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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (30 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—¿Por tierra o flotando en el aire? —preguntó el hombrecillo.

—Flotando; yo ni siquiera oía las ruedas. Los caballos tenían un color gris enfermizo y sus ojos brillaban como carbón encendido, en tanto que el vaho que salía de sus narices olía a incienso. Tú me agarraste y me subiste a tu lado para llevarme a un lugar en que reinaba la luz.

—Y esa muchacha… —preguntó travieso Shufoy—. ¿Hay alguna posibilidad de que se pase por mis sueños?

Prenhoe respiró despectivamente. Abandonaron la concurrida Avenida de las Esfinges para caminar por entre las angostas callejuelas laterales.

—¡Ya hemos llegado! —exclamó Shufoy deteniéndose ante el umbral de una casita de dos plantas aislada en un rincón de una lonja destartalada y mirando melancólico alrededor de ella—. Aquí vendían amuletos de amor antes de que me sobreviniera la desgracia. Conocía a una joven que vivía por aquí. Era tan escurridiza como una serpiente.

Shufoy llamó a la puerta, pero no hubo respuesta alguna. Entonces la golpeó con el parasol, aunque no recibió más contestación que la que le dio el eco.

—¿Estás seguro de que nos esperan?

—Belet siempre es fiel a su palabra. Quiere darme las gracias por todo lo que he hecho.

—¿Y si hoy no es un día propicio para hacer visitas? —apuntó Prenhoe—. ¿Hoy es el día en que el dios Thot sustituyó a la majestad de Atum en el Estanque de las Dos Verdades del templo? A veces me encuentro confundido; ya sé que no es el día que marca el aniversario del ataque de Set a Horas, aunque mañana sí que es el día en que Sekhmet la Destructora abrió sus ojos para desatar la peste sobre la humanidad…

—¿Tu cumpleaños? —preguntó el enano con aire inocente. Atravesó la plaza y observó el reloj de sol construido sobre un plinto de piedra—. Habíamos quedado a esta hora: cuatro horas antes del crepúsculo. Belet me ha dicho que si bebemos demasiado podemos quedarnos a dormir.

—Eso me recuerda el Día de la Esfinge —declaró quejicoso Prenhoe—. ¿No se supone que Belet debería estar en la puerta y recibirnos con guirnaldas de flores para que ornemos nuestros cuellos y una pastilla de perfume para nuestras cabezas?

Shufoy no lo estaba escuchando. Se rascó la barba desordenada y recorrió el callejón que daba a la puerta del jardín. Echó un vistazo a la pequeña estela de cobre colocada en la pared de un lateral, que representaba a Horus como un halcón posado en un disco dorado. El hombrecillo se sintió incómodo. Belet y Seli eran hospitalarios y muy amables: ya deberían estar en la puerta para darles la bienvenida.

—¿Dónde conociste al cerrajero? —preguntó Prenhoe.

—Cuando llegó a la aldea de los Rinocerontes —respondió Shufoy—. Es de buena familia, ¿sabes? Sin embargo, su padre le cogió gusto al vino fuerte. Era un hombre muy rico y, según me confió Belet, tenía pesadillas, unos sueños horribles. Dejó de afeitarse la cabeza y comenzó a beber desde que se levantaba hasta que se acostaba. Para cuando el hijo llegó a adulto, había derrochado toda la fortuna familiar.

—Yo tengo un familiar lejano con la misma clase de problema.

Shufoy ni siquiera lo escuchó; se limitó a abrir la puerta y recorrer el sendero que atravesaba el vergel.

—Ha estado cavando en el jardín —observó Prenhoe.

El enano echó un vistazo y se puso aún más nervioso.

No era la primera vez que visitaba aquel jardín y sabía que aquella parcelita constituía uno de los lugares favoritos de Belet para plantar hortalizas. Sin embargo, en esos momentos tenía el suelo removido de forma desordenada. Se introdujeron en la frescura del pórtico hipóstilo y Shufoy empujó la puerta de atrás.

—¡Belet! ¡Seli! ¡Aiya! —Sintió un escalofrío: había algo que no iba nada bien—, ¡Prenhoe! —susurró—. ¡Huele!

—No huelo nada —repuso el escriba.

—¿Y no es preocupante? —preguntó el enano en tono sombrío—. Según Belet, iban a preparar un verdadero festín. Y, si están fuera, ¿dónde se han metido Aiya y su feroz perrito? —Entró en la cocina—. Todo parece estar en orden —murmuró.

Palpó el hornillo de terracota: el carbón estaba amontonado y frío. Observó que habían sido retirados los paños de lino que cubrían la comida y que faltaban el pan y el queso. Sacó su daga. Prenhoe, alarmado, hizo otro tanto. Shufoy subió las escaleras que llevaban a la planta alta. Abrió la puerta del dormitorio y pudo ver los velos de gasa del lecho desordenados. La cabecera estaba tallada con la forma de dos leones en pleno rugido, uno en cada extremo. Miró al suelo y se percató de la suciedad que lo cubría. El cerrajero era un hombre orgulloso y gustaba de tener la casa reluciente. A Shufoy le dio un vuelco el corazón y se le secó la boca. Hizo pasar a Prenhoe al dormitorio y entre los dos registraron cofres y arcones.

El hombrecillo abrió la puerta del aposento para salir, y estaba a punto de hacerlo cuando vislumbró algo que se movía a su derecha. Levantó el parasol y golpeó a su agresor en el estómago al tiempo que el escriba daba un grito. A su espalda oyó entrechocar cuchillos. Echó una rápida mirada sobre su hombro para ver a Prenhoe forcejeando con un enmascarado con la cabeza cubierta. Oyó un ruido y volvió la vista hacia su atacante, que se acercaba agitando el cuchillo. Entonces se inclinó para embestir con el hombro el vientre del intruso. El silencio del lugar se había hecho añicos. Prenhoe gritaba como un verdadero soldado; a pesar de haberse formado como escriba y ser un creyente acérrimo de sus propios sueños ante todo, también había recibido parte de la educación propia de un soldado y no tardó en darse cuenta de que su oponente no gozaba de tal instrucción. El enmascarado no dejaba de arremeter contra él, pero usaba el cuchillo con gran torpeza. Mientras tanto, y usando el parasol a modo de lanza, Shufoy lograba llevar a su agresor hacia las escaleras. A éste, se le hacía difícil ocuparse de aquel enano que empleaba el parasol con una destreza comparable a la de un veterano del faraón ducho en el uso de la lanza. Cada vez acometía con más brío, y el hombre retrocedía con paso desgarbado, presa del pánico. No se dio cuenta de que había llegado al borde de las escaleras y, al dar un salto hacia atrás para eludir una cuchillada de Shufoy, perdió el equilibrio y cayó rodando por ellas. Se golpeó con la pared de la planta baja y ladeó la cabeza hacia la derecha. A pesar de la distancia, el hombrecillo pudo oír el chasquido de su cuello al partirse. Se dio la vuelta con un rugido y corrió a ayudar a Prenhoe. El segundo atacante se aterrorizó. Lanzó su daga al escriba y, dando media vuelta sobre sus talones, corrió hacia la ventana que se abría al otro extremo del pasillo. Tuvo tiempo de abrir los postigos, pero Prenhoe fue más rápido. El intruso intentó poner un pie en el alféizar, pero al escriba, dominado por el furor de la batalla, no le costó aferrado.

—¡No! —gritó Shufoy—. Deja que…

Demasiado tarde: Prenhoe ya había levantado con ambas manos su daga para hundirla en el cuello descubierto del agresor. Éste retrocedió entre sacudidas, golpes de tos y estertores. Se intentó apartar la máscara en un último esfuerzo por respirar, pero ya estaba escupiendo sangre. Dio un paso adelante tambaleándose antes de desplomarse.

Prenhoe y Shufoy quedaron unos segundos inmóviles, casi sin resuello.

—Ya te he dicho que mi sueño significaba algo —farfulló Prenhoe mientras se apoyaba en la pared y se llevaba las manos al vientre—. El rostro de lagarto de aquellos hombres…

—¡Calla ya! —le espetó el enano. Se acercó al hombre de la ventana, que yacía con los miembros extendidos sobre un charco cada vez mayor formado por su propia sangre. Le dio la vuelta y le retiró la máscara. El rostro que quedó al descubierto era delgado y feroz y estaba marcado por una cicatriz que le atravesaba la mejilla derecha. Registró el cadáver con detenimiento—. Nada —dictaminó—; un asesino profesional.

Bajó corriendo a por el segundo cadáver. Tenía el semblante sucio y sin afeitar. El ojo bueno estaba entrecerrado y el otro no pasaba de ser un hueco negro.

—¡Vaya par de sujetos! —gritó Shufoy al tiempo que registraba entre sus vestiduras—. Nada —repitió con un suspiro. Llamó al escriba para que bajase a la cocina—. Lo has hecho muy bien —añadió felicitándole—. Mi atacante era tuerto, ¡y yo que no hacía más que preguntarme por qué no era capaz de seguir el movimiento de mi parasol!

Prenhoe se había recobrado y se esforzaba en demostrar que su sueño no estaba equivocado. Shufoy levantó una mano.

—Tengo sed. ¡Y hambre!

Encontraron cerveza, pan y queso en la cocina.

—Ponlo todo sobre la mesa —le indicó el enano—: quiero asegurarme de que la casa está vacía.

Recorrió el hogar del cerrajero, pero no encontró otra cosa que los cuerpos agarrotados de los dos maleantes e indicios de la pelea que acababan de mantener en el pasillo que daba al dormitorio. Salió al taller, pero tampoco pudo ver nada extraño. Reparó en el cofre de madera de sándalo en que Belet guardaba las herramientas, su posesión más preciada. Shufoy estaba con él cuando lo llevó a su nuevo hogar. El enano levantó la tapa.

—¡Está vacío! —murmuró. Regresó a la cocina rascándose la cabeza.

Prenhoe y él comieron en silencio.

—¿Qué está pasando aquí? —exclamó Shufoy—. Belet y Seli han desaparecido, y otro tanto puede decirse de sus herramientas y de parte de su comida. —Se pasó la lengua por los labios para limpiarse—. Belet sería incapaz de volver a las andadas: Seli no se lo permitiría. Sin embargo, alguien se lo propuso en el Cubil de las Hienas, cerca de la aldea de los Rinocerontes. No se me ocurre otra respuesta: alguien ha venido a por él, lo ha secuestrado junto con su esposa y se ha llevado también sus herramientas. No tardará en cometerse el robo del que habían hablado.

—Tal vez han venido con la única intención de hacerlo callar —sugirió el escriba— y luego le han robado las herramientas.

—En tal caso, ¿dónde están los cadáveres?

Sintió un estremecimiento. Dejó la jarra de cerveza en la mesa y, seguido de Prenhoe, salió corriendo al jardín. Ambos se arrodillaron en la parcela de las hortalizas y comenzaron a escarbar la tierra. No tardaron en dar con la poco profunda sepultura en que descansaban el cadáver de la anciana, empapado en sangre, y, encima de éste, el del perro con el cráneo aplastado. El joven escriba se volvió para vomitar; su compañero se puso en pie temblando. Miró hacia la casa y tuvo la terrible premonición de que jamás volvería a ver con vida a Belet y Seli. Se acercó a Prenhoe, le dio una palmadita en un hombro y lo condujo de nuevo al interior.

—¿Por qué han hecho eso? —preguntó casi sin voz mientras buscaba una jarra de agua para limpiarse los labios y la barbilla.

—Es una lástima que hayamos matado a esos dos sujetos —lamentó Shufoy sentándose en un taburete—. Creo que pertenecían a la taifa de la Aldea de los Rinocerontes. Entraron en la casa, asesinaron a la sirvienta y capturaron a Belet y a Seli; también se apoderaron de las herramientas de él, lo cual apunta a que intentan robar en la Casa de la Plata o alguna caja de caudales. La hornilla está fría —siguió diciendo—, y la casa, intacta, por lo que debieron de secuestrarlos por la noche.

—Pero ¿por qué dejaron aquí a esos dos asesinos?

—De una manera u otra, su cabecilla debió de descubrir que Belet tenía invitados. Ellos se quedaron aquí para encargarse de nosotros. ¿Por qué?

Prenhoe meneó sin más la cabeza.

—Eso quiere decir —prosiguió Shufoy— que, sea lo que fuere lo que tienen planeado, van a ejecutarlo en breve, tal vez hoy mismo, esta noche. Una vez realizado el robo, no creo que les importe si se descubre que Belet y Seli han desaparecido; de hecho, podrían acusar a mis amigos del crimen —manifestó tomando su jarra de cerveza y sorbiendo su contenido.

—Pero ¿qué sentido tiene dejar aquí sólo a dos integrantes del grupo?

Shufoy tocó la cicatriz de su rostro y sonrió.

—¿Qué te resulta tan divertido? —preguntó Prenhoe.

—El hecho de no tener nariz —contestó el enano—. Sospecho que la mayor parte de la gavilla estará formada por rinocerontes. En caso de que el ataque fracasase, los cadáveres desfigurados revelarían la procedencia de los secuestradores.

—¿No deberíamos enviar a Asural y a algunos de sus hombres a la aldea?

Shufoy meneó la cabeza.

—Sería una pérdida de tiempo: descubrirían que faltan algunos habitantes, pero nadie sabría dónde se encuentran ni qué están haciendo. También quiere decir que no son muchos, pues sólo han podido permitirse dejar aquí a dos hombres. —Le dirigió una sonrisa—. Debieron de pensar que un enano y un escriba de manos suaves no serían difíciles de eliminar.

—Y estaban equivocados, ¿no es verdad? —gritó Prenhoe.

—Sí que lo estaban, sí. Prenhoe, ve a buscar a Asural y dile que traiga a la policía. El cadáver de Aiya merece un entierro digno.

—¿Qué vas a hacer tú?

—Me voy a quedar aquí un rato.

El escriba no necesitó que se lo dijeran dos veces: estaba deseando alejarse de aquella casa, mancillada por el violento ataque y los espantosos cadáveres. El enano esperó a que se hubiese ido para registrarla de arriba abajo. Lo único que pudo descubrir fue un cofrecito bajo el lecho. Lo sacó y miró en su interior, aunque no encontró más que papiros que no parecían tener nada de extraordinario. Se trataba de cartas que Belet había escrito a Seli. Un rollo descolorido llamó su atención. Lo extendió sobre el suelo para estudiarlo con detenimiento; pertenecía a Lakhet, el padre de Belet. La primera parte presentaba la caligrafía propia de un escriba, aunque a la mitad empeoraba mucho y se tornaba casi ilegible. Era el borrador de una oración, uno de esos himnos de alabanza que tanto gustaban a cortesanos y funcionarios:

Te doy las gracias, Osiris,

oh señor bicorne,

portador de la gran corona.

Te agradezco que me hayas elegido,

a mí, Lakhet, tu humilde siervo.

Ha venido a mí la gloria del faraón.

He obrado para el gran constructor.

He creado puertas para los dioses.

Y mi obra ha sido bendecida…

El himno continuaba loando, verso a verso, al dios Osiris. También constituía una hábil vanagloria de lo que había logrado durante su vida el padre del secuestrado. Shufoy lanzó un suspiro, lo volvió a depositar en el cofre y dejó éste de nuevo bajo el lecho. Miró a su alrededor. En una esquina, sobre una mesa de acacia de hermosa talla, descansaba una estatua de Anubis, el dios chacal. Sintió una punzada de terror. Se acercó a gatas para arrodillarse ante la representación. Entonces cerró los ojos y extendió los brazos mientras rezaba en silencio. Sabía que aquella casa había sido escenario de acciones deplorables: habían raptado a Belet y a Seli y los habían condenado a muerte. Se incorporó y abrió los ojos, preguntándose a qué se debía todo aquello. ¿Cuál era el robo que planeaban los secuestradores?

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