—¡Cagajón de perro! —masculló el enano—. Encontré un poema en casa de Belet: se refería a Ineni, el gran constructor; Lakhet debió de trabajar para él.
Amerotke se levantó con cierta dificultad.
—Nunca he apostado, Shufoy; pero ahora lo haría gustoso. Lakhet estaba pasando una mala racha. Me dijiste que Belet provenía de una buena familia. Si comprobamos los registros, estoy persuadido de que descubriremos que fue su padre quien diseñó las llaves y las cerraduras de los cofres y los ataúdes de la tumba de Tutmosis. Ineni, el arquitecto, las hubo de encargar expresamente. Cuando fuimos al Valle de los Reyes, Hatasu se sirvió de una llave especial en forma de tau para abrir el sarcófago de Benia.
—¡Pero Belet no sabe siquiera dónde está la tumba! —declaró Shufoy.
Amerotke cerró los ojos; a su cabeza acudió la imagen de la reina-faraón y Senenmut abandonando la tumba. Recordó que ella había manifestado su intención de regresar para colocarlo todo de nuevo en orden.
—Salimos del valle —murmuró—. Hatasu prestó gran atención a camuflar nuestro viaje de ida y el de vuelta, aunque siempre quedan algunos indicios.
—Cierto —asintió el enano—. Sé de exploradores imperiales capaces de seguir el rastro de un escarabajo, pero que los elementos no tardarán en cubrir todos esos indicios.
Amerotke sintió un escalofrío en el cogote.
—¿Qué sucedería si alguien hubiese estado observando el valle? Quizás alguien que supiese que Hatasu debería acudir allí para retirar el sarcófago de Benia. —Se frotó la mejilla.
—Pero Hatasu se encargó de que se cerrase el valle para que nadie pudiera entrar mientras visitabais la tumba.
—Sí. Sin embargo, las tropas se retiraron una vez que salimos. El espía no debió de haber esperado más de una hora. Si entró poco después, creo que habría sido lo bastante astuto para seguirnos la pista e incluso dar con la entrada.
Shufoy quedó boquiabierto.
—Por eso se llevaron a Belet tan a la carrera —exclamó—. Él conoce bien esas cerraduras. Lo secuestraron ayer, por lo que el robo debe de estar planeado para esta noche.
La mente de Amerotke comenzó a pensar de forma frenética.
—¿Quiénes pueden ser? —preguntó Shufoy.
—Está bien claro: los del reino de Mitanni. Ésa es la verdadera razón por la que reclamaron el sarcófago de Benia.
—Con todo, no serán tan estúpidos de mancharse las manos —afirmó el enano en tono burlón.
—No, seguro que no; pero se servirán de otros para llevar a cabo el delito. De eso mismo hablaba en el Cubil de las Hienas el desconocido que visitó a Belet: un lugar peligroso, pero sin guardias. Dime, Shufoy: ¿cómo puede organizar un grupo de bandidos una empresa tan arriesgada? ¿Con quién te has entrevistado recientemente que resultase útil a la hora de referirnos detalles de Weni? ¿Quién te garantizó del modo más solemne que pensaba abandonar Tebas lo más pronto posible?
—¡El Hombre Cocodrilo!
El magistrado lo tomó del brazo.
—Tú lo has dicho: no ha dejado el río; sólo se dedica a cazar bajo su superficie.
S
eis escuadrones rodados del Regimiento de élite de Osiris se desplegaron en posición de combate y atravesaron como un trueno el desierto. Ya había empezado a caer la noche, pero los exploradores habían partido con anterioridad para trazar la ruta con teas encendidas atadas a postes clavados en el suelo y cuyas llamas danzaban en el frío aire nocturno. Los carros de guerra también llevaban antorchas fijadas en sus frontales. Los caballos elegidos eran los más rápidos y agresivos de los establos del faraón. A ojos de Amerotke, el conjunto proporcionaba una vista magnífica. El aire de la noche se llenó con el retumbar de los cascos y el estrépito de las ruedas. Cada carro transportaba a un auriga y un guerrero, seleccionados de entre los soldados
nakhtu-aa,
los «valerosos del rey». Todos llevaban en sus escudos una abeja dorada para significar que se habían enfrentado a un enemigo cuerpo a cuerpo y habían resultado victoriosos. Tras ellos, marchaban una tras otra tropas de mercenarios nubios, con la misión de reforzar la hilera de carros al tiempo que protegían a su sagrada reina-faraón.
El magistrado miró hacia la derecha: Hatasu, ataviada con la armadura propia de un guerrero, se hallaba de pie en el carro de al lado asiendo las riendas y con la cabeza algo inclinada hacia delante para escrutar la oscuridad. Senenmut se hallaba a su izquierda, con armas similares. Los seguía el pequeño Shufoy, por cuyo bienestar rezaba Amerotke. El enano debía de estar aferrado a las riendas, haciendo lo posible por mantener el equilibrio en pleno vaivén de tan salvaje galopada bajo el cielo del desierto, iluminado por la luz de las estrellas. El viaje fue breve. Habían tomado una ruta tortuosa que rodeaba la Necrópolis en dirección al Valle de los Reyes. Por fin comenzaron a refrenarse los escuadrones de carros. Senenmut y los capitanes se apearon. Una vez desplegados los mapas, el visir les mostró a la luz de las antorchas el modo en que debían desplegar sus fuerzas.
—Quiero una perfecta formación en herradura —ordenó—, dispuesta de tal modo que los extremos coincidan con la entrada del valle.
Hatasu se desprendió de la corona bélica de Egipto que llevaba puesta para confiársela a uno de sus guardaespaldas. La luz de las teas hacía que su rostro pareciera más delgado y severo. Tan grande era su ira que se había mordido el labio inferior hasta hacer surgir un hilillo de sangre que bajaba hasta su barbilla. Su semblante, desprovisto de afeites, mostraba restos de arena y polvo. Deseaba poner en acción a sus soldados, y lo habría hecho si Senenmut no hubiese levantado la mano para indicarle:
—Debemos esperar, mi señora. Tal vez Amerotke esté en lo cierto, pero también puede ser que estemos persiguiendo sombras.
En ese momento, y como contestando al visir, surgió un silbido de la oscuridad, seguido del grito de un oficial. El magistrado levantó la mirada para ver las negras figuras de los «galgos del faraón» recorriendo la hilera de carros. Se trataba de moradores del desierto que servían desde hacía algún tiempo en el Ejército egipcio. Eran pequeños, ágiles y silenciosos y llevaban arcos de cuerno de reducido tamaño y aljabas llenas de flechas. Se arrodillaron frente a Senenmut y se inclinaron hacia delante hasta que sus frentes tocaron el suelo. Amerotke aguantó la respiración.
—¿Y bien? —preguntó el visir.
El jefe de los exploradores levantó la cabeza.
—Es difícil estar seguro…
—¿Qué? —gritó Hatasu.
El explorador volvió a humillar la frente.
—¿No estáis seguros? —preguntó Senenmut con voz suave—. Sin embargo, vuestras órdenes eran muy precisas.
—Hemos seguido las órdenes de la divina. —El explorador había empezado a temblar.
—Sé bien cuáles son mis órdenes —intervino Hatasu.
El visir la tomó por el brazo y, con suavidad, la alejó para susurrarle unas palabras con cierto aire iracundo. Amerotke pudo imaginar lo que le estaba diciendo. La reina ni siquiera mostraba su rostro. Su sola presencia o cada palabra que pronunciase aterrorizarían a gentes como esos hombres del desierto, que consideraban sacrílego el mero hecho de mirar su semblante. Senenmut logró salirse con la suya y Hatasu se sumergió a zancadas en la oscuridad, rodeada de sus guardaespaldas. El visir regresó al lugar en que se hallaban los exploradores.
—La divina dice lo siguiente: comeréis durante el resto de vuestras vidas el pan más suave y la carne más tierna y beberéis el vino más dulce. Vuestros hijos bendecirán vuestro recuerdo. La reina-faraón ha vuelto hacia vosotros su mirada y ha sonreído. Gozaréis de su favor mientras viváis.
Los exploradores levantaron la cabeza; sus ojos refulgían ante la idea de tan pródigas recompensas.
—Mi señor, no hemos llegado a lo más profundo del valle —repuso el jefe.
Senenmut asintió con un gesto. Hatasu les había ordenado expresamente que encontrasen un rastro que seguir pero sin alarmar a ningún intruso. «No quiero —había señalado— que todo Egipto acabe por saber dónde descansan los restos de mi padre.»
—¿Y bien? —preguntó el visir.
—No hay duda —siguió diciendo el jefe de los exploradores— de que poco antes del amanecer ha entrado en el valle un grupo de personas. Hemos encontrado bosta de dromedario aún caliente al tacto.
Amerotke contuvo el aliento ante la siguiente pregunta.
—¿Y han salido de él?
—No, mi señor; todo parece indicar que continúan en su interior.
—Erais cuatro; ¿dónde está el que falta? —preguntó Senenmut.
El jefe mostró una amplia sonrisa.
—Habían dejado un centinela.
—En tal caso, deben de seguir allí —declaró el magistrado.
El hombre se encogió de hombros.
—La oscuridad que había no nos permitió ver quién era. Nos ocupamos de él antes incluso de que pudiera darse cuenta.
—¿Cómo iba vestido? —quiso saber el magistrado—. ¿Llevaba cubiertos la cabeza y el rostro como un viajero de las dunas?
El explorador extendió las manos.
—Sí. No tuvimos elección: hubimos de degollarlo. Dejé el cadáver bajo un montón de rocas y pusimos a nuestro compañero en su lugar.
—¡Bien! ¡Muy bien! —exclamó Senenmut con una sonrisa—. ¿Cuántos creéis que son?
El hombre hizo un gesto con las manos.
—A pie tal vez haya veinte o treinta, pero llevan también animales de carga, y algunos pueden ir montados.
El visir les dio las gracias al tiempo que depositaba en la mano de cada uno una pequeña porción de oro. Después hizo un gesto a Amerotke y ambos se internaron en la oscuridad. La guardia personal de la reina ya había montado un pabellón, un pequeño tabernáculo para Hatasu y sus consejeros. Ella se hallaba en el interior caminando de un lado a otro y, al verlos entrar, les indicó con un gesto que tomasen asiento en las sillas de campaña.
—Bueno, mi señor Amerotke. —Sus labios sonreían; sus ojos, no—. Estabas en lo cierto, así que, mientras esperamos, deja que escuche tu relato desde el principio.
—En realidad, estaba equivocado —confesó el juez—: las intenciones de Tushratta eran más astutas y aviesas de lo que pude sospechar en ningún momento. ¿No es verdad, mi señora, que en cierta ocasión declaró que quemaría Tebas y se haría con el corazón de tu padre?
—Tushratta es aficionado a echar bravatas —replicó ella con agudeza.
—Es todo un fanfarrón —admitió Amerotke—; aun así, y gracias al influjo de Wanef, puede llegar a concebir designios muy sutiles. No tenía más opción que doblar la rodilla frente a Egipto, cosa que le repugnaba; sin embargo, Wanef le ofreció una sugerente contrapartida: robar la Gloria de Anubis, conseguir el manuscrito de Sinuhé, librarse de tres de sus opositores más poderosos, saquear la tumba de tu padre y cometer un horrible sacrilegio. Todo esto no podía sino endulzar el amargo trago de la derrota. Después, podría regresar a la capital de su reino para regodearse con tu desgracia. Cada vez que tomara en sus manos la amatista sagrada, sería para burlarse de Egipto. Mientras tanto, sus mercaderes abrirían nuevas rutas comerciales y amasarían una enorme fortuna gracias a los mapas de Sinuhé. Tarde o temprano, mi señora, Tushratta te declararía la guerra.
Hatasu le devolvió fría la mirada.
—En cierto aspecto —siguió diciendo Amerotke—, Tushratta se ha salido con la suya. No sé si se atreverá, después de lo sucedido, a exigir una compensación por las muertes de sus belicosos consejeros, el señor Snefru y los otros dos; en cualquier caso, lo cierto es que se ha librado de tres revoltosos sin tener que mancharse las manos de sangre, pues nos harán a nosotros responsables de los asesinatos.
—¿Y la tumba de mi padre? —preguntó la reina.
—Tushratta pidió que le fuese devuelto el sarcófago de su hermana. Sabía que eso te enojaría, sobre todo teniendo en cuenta los rumores que corren de que tu padre la había maltratado.
—Ahora sabemos que no son ciertos.
—Sea como fuere, tenía más razones para hacerlo. El sarcófago de Benia contiene una serie de manuscritos que recogen un buen número de detalles difamatorios acerca de la corte de tu padre. —El magistrado dejó escapar una sonrisa adusta—. Aunque, si nos paramos a pensarlo, ¿para qué necesita Tushratta buscar esos papiros con tanto ahínco? A fin de cuentas, puede inventar una mentira tras otra acerca de ti. No: su plan iba más allá.
—Debía de saber —terció Senenmut— que la localización de la tumba de Tutmosis constituye un gran secreto. Mi señora, de no saber dónde se encuentra, una persona podría recorrer el valle años enteros sin ser capaz de dar con la entrada.
Hatasu miró a Amerotke, que prosiguió el relato.
—Tushratta y Wanef hubieron de darse cuenta de que los únicos que podían llegar a esa tumba erais tú misma y tus consejeros más íntimos, personas de tu confianza. Claro está que podían haber intentado sobornar a alguno, pero resultaba demasiado arriesgado: no habrían sabido a quién recurrir y, si esa persona se negaba…
—Yo acabaría por saberlo —declaró Hatasu con sequedad.
—Sí, mi señora. Así que, en lugar de eso, contrataron a un espía, a alguien que vigilase todo lo que sucedía en el Valle de los Reyes. Durante el día, este lugar se ve acosado por un sol asfixiante, de modo que en cualquier otra circunstancia, el espía habría tenido que soportar años antes de que tú te acercases a la tumba.
Hatasu cerró los ojos al pensar en el error que había cometido.
—Tushratta y Wanef exigieron poder llevarse con ellos el sarcófago de Benia en su camino de regreso. Y Egipto —añadió Amerotke tras elegir con cuidado cada palabra— cayó en la trampa.
—¡Claro! —exclamó Senenmut con un gruñido, al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza—. El sarcófago podía haberse enviado más tarde.
—Sí, y por eso Tushratta dejó bien clara su voluntad de escoltarlo en persona. Al hacerlo, estaba facilitando las cosas a su espía: no pasaría mucho tiempo sin que tú, divina, hubieses de introducirte en el Valle de los Reyes.
—Pero tuvimos gran cuidado —declaró la reina—. Tanto al acercarnos como al dejar el lugar, enviamos exploradores para que observaran los alrededores y sellaran la entrada del valle.
—Eso no tenía por qué ser un obstáculo para Tushratta. —El magistrado sacudió la cabeza.
—Y eliminamos cualquier indicio —insistió Hatasu—. Al salir del valle, los esclavos cepillaron la zona para no dejar pista alguna. —Dejó escapar un suspiro—. Ya sé lo que vas a decir: Eso no era un obstáculo para Tushratta.