anímate, Níniel, porque esto te digo: ni tú ni yo moriremos a manos del Dragón, ni de ningún enemigo del Norte.
Entonces Níniel dejó de llorar y guardó silencio, pero el beso de despedida fue frío.
A continuación, Turambar, con Dorlas y Hunthor, se puso rápidamente en marcha hacia Nen Girith, y cuando llegaron, el sol estaba poniéndose y las sombras eran alargadas; y dos de los últimos exploradores se encontraban allí esperándolos.