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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (25 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—Exquisito —murmuró Amerotke.

Había oído hablar de esas gentes, que habitaban las selvas septentrionales, pero era la primera vez que tenía oportunidad de contemplarlas.

—¿Te gusta nuestra gentecita, Amerotke? —preguntó el monarca—. En total, hay doce: me los ofreció su príncipe como ofrenda.

El juez no pasó por alto la advertencia: Tushratta le estaba recordando que él también tenía aliados. Observó marcharse la hilera de sirvientes y, tal como dictaban las normas de cortesía, mordisqueó los manjares que se le ofrecían. Mareb se negó a tomar nada y permaneció en un obstinado silencio. Amerotke se sirvió de aquel descanso para reflexionar sobre lo que le había referido el soberano de Mitanni acerca de Weni. Era perfectamente posible que, durante el cambio de sacerdotes, alguien se introdujese a hurtadillas en el santuario y se escondiera en uno de sus recovecos para asesinar a Nemrath y escapar ayudado por la confusión. Quedaba por saber cómo pudo entrar con tanta facilidad y si estaba en connivencia con otros.

—Mi señor Amerotke.

Levantó la cabeza.

—Aceptamos las garantías que nos brinda Egipto acerca de la seguridad de nuestros enviados —murmuró Tushratta—. Partiréis hoy con el crepúsculo para informar a la divina Hatasu de que la princesa Wanef y mis buenos consejeros regresarán por la mañana. El tratado estará sellado de aquí a cinco días —concluyó y, seguidamente, se volvió hacia Wanef, con lo que daba a entender que el encuentro había finalizado.

Amerotke suspiró: el viaje había sido arduo, pero necesario. Habían asesinado a un enviado del reino de Mitanni; Egipto había ofrecido garantías de buena voluntad y el monarca las había aceptado.

Acompañado de Mareb, el magistrado se puso en pie, hizo una reverencia y salió del pabellón. Fuera se hallaba reunida lo que Tushratta había llamado su «gentecita», alrededor de un chambelán que les repartía dátiles dulces de un plato. Entonces dirigieron su atención hacia los dos egipcios y comenzaron a tocar sus brazos y muñequeras, así como el pectoral que pendía del cuello de Amerotke y que representaba a la diosa Maat. Hablaban con voces agudas; las mujeres se mostraban más amigables, mientras que los hombres permanecían algo alejados. El juez reparó en los pequeños tubos que llevaban sujetos a los taparrabos que ceñían su cintura y en las bolsitas de piel de antílope que colgaban de sus cuellos. Intentó conversar con ellos, pero enseguida intervino autoritario el chambelán, que le llevó a un reducido pabellón situado al otro extremo del complejo real. Estaba provisto de numerosos cojines y alfombras, así como de una mesa en la que habían dispuesto bandejas de comida cubiertas y una jarra de vino frío. El chambelán abarcó con un gesto todo el interior y se fue enseguida.

—Ha sido humillante —manifestó Mareb dejándose caer entre los cojines—. No son más que bárbaros. —Su rostro estaba rojo de ira—. Ni siquiera han dejado que nos aseemos antes de ofrecernos la comida: se estaban burlando de nosotros.

—Tal vez —admitió el juez, que se sentó a su lado—, pero tarde o temprano llegará su hora. Han sido derrotados; Tushratta puede pavonearse, fanfarronear y exigir cuanto quiera, pero ha perdido la batalla y también la guerra. Ha de acabar aceptando las condiciones de Hatasu. Tal vez haya tenido algo que ver con la muerte de Sinuhé y el robo de la amatista sagrada. Puede insistir en que se devuelva el sarcófago de Benia: todo lo que preocupa en realidad a la divina es verlo convertido en un soberano sumiso, que permita a sus tropas, sus mercaderes y sus barcos pasar por sus dominios de forma segura y con libertad.

—Debías haber protestado —repuso Mareb—. Al fin y al cabo, soy el heraldo de la divina.

Amerotke se acercó a él.

—Dime, Mareb —pidió con suavidad—, y di la verdad: ¿te has servido de tu cargo para mostrarles tu repulsión? Alguna sonrisa despectiva, una mirada de desdén…

Mareb inclinó la cabeza.

—Se me hace difícil —murmuró—. Yo amaba a mi padre y a mi hermano, y he de ver a su asesino regodeándose en una tienda y jactándose de su barbarie. —Levantó la mirada; sus ojos estaban húmedos—. Ojalá la divina hubiese atacado su capital para quemarla ante sus ojos y crucificarle a modo de advertencia.

Amerotke oyó movimiento en el exterior de la tienda e hizo una seña al heraldo para que guardase silencio. Un chambelán abrió la puerta y dejó que entrara Wanef.

—¿Es cómodo vuestro aposento? —preguntó.

—Sí, aunque no nos quedaremos mucho tiempo.

—En efecto: ya han alimentado y dado de beber a vuestros caballos, que han tenido oportunidad de tonificar sus músculos. También hemos hecho que nuestros armeros revisen vuestro carro para garantizar que todo está en orden.

—No deberían tocarlo —interrumpió Mareb.

Wanef clavó en él la mirada.

—Tu misión, mi señor Amerotke —observó levantándose—, se ha cumplido con éxito. Has logrado calmar los ánimos y creo que es mejor que lo dejemos así.

Se dirigió a la puerta de la tienda. El chambelán la abrió y le siguió al exterior. Amerotke se acercó a un pequeño diván hecho de cojines y sacos rellenos de borra.

—Vamos a descansar, Mareb. Una vez que el sol comience a ponerse, partiremos. —Le dirigió una sonrisa—. Te aconsejo que no te separes de mi lado.

El heraldo tiró de un golpe un plato de comida que descansaba en la mesa y se acercó a su propio diván. Amerotke se acomodó y musitó una plegaria por Norfret y los niños en un intento de dominar su propio nerviosismo, la intranquilidad que lo agitaba. No pudo dejar de preguntarse si era en verdad necesaria aquella misión, por qué parecía divertir tanto la situación a los de Mitanni, si era sólo porque Tushratta disfrutaba con aquella provocación, y por qué no habían exigido una satisfacción por la muerte del señor Snefru. En cualquier caso, si Egipto no era responsable de esa muerte, ¿cómo podría darse tal compensación? A eso se sumaban las noticias acerca de Weni y la duda de si contaba o no con un cómplice. Deseando que Shufoy estuviese con él, Amerotke cayó en un profundo sueño. Cuando Mareb lo zarandeó para despertarlo, el día tocaba ya a su fin.

—El sol está declinando —apuntó el heraldo—. He ido afuera: los caballos están bien y el carro parece en condiciones.

El magistrado se levantó y se lavó las manos y la cara. Comieron algo y bebieron un trago de vino. Les llegó del exterior el traqueteo de un carro y ruido de caballos. Mareb se abalanzó hacia la salida y Amerotke lo siguió. El heraldo comprobó sin pausa las ruedas, el eje y las riendas, haciendo caso omiso de los oficiales que lo rodeaban.

—Os escoltaremos —declaró uno de ellos— hasta el borde del campamento.

Mareb siguió sin prestarles atención, pero el magistrado asintió antes de subir al carro, al lado del heraldo. El aire era más fresco, el sol había perdido parte de su fulgor y se teñía de un rojo sanguinolento a medida que se deslizaba hacia poniente alargando las sombras. El campamento había retomado su ajetreo con el fin de prepararse para la noche. Mareb hizo chasquear las riendas y mantuvo las yeguas al paso mientras, escoltados por gente de Mitanni, salían del campamento. Nadie pronunció palabra alguna de despedida, bien que Mareb se volvió y, tras carraspear, escupió en el suelo con aire despectivo. Entonces puso los caballos al galope, lo que a punto estuvo de coger por sorpresa a Amerotke.

—¡Gracias sean dadas al señor Amón —gritó Mareb— por habernos librado de su hedor y traernos de nuevo al amparo de los cielos!

El magistrado se mostró de acuerdo. Era la primera vez en mucho tiempo que atravesaba en carro el desierto al atardecer, aquel momento mágico en que las rocas, la arena y la espesura parecían cambiar tanto de color como de forma. Mareb disfrutó gritando a los caballos y liberándose así de la ira que hervía en su interior. Ya se habían adentrado en el desierto y Amerotke pudo vislumbrar un grupo de leones que observaban sigilosos tras un muro de aulagas. Mareb incitó a los caballos, pero enseguida murmuró algo para sí, tiró de las riendas y observó el lateral del carro.

—¿Qué sucede? —quiso saber el magistrado.

—Está desigualado.

El juez asió bien la barandilla; el heraldo tenía razón: aunque leve, podía sentir una vibración.

—No estoy seguro —observó Mareb— de si son los caballos o es el carro.

Se apearon y el auriga se agachó al lado de la rueda derecha para estudiarla con detenimiento. El sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte, convertido en una bola resplandeciente de fuego rojo. La fresca brisa del atardecer hacía tiritar a Amerotke. El desierto no era más que un lugar que había que atravesar, pero ¿qué sucedía si algo fallaba? ¿A cuánta distancia debían de encontrarse de los escuadrones egipcios? Miró alrededor y tragó saliva con dificultad. Sobre un montículo lejano comenzaban a moverse figuras: los leones, aguijados por la curiosidad, no les quitaban ojo. Mareb seguía revisando la rueda.

—Mi señor, no logro ver nada fuera de lo normal; ¿puedes ir inspeccionando las caballerías?

El magistrado rodeó el carro y dio unas palmadas en la cruz de las yeguas. Mareb se había incorporado y murmuraba algo acerca de la otra rueda. Amerotke levantó la pata a
Hator
y la palpó en busca de cualquier hinchazón o contusión, pero no logró hallar ninguna. Entonces hizo otro tanto con
Esplendor de Isis,
con igual resultado. Ya estaba a punto de rodear el carro cuando
Hator
se encabritó y embistió con las pezuñas. El juez retrocedió; Mareb echó a correr hacia ella y la agarró por el ronzal para apaciguarla.

—Tal vez la haya asustado una serpiente —murmuró—. El carro parece estar en buen estado.

El joven retiró su vara de heraldo como si le resultase un estorbo y subió al vehículo. Una vez que Amerotke ocupó su lugar, hizo avanzar el carro con calma. Lo mantuvo al paso, estudiando con detenimiento a las dos yeguas. El magistrado estaba a punto de afirmar que no era nada cuando
Hator
volvió a encabritarse de modo más violento, de tal forma que sus pezuñas atacaron a
Isis,
que cayó sobre sus patas traseras. El animal debía de encontrarse muy enfermo: se había vuelto a apoyar sobre las cuatro patas, pero comenzó a temblar y a moverse de un lado a otro.

—¡Salta! —gritó Mareb al tiempo que se arrojó al suelo arrastrando consigo a Amerotke.

Hator
se desplomó con la cabeza levantada y el belfo superior retraído. Mareb corrió a liberarlo con un cuchillo de sus correajes, una acción sencilla que se enseñaba a cualquier auriga. El animal cayó sobre uno de sus ijares sin dejar de agitar las patas. El joven gritó a Amerotke para que apartase a
Isis,
labor ardua, ya que, al liberar al primer caballo, el carro se había convertido en una carga torpe. Cuando el magistrado logró soltar y calmar al segundo, Mareb ya había degollado a
Hator,
lo que hizo que se formase un charco rojo con la sangre que brotaba de la herida. La yegua yacía sobre su ijar izquierdo, con los ojos vidriados y sin indicio alguno de su porte esplendoroso. Mareb señaló su vientre hinchado.

—¿Un accidente? —preguntó Amerotke.

Mareb meneó la cabeza.

—¡Veneno! —sentenció mirando fijamente al juez—. ¡Que el señor Amón nos asista!

El magistrado giró sobre sí mismo.
Isis,
con el correaje colgando, daba muestras de sufrir una seria cojera. Amerotke pudo ver el corte sanguinolento que le había provocado
Hator
en pleno ataque de pánico. Mareb la tomó y la llevó de un lado a otro mientras le hablaba con suavidad. El magnífico animal tenía una herida muy seria. Cojeaba tanto que el magistrado sabía que no tenían elección.

—No es ningún rasguño —declaró el automedonte—. Se ha roto el hueso.

Amerotke asintió con la cabeza y se volvió de espaldas mientras Mareb también la degollaba. Levantó la vista al cielo oscuro y polvoriento y soltó una maldición. Pese a que faltaba poco para que cayera la noche, a los buitres no les costó seguir el rastro de la sangre y ya había tres volando en círculo sobre ellos. Volvió la mirada para dirigirla al montículo: las oscuras formas se habían pronunciado al congregarse toda la manada. Los leones también habían sabido de la agonía de las caballerías, dado que la brisa vespertina había transportado el olor a sangre.

—Dentro de poco —observó el auriga, que había seguido la mirada de Amerotke—, tendremos aquí a todos los depredadores del desierto.

El juez regresó al carro para hacerse con la aljaba de cuero.

—En tal caso, será mejor que pongamos la mayor distancia posible entre nosotros y ellos.

Comenzaron a caminar. Amerotke volvió la vista atrás y vio a los leones bajar la colina, una vez perdido todo el miedo que pudiera causarles la presencia del hombre, como siniestras formas negras en busca de los círculos de sangre cada vez más amplios. Entonces apretó el paso para alcanzar a Mareb. El sol se hundía con gran celeridad y detrás caía la noche como un negro manto. La gélida brisa nocturna se hizo más severa. El magistrado intentó recordar las enseñanzas recibidas. El desierto, que durante el día era un caldero en ebullición, se tornaba frío como el hielo por la noche.

—No podemos seguir caminando —anunció.

—¿Por qué no?

—Apenas tenemos comida —advirtió señalando la bolsa que llevaba Mareb—. Si los de Mitanni han envenenado nuestros caballos, yo me guardaría mucho de comer o beber cualquier cosa de las que hemos traído del campamento.

—Entonces, ¿estás de acuerdo conmigo en que
Hator
ha sido envenenada? —Mareb se volvió hacia él.

—No lo sé. —El juez colocó la aljaba con las armas en el suelo, entre los dos—. ¿Qué otra cosa podemos pensar? Empezó a sentirse mal cuando regresábamos del campamento. Era un animal muy excitable, y las caballerías también sufren enfermedades. Por la mañana no quedarán demasiados restos que podamos estudiar.

Amerotke se detuvo: la brisa había arrastrado el apagado rugido de un león, un sonido bronco y siniestro, y, por encima de éste, el jadeo de las hienas rayadas, unos depredadores más temibles aún que los leones a los que seguían.

—No podemos seguir caminando —repitió—. No tenemos comida y la sangre no hará sino estimular el apetito de esos cazadores. Además, en la oscuridad un hombre resulta tan vulnerable como un antílope. —Señaló un montículo rodeado de maleza y aulagas—. Lo único que puede alejar a los depredadores es el fuego. ¿Tenemos pedernal, un arco para encender…?

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