—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó el sumo sacerdote, que acababa de llegar corriendo envuelto en una túnica de dormir—. Señor Amerotke, ¿es cierto?
—Lo es —lo atajó el juez—. Hemos encontrado la Gloria de Anubis y desenmascarado a los responsables del robo. No —declaró levantando una mano—. Mi deber es informar a la divina Hatasu y al señor Senenmut. Por el momento, puede volver a consagrarse la capilla. —Lanzó a Wanef una mirada cargada de astucia—. La reina-faraón podrá ahora demostrar hasta qué punto disfruta del favor de los dioses: su sabiduría y su devoción le han permitido descubrir el paradero de esta piedra sagrada. Ella misma la volverá a poner al cuidado del dios Anubis.
El sumo sacerdote no fue capaz de objetar nada, por lo que se sobrepuso al ferviente deseo de tener en las manos la amatista y, con un suspiro, dio su aprobación.
—Por supuesto, por supuesto —murmuró—. Pero ¿y estos cadáveres?
Wanef se disponía a lanzar una nueva invectiva, pero Amerotke le volvió la espalda y se arrodilló junto al cirujano.
—¿Lo mismo que en los otros casos? —le preguntó.
—Lo mismo, mi señor: no hay marcas en los cuerpos, ni puede determinarse una causa clara de la defunción. —Señaló la bandeja con las jarras y las copas—. Mis sirvientes han examinado el contenido sin hallar tósigo alguno.
Amerotke levantó la mirada al cielo iluminado por las estrellas. Se estaba haciendo tarde, por lo que pidió a Shufoy que enviase un mensajero a la señora Norfret.
—Esta noche no volveremos a casa —le indicó. Entonces llevó al médico aparte—. Quiero que examines los cadáveres con detenimiento en busca de un pequeño pinchazo o algo semejante. Tal vez te encuentres con que los dos cuerpos lo tienen en el mismo lugar —advirtió señalando el sitio en el que habían estado sentados—. Sospecho que se hallaban uno al lado del otro. Lo más seguro es que el asesino atacara desde ahí —añadió indicando los arbustos que había detrás—, por lo que el pinchazo debe de encontrarse a cierta altura, en la parte alta de la espalda o en el cuello. Me extrañaría mucho si estuviese por debajo de los omóplatos. Probablemente fueron asesinados cuando estaban sentados e inclinados hacia delante. —Hizo ver al médico las leves magulladuras que presentaba el semblante de los dos cadáveres—. Después el criminal lanzó los cuerpos al agua.
—¿Con qué propósito?
—Con el de desviar la atención del método empleado para acabar con sus vidas. Desviste los cadáveres con cuidado —prosiguió con voz queda—. Extiende sus ropajes y verás en los de cada uno un pequeño pinchazo semejante al de una aguja.
—Sabes cómo los han asesinado, ¿no es así?
—Sí, creo que sí. Ahora sólo me queda atrapar al que lo ha hecho.
Acompañado de un anonadado Shufoy, Amerotke se dirigió al sumo sacerdote y le pidió alojamiento para él y su compañero. Una vez dentro del dormitorio que les ofrecieron, cerró los postigos de las ventanas, corrió el cerrojo de la puerta y apoyó en ésta parte del mobiliario.
—¿Qué ocurre, amo?
—Nuestra vida está en peligro, Shufoy; estamos huyendo de un asesino atroz, a quien le encantaría acabar de un golpe el trabajo que tiene entre manos.
—¿No vas a contarme nada más? —preguntó el enano fijando la mirada en su amo, que se había tendido sobre el angosto lecho.
—No; estoy demasiado cansado. Además, tal vez me esté equivocando. Mañana, Shufoy; levántame antes del amanecer. Para entonces, quiero estar fuera de este templo, en la Casa del Millón de Años. Dicho esto, Amerotke se dio la vuelta y se echó a dormir. La noche pasó sin imprevistos. Poco antes del alba, el juez y el enano se lavaron y abandonaron del templo sin pausa. Shufoy no había visto nunca a su amo salir de ningún lugar tan callado, como si temiese que alguien lo atrapara. En el camino exterior, se encontraron con un escuadrón de soldados que se dirigía a las puertas de la ciudad. Amerotke se sirvió de toda la autoridad que fue capaz de demostrar para pedirles protección y escolta hasta el palacio real cercano al gran embarcadero del Nilo. Una vez que hubieron atravesado las elevadas columnas para introducirse en los jardines del faraón, el magistrado pudo relajarse. Tras dejar marchar a la escolta, dio a Shufoy un recado para la ciudad. El hombrecillo rezongó.
—Tengo hambre, amo, y ni siquiera he podido dormir bien. Además, estoy muy preocupado por lo que pueda haber pasado con Belet.
—¿Por qué no aprovechas para atracarte en el mercado? —Amerotke se agachó para regalarle una sonrisa—. Así podrás preguntar si alguien sabe algo de tu amigo. Ya sabes lo que tienes que hacer: habla con tus conocidos, los herbolarios y los hombres alacrán antes de volver aquí. Te estaré esperando en una de las antecámaras o fuera, en las caballerizas. Si te encuentras con Prenhoe, no le cuentes nada de lo que sucede; de lo contrario, cuando llegue a casa me obsequiará con toda una sarta de sueños.
Shufoy se alejó caminando como un pato. Amerotke pidió a un criado que le guiase hasta los establos. Éstos se hallaban en plena actividad: las caballerías entraban y salían, los mozos de cuadra las cepillaban y las alimentaban, las desaparejaban para que pacieran o las ataban a las lanzas de los carros. Por todo el lugar había soldados y aurigas desayunando sentados. Uno de los caballerizos se acercó.
—¿Sí, mi señor?
—¿Echas de menos a
Hator
e
Isis
?
—Dos hermosas monturas, mi señor.
—Dime una cosa —le rogó mientras señalaba hacia un escuadrón de carros—: ¿están los caballos enjaezados y listos para partir?
—Claro que sí, mi señor; van a patrullar las Tierras Rojas. Algunos mercaderes se han quejado de la presencia de maleantes libios.
Amerotke se dirigió a uno de los carros y, ante la mirada sorprendida del caballerizo, se subió a él para volver a bajarse acto seguido. Entonces pidió a un auriga que comprobase el estado de las patas y riendas de los caballos, tras lo cual le dio las gracias con aire distraído y caminó hacia el palacio.
Los chambelanes y los criados, el guardián de la diadema real, el custodio del abanico de la reina, el cuidador del perfume del faraón…, todos recorrían con paso rápido los corredores y galerías que llevaban a la Casa de la Adoración, el lugar en que se hallaban los aposentos personales de Hatasu. Un chambelán le prometió informar de su llegada a la divina y al señor Senenmut y le garantizó de modo solemne que les transmitiría su mensaje. Amerotke hubo de esperar sentado poco menos de una hora, durante la cual no dejó de agitar las piernas, fascinado por la avalancha de sirvientes que entraban y salían con paso ceremonioso de la Casa de la Adoración: criados que llevaban túnicas colgadas del brazo y bandejas de joyas, amuletos, zarcillos y brazaletes; el custodio de las zapatillas reales, barberos, masajistas, perfumistas… El magistrado hizo cuanto pudo por reprimir una sonrisa. Si lo deseaba, Hatasu podía representar el papel de muchacha apocada y mojigata tan bien como el de la arpía maldiciente, para después, en un abrir y cerrar de ojos, asumir toda la grandeza y majestad propias del faraón. En ocasiones se vestía como una joven que sale corriendo al mercado; otras, se convertía en la verdadera encarnación de la divinidad. A veces se dejaba encandilar por el esplendor y el protocolo de la corte, mientras que otras se burlaba de ellos sin tapujos.
—Siempre mudable —musitó Amerotke—, como la luna.
Por fin la antecámara se sumió en el silencio. Una unidad de soldados del escuadrón de élite del Buitre, dirigida por un joven oficial que lucía todas sus galas ceremoniales, se apostó ante las puertas. Eran los
nakhtu-aa,
los «jóvenes de brazo fuerte», los
maryannou
o «valerosos del rey». Vivían para la reina-faraón y por ella morían; besaban el suelo que ella pisaba. Amerotke estaba empezando a dormitar cuando se abrieron las puertas de golpe para dar paso a Senenmut, que entró dando zancadas.
—¡La divina Hatasu goza de un divino humor de perros!
El magistrado agarró con fuerza la bolsa de cuero.
—Pero creo —añadió sonriente el visir— que vas a ser capaz de amansarla, ¿verdad que sí?
Era cierto que la reina se había dejado llevar por una rabieta de proporciones imperiales. Se hallaba en la salita del trono, sentada en un asiento con forma de león, con las manos aferradas a las patas delanteras del animal y los pies apoyados sobre un escabel.
—Mi señor Amerotke, ¡más muertes en el templo de Anubis!
El juez se hincó de hinojos y tocó el suelo con la frente. Al hacerlo, abrió la bolsa de cuero para dejar que la amatista sagrada saliese rodando de su interior. Pudo oír una prolongada inspiración seguida de un golpeteo de sandalias. Hatasu le pellizcó el brazo con aire travieso.
—¡Deja eso y ponte en pie!
Cuando lo hizo, la reina-faraón ya tenía la Gloria de Anubis en sus manos y la levantaba como un campeón que sostuviese en alto su trofeo.
—¿Soy la primera en saberlo?
Amerotke le refirió en pocas palabras lo que había ocurrido. Durante la exposición de los hechos, ella no dejó de caminar de un lado a otro ni borró la sonrisa de sus labios. Ni siquiera se molestó en maldecir a los autores del delito.
—¡Voy a amar esta piedra! —exclamó una vez concluido el relato—. Quiero desfilar en procesión por todo el templo de Anubis con la joya en mis manos para demostrar a esos sacerdotes, a todos los tebanos, que los dioses me aman y me son favorables.
Volvió a sentarse en su trono, sin dejar de acunar la amatista.
—Estamos orgullosos de ti, Amerotke. ¿Y el manuscrito de Sinuhé?, ¿lo tienes bien guardado?
—En mi propio hogar, mi señora.
—¿Y el asesino?
—Creo que sé quién es.
—¡Siéntate! ¡Siéntate! —le ordenó la reina mientras hacía revolotear sus dedos en dirección a un escabel—. Ahí.
Cuando el magistrado hubo obedecido, Hatasu se levantó, se puso en cuclillas a sus pies y ordenó a Senenmut que hiciera otro tanto.
—Míranos —bromeó—: el profesor y sus dos alumnos.
Senenmut también estaba encantado, según pudo inferir el juez por el modo en que se daba palmaditas en las rodillas. Amerotke exhaló un suspiro y, tras ponerse en pie, apartó el escabel y se sentó en el suelo junto a ellos.
—¿Habéis recibido mi mensaje? —preguntó.
—Sí, sí, y la respuesta es que Tushratta quiere la paz, pero no puede decirse lo mismo de muchos de los miembros del consejo real.
—¿Y de lo otro?
—No puedo decirte nada, pero ya he enviado a un chambelán para que lo averigüe.
—Tendremos la confrontación aquí mismo —murmuró Amerotke—. Cuando llegue Mareb, dejad que se siente con nosotros. Mi señor Senenmut, me gustaría que te cerciorases de que no viene armado.
El visir levantó las cejas, se levantó y caminó hacia la puerta. Hatasu había cambiado de humor: su semblante se había vuelto severo y había comenzado a morderse el labio inferior, un gesto peculiar cuando estaba irritada. Apenas había regresado Senenmut cuando llamaron a la puerta y un chambelán entró en la sala para anunciar que Mareb estaba esperando. Se mostró algo sorprendido ante el modo en que se hallaban sentados la reina-faraón, su visir y su juez supremo, aunque se repuso ante el gesto imperioso de Hatasu.
—Haz que entre solo, pero di al capitán de la guardia que se encargue de que lo registren del cuello a la entrepierna.
El chambelán se retiró. Poco después entró por la puerta el heraldo, con el cabello recién ungido y el rostro afeitado. Amerotke no pudo evitar recordarlo en las Tierras Rojas y se armó de valor para dejar de lado cualquier sentimiento de compasión: Mareb era un asesino, un hombre al que podía hacerse responsable de muchas muertes. El heraldo no sabía qué hacer, por lo que permaneció de pie, cargando el peso de su cuerpo en un pie y después, en otro.
—¡Siéntate, hombre! —le ordenó Hatasu—. Aquí, para que completemos el círculo.
Indeciso, debatiéndose entre el protocolo y el deseo de complacer, el heraldo obedeció nervioso.
—Mi señora.
—¡Nada de mi señora! —le espetó—. Quien te ha convocado ha sido mi señor Amerotke.
—¿Sabes…? —empezó a decir el magistrado—. Tengo los mapas de Sinuhé.
Dicho esto, señaló con un gesto el trono en el que Hatasu había depositado la Gloria de Anubis. El heraldo la miró y, durante un breve instante, Amerotke pudo vislumbrar un gesto de sorpresa y consternación.
—Khety e Ita han tenido mala suerte —murmuró el juez—. Han sido desterrados de Tebas.
—Me alegra saberlo, mi señor.
—No, no te alegra: estás preocupado y tienes miedo, y con razón, dado que tú eres el asesino de Anubis. Mareb, tú posees un par de sandalias de guerra, un faldellín de cuero, una capa y una máscara de chacal. Tú eres el responsable de los asesinatos de Weni, Sinuhé, los tres enviados de Mitanni y la bailarina. También intentaste acabar conmigo en las Tierras Rojas, pero fracasaste estrepitosamente.
Mareb se habría puesto en pie si Amerotke no lo hubiese asido con fuerza de una de sus muñecas y lo hubiese obligado a permanecer sentado.
—Te encuentras en presencia de una diosa, Mareb: la divina reina-faraón se encargará de que se haga justicia.
El heraldo abrió la boca y volvió a cerrarla sin articular palabra.
—Empecemos por el cargo que ostentas —siguió diciendo Amerotke—. Weni y tú erais pajes, al igual que vuestro querido amigo Hordeth. Tú te formaste en la corte de Tutmosis, el padre de la divina Hatasu. Después de aquello, los tres entrasteis a formar parte de la Casa de los Enviados. Estabas orgulloso de tu posición, como también debían de estarlo tu padre y tu hermano mayor. En la academia obtuviste muy buenos resultados, sobre todo en lo referente al estudio de la lengua y las costumbres de los que habitan más allá de las fronteras egipcias. Te hicieron heraldo, primero con Hordeth y luego con Weni, pues es costumbre de la corte de Egipto enviar siempre a dos heraldos ante un príncipe foráneo.
—¿Hordeth? Ya te he dicho que apenas llegué a conocerlo.
—No. Ésa es precisamente la mentira que te ha delatado. Deja que te cuente la historia: Hace años, durante el reinado del divino Tutmosis, Weni, Hordeth y Mareb eran pajes de la casa real. Más tarde, entraron a servir en la Casa de los Enviados. En la tumba de Tutmosis I, hay un mural que representa a los pajes reales arrodillados ante el faraón. Pude observar que dos de ellos estaban cogidos de la mano: se trataba de Hordeth y Mareb. —Amerotke se detuvo—. Estoy seguro de que, si ordenara que revolvieran los documentos de la Casa de Registros, descubrirían que erais amigos íntimos. Pasó el tiempo y Weni se desposó con una mujer de Mitanni. Hordeth y ella se desearon, por lo que Weni montó en cólera. Asfixió a su esposa durante un paseo por el Nilo y citó a Hordeth en el templo de Bes, también para asesinarle.