Los crímenes de Anubis (27 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—¡Ya sé! —exclamó agitando un puño, haciendo sonar sus brazaletes—. Enviaré escuadrones enteros en son de guerra, miles de carros. Les daré la paz que están buscando. Quemaré el Oasis de las Palmeras y les haré pagar cinco veces tu peso en oro. Sí: pienso poner eso en el tratado. Los haré venir, besar mis pies y arrodillarse ante mí hasta que se les parta el espinazo. ¡Cogeré a esa Wanef y la empalaré!

Amerotke miró a Senenmut, que, con el rostro impasible, se limitaba a menear la cabeza de modo imperceptible. Hatasu dio rienda suelta a toda la furia contenida; lo único que hizo el visir fue apartarla de la puerta para que los sirvientes no pudiesen oírla. Al fin, se calmó para tomar asiento en un trono dispuesto para la ocasión. Su aliento se tornó en hipidos y el rubor de la ira invadió sus mejillas.

—¿Qué podemos hacer en realidad? —preguntó irritada.

—¿De qué pruebas disponemos? —repuso Senenmut tranquilizador.

Hizo que Amerotke repitiese la historia que había referido al enviado de Hatasu. Tanto la reina-faraón como su visir lo escucharon atentos. Entonces ella se incorporó y comenzó a dar golpecitos con un pie en el suelo.

—Tienes razón —admitió—: si acusamos a Tushratta, no podemos presentar prueba alguna. La yegua pudo haber muerto por causas naturales, de alguna enfermedad que ya tuviese, por haber ingerido algo en mal estado… También pudo haber sucumbido de una picadura de alacrán o de serpiente.

—Podría haberse tratado de un mero accidente —añadió Senenmut—. Una desgracia y nada más. ¿Cómo podemos culpar a Tushratta? Y, de nuevo, cabe la posibilidad de que alguien del reino de Mitanni haya decidido actuar por cuenta propia para vengarse. De hecho, Amerotke, no ignoramos que hay tósigos y pociones que pueden tardar horas e incluso días en hacer efecto. Tal vez
Hator
fue envenenada antes de haber salido de Tebas.

—Yo, desde luego, no volveré a dejar la ciudad —advirtió el magistrado soltando una carcajada—. Mi señora, la próxima vez que salga al desierto…

—Organizaremos una cacería real —sugirió Hatasu sonriendo—. Daré una lección a esos leones; ellos también tendrán oportunidad de conocer la ira del faraón. —Se puso en pie, se acercó a Amerotke y, tras rodear su cuello con los brazos, lo besó de lleno en los labios. Haciendo caso omiso de su rubor, repuso—: Ya lo sé, ya lo sé. —Dio un paso atrás al tiempo que meneaba un dedo con gesto juguetón—. Estás deseando ver a la divina Norfret. Pero mañana tú, Senenmut y yo entraremos junto con un grupo selecto de escribas de la Casa de los Secretos y mi guardia personal en el Valle de los Reyes. Visitaremos el lugar donde disfruta mi padre de su último reposo en la Casa de los Años Eternos y retiraremos el sarcófago de Benia.

Hatasu volvió a adoptar una expresión traviesa. Dio una palmada y señaló que Amerotke debería tener una noche que contrastase por completo con la anterior. Ordenó a los sirvientes que despejaran el jardín e invitó al magistrado a aquel pórtico sombrío. Entonces escuchó con atención el resto de su relato, llena de perplejidad al saber que los de Mitanni mantenían que Weni había robado la Gloria de Anubis.

—¿Crees que es cierto? —preguntó.

—No lo sé —respondió Amerotke—. Tendré que regresar al templo.

—Pero no ahora —anunció Hatasu—. Tushratta quiere que devolvamos el sarcófago. Sea. Puede considerarlo una prueba de nuestra amistad. Nuestra escolta saldrá en secreto al amanecer; la tumba de mi padre está bien escondida.

El juez asintió con un gesto. Todos en Tebas conocían la historia de cómo había decidido el autoritario y belicoso Tutmosis I ser enterrado en un magnífico sepulcro oculto en el Valle de los Muertos. Para ello, había contratado a un maestro de obras llamado Ineni. Luego habían conducido al valle a cientos de prisioneros de guerra, esclavos y criminales, a los que después habían encerrado unidades de infantería de élite. Ninguno de los trabajadores había regresado jamás. Cuando Tutmosis murió, su cadáver fue enterrado en la tumba real para que emprendiera su viaje al lejano horizonte con la única escolta de un grupo de mudos, escribas y sacerdotes. El maestro Ineni declaró orgulloso que «Ningún ojo ha visto, ninguna oreja oído, ninguna mente imaginado» dónde podía estar inhumado el rey.

—¿Por qué quiere en realidad Tushratta el sarcófago? —preguntó Senenmut.

Hatasu respondió con un susurro tan leve que Amerotke fue incapaz de oírlo.

—¿Mi señora?

Hatasu miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie podía oírla; el guardia más cercano se hallaba suficientemente alejado.

—Corre cierto rumor en la Casa Divina, que yo oí de pequeña, según el cual mi padre estaba locamente enamorado de Benia y, en un acceso de pasión, la estranguló tras descubrir que mantenía una aventura con un cortesano. Nadie sabe qué hay de verdad en ello. Tampoco falta quien sostenga que la enterró viva. —Se detuvo—. Tal vez Tushratta no quiera más que descubrir la verdad. Mañana veremos…

A primera hora de la mañana siguiente, llegó la partida real al Valle de los Reyes. Los había escoltado un escuadrón de carros desde la Mansión Argéntea. Junto a ellos circulaba una carreta enorme tirada por cuatro bueyes y flanqueada por arqueros. Se ordenó a los soldados que esperaran a la entrada del valle; mientras tanto, el carro en que se hallaban Senenmut, Hatasu y Amerotke guió al resto de la partida por el sendero estrecho y tortuoso que atravesaba el terreno rocoso hasta internarse en el valle. Hatasu se había vestido con un faldellín de guerra, grebas de bronce y las sandalias que usaba la infantería. Había cubierto su cabeza y sus hombros con un manto blanco y su pecho con bandas del mismo color. No llevaba joyas ni adorno algunos y, a pesar de que los pesados guanteletes que se había puesto le conferían cierto aspecto irrisorio, había insistido en que Amerotke y Senenmut llevaran unos iguales.

—Ya veréis —les advirtió en tono enigmático.

En la banda que llevaba a la cintura, había introducido un cilindro de cobre que sujetaba por su parte superior como si fuera una daga. Según explicó, contenía los planos en los que Ineni había descrito la localización exacta de la tumba de su padre y los peligros de su interior.

—¿Peligros? —inquirió Senenmut.

—Mi padre era tan astuto como un guepardo cazador y, en ocasiones, tan malévolo como una cobra. No quería que nadie perturbara la paz de su tumba. Ya veréis.

Asió la barandilla del carro y alzó la vista para contemplar el valle. Amerotke lo había considerado siempre un lugar solitario e inquietante, flanqueado por acantilados que en ese momento reflejaban la claridad del sol del amanecer. El terreno descendía y se mostraba cambiante, sembrado de rocas y matorrales hasta donde alcanzaba la vista. Cuanto más avanzaban, más inquietante se hacía el silencio. El sol hacía que las sombras que proyectaba la vegetación corriesen como si compitieran unas con otras. De cuando en cuando, cruzaba el aire el grito de alguna ave que extendía las alas ante el calor de la amanecida, y Amerotke se preguntaba si no serían los alaridos de alguna alma que había perdido el cuerpo en tan desolado paraje. Miró hacia atrás: los sirvientes de confianza del faraón, hombres mudos que, por lo tanto, podían oír y ver, pero no hablar, se hallaban alejados del polvo que levantaban las ruedas del carro. Todos ellos habían sellado un pacto por el cual, si revelaban lo que sabían, serían condenados a que les sacasen los ojos y los decapitasen para que sus almas nunca pudieran alcanzar los campos de los bendecidos. Algunos eran jóvenes y otros ancianos, pero todos llevaban la cabeza rasurada y vestían los mismos atuendos: faldellines encrespados de color blanco, resistentes sandalias y chales blancos para proteger del sol sus espaldas y sus cuellos. Algunos llevaban cayados; otros, zurrones de cuero con los utensilios de escritura. El resto de la procesión, formada aproximadamente por media docena de hombres caminando al fondo, se encargaría de retirar el sarcófago y llevarlo a la entrada del valle para que fuese transportado al Oasis de las Palmeras.

Amerotke reparó en cuán irreal y fantasmagórica resultaba la experiencia: el crujir de las ruedas del carro, el silencio de Hatasu y Senenmut, sumidos en sus propias reflexiones, y el mutismo de los hombres que, a duras penas, avanzaban tras ellos. Pasaron frente a los restos del campamento de los esclavos que se hallaban bajo la supervisión de Ineni cuando se construyó la tumba de Tutmosis.

—¿Habías estado antes aquí? —preguntó Senenmut.

—En una ocasión —respondió Hatasu—. Mi padre me trajo para mostrarme la entrada del sepulcro. Estaba convencido de que deseaba que me enterrasen junto a él cuando me llegara la hora, pero —añadió— yo erigiré mi propia tumba. —Posó su mano en el hombro de Senenmut—. Haremos juntos nuestro viaje al remoto horizonte.

Él tomó las riendas con una sola mano y empleó la otra para darle a ella una palmadita en el brazo, convertidos ambos en marido y mujer más que en visir y faraón.

Se introdujeron más aún en el valle a través de la pista de grava diseminada. Amerotke estudió las paredes de los acantilados que se elevaban a cada lado sin poder detectar indicios que revelaran la entrada de alguna tumba maravillosa. De repente, Hatasu les ordenó con un grito que parasen, desmontó y, tras destapar el cilindro de cobre, extrajo un trozo de papiro para examinarlo con atención. Entonces apuntó a una estrecha pista, poco más que un camino de cabras, que subía tras un bastión rocoso.

—¿Eso es? —exclamó el magistrado.

Hatasu, con el cilindro de cobre bien asido, se puso a ascender por entre las peñas con gran pericia. Senenmut y Amerotke la siguieron.

—Ahora ya sé por qué llevamos guanteletes —observó el último con cierta sorna.

Las rocas eran puntiagudas y de bordes dentados, como si hubiesen sido concebidas de forma deliberada para cortar y desgarrar la piel humana. Escalaron bajo el sol cada vez más fuerte, tratando de sobreponerse a la quemazón de la piedra y a las delgadas nubes de polvo que irritaban sus ojos y secaban sus gargantas. Una serpiente, molesta por el ruido, salió como disparada de una grieta. Amerotke sintió un escalofrío, pero el animal no tardó en desaparecer. Al fin, alcanzaron la peña, aunque, para sorpresa de Amerotke, no había signo alguno de una posible entrada. Hatasu siguió subiendo y el magistrado, que tenía ya la espalda llena de sudor, la siguió. Oyó exclamar a Senenmut y miró hacia arriba para descubrir que Hatasu había desaparecido, como si la hubiese arrancado de la roca una mano gigante e invisible. El visir y el juez se apresuraron.

—¡Mis señores! —gritó una voz como un zureo.

Al mirar a la izquierda, vieron a Hatasu en la hendidura de una roca, tan bien oculta que hasta el más experto escalador la habría confundido con una sombra o algún engaño de la luz. La siguieron al interior, y otro tanto hicieron escribas y sacerdotes. Dos de ellos habían resbalado, por lo que intentaban curarse con cautela sus espinillas y rodillas magulladas. La entrada de la cueva era fresca y estaba oscura. Al chasquear los dedos Senenmut, los sirvientes encendieron antorchas embreadas hasta crear una pequeña fogata en la entrada de la caverna. Amerotke dejó escapar un silbido de sorpresa. La cueva era en realidad una cámara de factura humana excavada en la roca. El techo se extendía sobre sus cabezas y las paredes eran de piedra desbastada. Había un angosto sendero que se adentraba en la oscuridad y Hatasu tomó la vara de uno de los escribas y ordenó a dos de los que portaban antorchas que fuesen delante de ella.

—Caminad despacio y no os alejéis de mí. Cuando os lo diga, deteneos sin más, ¿entendido?

Ambos asintieron con ojos temerosos.

—Si obedecéis, ninguno de nosotros correrá peligro.

La procesión se puso en camino. Amerotke tenía la sensación de estar viajando a través de las salas del Duat. Salieron de la caverna que hacía las veces de entrada para introducirse en un estrecho corredor. Los muros que se elevaban a cada lado tenían pinturas de horribles bestias, las que merodeaban hambrientas por el oscuro mundo de los muertos: exóticas criaturas con cabeza de cocodrilo y cuerpo de hipopótamo o babuinos y otros monos con rostro de pantera y leopardo. Al fin llegaron a la puerta que se abría al otro extremo. Uno de los sirvientes apretó el paso; Hatasu le gritó que se detuviera, pero ya era demasiado tarde: el hombre estaba aún en la galería, casi en contacto con la puerta, cuando el suelo cedió a su paso y lo hizo desaparecer entre un estruendo de tierra y rocas. Amerotke agarró la antorcha y dio un paso adelante. Uno de los escribas se acercó con un palo, pero él le ordenó que se mantuviera alejado. Entonces escudriñó la trampa, a cuyo interior lanzó la tea para descubrir poco más que un foso que desaparecía en la oscuridad. Del sirviente no había rastro alguno.

—Es imposible que haya sobrevivido a una caída como ésa —murmuró la reina-faraón—. Hay un foso a cada uno de los dos lados que flanquean el angosto puente que desemboca en la puerta.

Ayudándose de la vara, Amerotke palpó con cuidado el suelo. Hatasu estaba en lo cierto: a la derecha de la puerta se abría una trampa similar, en tanto que en el centro había una roca sólida. Tras atravesarla, pudo ver los sellos sagrados que se habían dispuesto alrededor del marco de la puerta y que representaban cabezas de chacal. Amerotke los retiró y, con la ayuda de un escriba, empujó la puerta: el mecanismo de ésta estaba basado en un sistema de poleas y palancas que la hacía abrirse con suavidad.

—¡No deis un paso más! —gritó la reina.

Un escriba acercó su antorcha. Amerotke había dado por hecho que el suelo estaba nivelado, pero a la luz de la tea pudo apreciar un abrupto corte vertical que hubiese hecho perecer a cualquier intruso que hubiera sobrevivido al foso y se dispusiese a cruzar la puerta. El magistrado vislumbró una estrecha escalerilla y bajó por ella con gran cuidado. Los demás lo siguieron. Cuando volvieron a congregarse al pie de la escalera y recibieron de nuevo la luz de las antorchas, miró a su alrededor sobrecogido por el miedo: el camino estaba flanqueado por montones de esqueletos.

—Los trabajadores —musitó Senenmut—. Los que llevaron a cabo las últimas obras de la caverna debieron de ser ejecutados aquí.

El juez avanzó entre tanta muerte con la mirada puesta en el angosto sendero que se extendía ante él, haciendo lo posible por no prestar atención a las osamentas apiladas a ambos lados sin orden alguno. Según calculó, debían de pertenecer a más de cien cadáveres, lo que convertía aquel camino en un lugar terrorífico.

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