Tetiky seguía nervioso a todas luces.
—Yo soy inocente, mi señor.
Amerotke le dio una palmada en el hombro.
—Claro que lo eres, pero no puede decirse lo mismo de esos dos.
El capitán abrió los ojos presa del estupor.
—¿Son culpables, mi señor?
—Tanto como el dios Set lo es de fratricidio. No tardarás en ser informado de todo.
—¿Y la amatista sagrada?
—Espero por ellos que la devuelvan. Pero escucha, Tetiky —tomó al soldado por el hombro—: Esos rumores del dios Anubis caminando por el templo…
—Yo no llegué a verlo —respondió.
—Entonces, ¿quién lo vio?
Tetiky llamó a uno de los guardias, un recluta bajito y de rostro suave que acudió a paso ligero.
—Cuenta a mi señor Amerotke lo que viste del dios Anubis.
—En realidad no vi nada —farfulló—; probablemente fue un sueño o un engaño provocado por la luz. —Entonces dirigió una rápida mirada por encima del hombro a los compañeros apostados al final del corredor.
Amerotke le sonrió.
—Capitán Tetiky, este hombre será recompensado por su aguda vista y su actitud vigilante. Viste algo, ¿no es así? —insistió—; pero ahora prefieres concederle poca importancia con tal de no ser objeto de burlas. Con todo, estoy persuadido de que, si me diese una vuelta por el templo, no me costaría encontrar a un sirviente u otro guardia que también hubiesen vislumbrado algo semejante.
El recluta clavó en Tetiky una mirada nerviosa.
—Dime la verdad —insistió Amerotke. Seguidamente se volvió para escrutar el interior de la capilla a través de la puerta a medio abrir: Khety e Ita se hallaban sentados uno al lado del otro, con las cabezas juntas.
—Dos noches antes de que asesinaran a la bailarina —respondió sin prisa—, yo estaba de guardia, o más bien patrullaba la zona que separa las Puertas Perladas y el jardín. Oí un ruido y me di la vuelta enseguida. Fueron tan sólo unos instantes, pero pude ver a alguien vestido como el dios Anubis, con una máscara negra y dorada de chacal, sandalias bélicas, una saya de cuero negro y una capa sobre los hombros.
—¿Era un hombre o una mujer?
—No lo sé. No podría decirlo con seguridad, pero parecía una mujer, por la elegancia de sus movimientos. —Meneó la cabeza—. No lo sé.
—Ahora —prosiguió Amerotke aproximándose—, quiero que recuerdes con exactitud lo que llevaba en las manos esa figura, si es que llevaba algo.
El recluta cerró los ojos.
—Sí; parecía una lanza corta, pero lo cierto es que no lo sé.
—Gracias.
Amerotke se despidió de los dos soldados y volvió a introducirse en la capilla.
—¿Y bien? —preguntó una vez que se hubo sentado de nuevo en su lugar.
—¿Podemos contar con tu palabra de honor? —quiso saber Khety.
—Sí, pero necesito la Gloria de Anubis y una confesión completa.
El sacerdote hizo a Ita un gesto de asentimiento.
—Necesito recoger algo —dijo ella.
Amerotke la dejó marchar y quedó sentado a la espera de su regreso. Entonces volvió a entrar la sacerdotisa con un saco de cuero cubierto de polvo y lodo.
—¿La tenías enterrada en el jardín? —preguntó el magistrado.
Ita asintió con la cabeza antes de deshacer el nudo que cerraba la bolsa y extraer la hermosa amatista de forma oval. Shufoy no pudo reprimir un silbido ante la refulgente belleza de la piedra. Amerotke la sostuvo frente a la luz de una de las antorchas; al girarla, pudo apreciar que las vetas del centro tenían forma de cabeza de perro o chacal. Examinó con gran cuidado la amatista: no tenía defecto alguno. Entonces la colocó al lado de su silla.
—¿Qué hay de la confesión?
—Éramos felices aquí —comenzó a relatar Khety—. Yo ganaba bastante dinero procedente de las cuotas funerarias cuando conocí a Ita. Nemrath no hacía más que importunarla. —Se frotó los ojos y miró al juez con gesto cansado—. Una vida monótona, mi señor, hasta que un día, estando en mi dormitorio…
—¿Cuándo sucedió eso?
—No hace mucho. Hace diez o catorce días, poco antes de la llegada de los de Mitanni. No sé quién era: en ocasiones se hacía llamar Weni; otras, Mensu…
—¡Mensu! —exclamó Amerotke—. Pero si es uno de los enviados de Tushratta.
—Ya lo sé, lo sé. En realidad, no puedo decir siquiera si mi visitante era un hombre o una mujer. A veces hablaba con voz apagada; otras, con voz más clara; a veces tenía un tono alto y otras, bajo. —Khety se rascó una ceja—. En cierta ocasión, pensé que era Weni de verdad, aunque poco después lo mataron y vino alguien que parecía saberlo todo. Por lo tanto, empecé a preguntarme si el primero había sido en realidad Weni. En cualquier caso, quien me visitó en primer lugar me aseguró que si robaba la Gloria de Anubis, podía hacerme más rico de lo que había soñado en mis sueños más salvajes. Por supuesto, respondí que era una locura, que nadie podría hacer tal cosa. Se habló de una suma enorme de plata y oro. —El sacerdote sacudió la cabeza—. Nunca había oído nada semejante. Contesté que debía discutirlo con Ita, y el visitante acabó por aceptar. En nuestro segundo encuentro, comuniqué a este misterioso mensajero que lo haríamos, pero que íbamos a necesitar incluir a Tetiky o a Nemrath en la conspiración. Me dijo que no fuese idiota.
—Entonces se me ocurrió un plan —terció Ita en tono desafiante—. Recuerda que tenemos tu palabra, mi señor. —Se detuvo—. Nemrath era un ser rijoso como una cabra en celo. Aprovechaba la menor ocasión para susurrarme indecencias, pero tenía miedo de Khety. Le dije que no le importaba y que le hacía gracia la idea de compartirme con él. Ese gordo estúpido se lo creyó. En ningún momento mencionamos la Gloria de Anubis. Nemrath pagó lo acordado y el resto es tal y como tú mismo lo has explicado.
—¿No temíais tener que enfrentaros a la guardia?
—Tetiky es igual que cualquier otro soldado: nunca se sale de la rutina establecida. La noche en que robamos la amatista, todo fue según lo habíamos planeado. Lo único que me preocupaba era la aparición de la que hablaban todos en el templo y que se correspondía con la imagen de Anubis.
—¿Creías en dicho rumor? —inquirió el juez.
—No creo en dioses que caminan. —Esbozó una sonrisa—. No creo en nada, mi señor Amerotke. —Entonces endureció la mirada—. Cuando una trabaja en un templo con sacerdotes… —Su voz se quebró—. Yo maté a Nemrath; merecía morir: no paraba de acosarme. Yo robé la amatista.
—¿Por qué no la entregasteis de inmediato?
—Nuestro visitante volvió —expuso Khety—. Nos dijo que la guardásemos hasta que regresase a por ella. Tras la muerte de Weni, vino a vernos de nuevo. A esas alturas, me asaltaban todo tipo de dudas. Sospeché que la joya acabaría en las manos de los de Mitanni; se nos dijo que la conserváramos por si algo salía mal.
—En tal caso, cabe la posibilidad de que el visitante no fuera Weni, ¿verdad?
—Pudo haber sido cualquiera, un hombre o una mujer: no lo sé.
—¿Y no podéis contarme nada más?
—Mi señor…
Amerotke miró a la sacerdotisa.
—¿Nos van a echar de la ciudad con nuestras túnicas y sandalias, como a criminales?
—Es precisamente lo que sois —declaró Shufoy.
—Conservaréis la vida y la salud, por no hablar de la libertad.
—¿No podemos llevar con nosotros algo de plata? —Ita levantó la mano e inclinó la cabeza—. Mi señor, poseo cierta información que puede interesarte. Se trata de la bailarina, la
heset
asesinada en el pabellón del jardín.
—Podréis llevar con vosotros algo de plata —fue la respuesta del magistrado.
—La conocía vagamente. La tarde anterior a su muerte, me confió que los de Mitanni (y estoy segura de que dijo eso) la habían contratado para bailar.
—¿Los de Mitanni?
—Sí, mi señor; eso es todo lo que dijo…
Amerotke recogió la amatista sagrada y la sopesó con cuidado en sus manos.
—Debéis hallaros fuera de Tebas mañana a mediodía. Lo que llevéis con vosotros es asunto vuestro, pero, si regresáis, seréis ejecutados. Ahora, ¡fuera!
Los dos acusados salieron de la sala a la carrera. Shufoy se apresuró a cerrar la puerta tras ellos.
—Eres ágil como una mangosta, mi señor.
—No, no lo soy —respondió el juez mientras fijaba la mirada en la joya—. Pero te diré una cosa, Shufoy: mañana por la mañana voy a atrapar a un asesino. No tengo más pruebas que las que tenía para incriminar a Khety e Ita. ¡Que la diosa Maat me ayude!
T
oreb, sirviente personal del señor Hunro, enviado de los de Mitanni, estaba muy nervioso, pues había visto a Amerotke, juez supremo del faraón, llegar al templo y, como todo criado que actuase de espía, deseaba informar a su amo cuanto antes. Se había acercado con sigilo para observar en detalle cómo conducían al magistrado a la capilla en la que se había cometido el robo de la amatista sagrada. Había hecho lo posible por escuchar, por enterarse de lo ocurrido, pero en esa ocasión los guardias no se habían dejado sobornar y lo habían echado con miradas hoscas y maldiciendo entre dientes. Con todo, Toreb estaba satisfecho.
—Mi amo me pagará bien —se regodeó.
El señor Hunro no sentía gran aprecio por la señora Wanef y estaba deseoso de obtener información por cuenta propia. En este sentido, mantenía estrechos contactos con Mensu, reuniones en las que ambos compartían lo que averiguaban y en las que el amo de Toreb dejaba escapar a menudo cuáles eran sus verdaderos sentimientos.
—No me gusta este lugar —observó quejumbroso al tiempo que mecía una copa de vino—. Preferiría que mis labios se ampollaran y mis rodillas se hinchasen antes que tener que besar los pies a la putita del mampostero.
Toreb exhaló un suspiro mientras recorría en silencio el corredor desierto: el mundo era así. Los grandes jefes de Mitanni querían la guerra, pero el rey Tushratta parecía decidido a buscar la paz: ya no había vuelta atrás. La delegación de Mitanni había regresado a Tebas con instrucciones muy precisas: debía sellarse el tratado. No en vano había llegado al templo el sarcófago de Benia, listo para viajar al Oasis de las Palmeras. Sin embargo, aún quedaban por resolver algunos asuntos. ¿Tenían algo que ver su amo, la señora Wanef y otros con el robo de la amatista sagrada? Toreb no podía afirmarlo ni negarlo, pero le constaba que, cuando estaban solos, los enviados se refocilaban de la turbación de Hatasu. Sin embargo, las sonrisas no tardaban en borrarse de sus rostros; había algo en lo que todos coincidían: el juez supremo Amerotke era un hombre peligroso al que no debían perder de vista. Habían mantenido una feroz discusión acerca de lo sucedido en el desierto y la señora Wanef había recibido una amarga decepción al saber que Amerotke había sobrevivido a su accidente y podría seguir husmeando.
Toreb se detuvo en una esquina y levantó la mirada a la imponente estatua del dios chacal. La oscuridad se había apropiado del lugar y las antorchas, desde sus nichos excavados en los muros, le daban un aspecto más fantasmagórico, más amenazador debido a las vacilantes sombras que hacían que todas aquellas pinturas bélicas cobrasen vida. Miró por encima del hombro: el corredor del templo se hallaba moteado de una extraña luz que provenía a la vez de las antorchas y del brillo perlado de la luna llena. No se sentía cómodo en aquel lugar. Salió por una puerta lateral y atravesó los jardines. De algo sí estaba seguro: aquellos egipcios sabían bien cómo convertir sus vergeles en verdaderos paraísos. Podía percibir la fragancia de los cipreses que prodigaban su sombra, los altos sicómoros y los dulces viñedos. La brisa transportaba los gañidos de la jauría sagrada, por entonces menos numerosa. Toreb sintió un escalofrío al plantearse la posibilidad de que los perros volvieran a escaparse. Al señor Hunro y al señor Mensu sí que les gustaba aquel vergel. Se preguntó cuál era su rincón favorito y le vino a la cabeza el delicioso estanque ornamental en que crecían las espadañas y sobre cuya superficie flotaban flores de loto. Tras recordar cuál era el camino que le llevaría allí, echó a correr por entre la oscuridad. Llegó al estanque, iluminado por tres braseros distribuidos por la orilla, y pudo comprobar que había tenido visita, según parecía indicar la bandeja de jarras y copas que descansaba en el suelo.
—¡Mi señor Hunro! —gritó.
Miró a su alrededor con el convencimiento de que algo no iba bien. Entonces clavó los ojos en el agua y quedó horrorizado. No se trataba de una ilusión ni tampoco de un error: sobre la superficie flotaban dos cadáveres, boca abajo, entre las grandes hojas de loto. Eran los del señor Hunro y el señor Mensu, con las ropas hinchadas a su alrededor. El silencio sepulcral se vio roto por un grito nocturno. Toreb volvió a mirar el estanque y se introdujo de nuevo en la oscuridad, corriendo y dando alaridos.
***
Amerotke y Shufoy se disponían a salir del templo cuando sonó la voz de alarma y un sirviente de ojos soñolientos los hizo detenerse a la entrada.
—El sumo sacerdote reclama tu presencia. He de avisar también al señor Senenmut.
Shufoy quedó asombrado ante la reacción de su amo.
—Ya me lo imaginaba —murmuró el juez, que añadió tras un suspiro—: en fin, parece que no hay otro remedio.
—Amo…
—Nada, Shufoy. Vamos a ver por nosotros mismos este sangriento crimen.
Cuando llegaron al estanque, ya se había congregado a su alrededor toda una multitud de sirvientes, soldados y sacerdotes con antorchas y lámparas. Habían sacado del agua los dos cadáveres, que yacían en la orilla como peces sin vida. El médico de la Casa de la Vida estaba examinándolos. Amerotke buscó a la señora Wanef y la vio, rodeada de siervos, con la mirada puesta en los dos fallecidos. Cuando se acercó el magistrado, levantó la cabeza.
—¿Así es como trata Egipto a los enviados del rey?
El juez se limitó a devolverle la mirada.
—¿Y bien? —insistió ella.
Amerotke señaló la insignia que llevaba en el pecho.
—Éste es el símbolo de la verdad para nuestro pueblo, mi señora Wanef. —Dicho esto, elevó la bolsa de cuero que llevaba en la mano y la abrió para que la enviada pudiese observar la amatista sagrada que brillaba en su interior y él así se recreara con la mirada aturdida de ella y su expresión boquiabierta—. ¿No te llena de gozo, mi señora —susurró al tiempo que cubría la joya—, que la verdad haya salido a la luz?