Los Caballeros de Neraka (21 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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Mina tendió su mano manchada de sangre. Galdar se preguntó si era la de la muerte o la que asía la vida. Tal vez el capitán se hizo la misma pregunta, pues vaciló un instante antes de estrecharla con la suya. La del hombre era grande, encallecida por la cuerda del arco, curtida y sucia. La de ella era pequeña, su tacto leve, y tenía la palma llena de ampollas y bordeada de sangre reseca. Empero, fue el capitán el que se encogió un poco cuando se estrecharon.

Se miró la mano cuando la mujer la soltó y se la frotó en el coselete de cuero como para aliviarla de una punzada dolorosa o una quemadura.

—Date prisa, capitán. No disponemos de mucho tiempo —ordenó Mina.

—¿Y quién eres tú, jefe de garra? —inquinó el capitán Samuval, que seguía frotándose la mano.

—Soy Mina —respondió la mujer.

Asió las riendas y tiró bruscamente de ellas.
Fuego Fatuo
volvió grupas. Mina clavó espuelas y galopó directamente hacia el risco que se asomaba sobre el tajo de Beckard, seguida de sus caballeros. Galdar corría junto a su estribo, apretando el ritmo para mantener el paso.

—¿Cómo sabes que el capitán Samuval te obedecerá, Mina? —inquirió en voz alta el minotauro para hacerse oír sobre el estruendo de los cascos.

La mujer bajó la vista hacia él y sonrió. Sus iris ambarinos relucían bajo la visera del casco.

—Obedecerá —afirmó—, aunque sólo sea para demostrar su desdén hacia sus superiores y sus absurdas órdenes. Pero el capitán es un hombre hambriento, Galdar. Ansia alimento, y ellos le han dado barro para llenarle la tripa, mientras que yo le daré carne. Carne para nutrir su alma.

Mina se inclinó sobre el cuello del caballo y lo urgió a galopar más deprisa.

* * *

La compañía de arqueros del capitán Samuval tomó posiciones al borde del risco desde el que se dominaba el tajo de Beckard. Estaba compuesta por un centenar de arqueros fuertes y bien entrenados que habían luchado en muchas otras guerras de Neraka anteriores. Utilizaban arcos largos elfos, tan preciados por quienes combatían con ese tipo de arma. Ocuparon sus puestos, alineados muy juntos, sin apenas espacio para maniobrar ya que el borde del risco no era muy largo. Estaban de pésimo humor; contemplaban el ejército de los Caballeros de Neraka lanzándose sobre Sanction y rezongaban que los dejarían sin nada, que se apoderarían de las mejores mujeres y saquearían las casas más ricas, así que tanto daría si se volvían a casa.

Por encima de sus cabezas las nubes se espesaron, un banco de nubes grises y amenazadoras que descendieron por las laderas de las montañas Zhakar.

El campamento del ejército se había quedado vacío, excepto por las tiendas, las carretas de suministro y unos pocos heridos que no habían podido ir con sus compañeros y maldecían su mala fortuna. El clamor de la batalla se iba alejando de ellos. Las montañas y las nubes bajas apagaban los sonidos del ejército atacante y en el valle reinó un silencio espeluznante.

Los arqueros miraron hoscos a su capitán, que a su vez observaba a Mina con impaciencia.

—¿Cuáles son tus órdenes, jefe de garra? —preguntó.

—Hemos de esperar.

Así lo hicieron. El ejército llegó a las murallas de Sanction y aporreó las puertas. El ruido y la conmoción sonaban lejanos, un retumbo distante. Mina se quitó el yelmo y se pasó los dedos por la rapada cabeza, cubierta por la leve sombra rojiza del pelo. Permaneció sentada en su caballo con la espalda muy recta y la barbilla bien levantada. No tenía puesta la mirada en Sanction, sino en el cielo azul que se oscurecía con rapidez.

Los arqueros la contemplaron de hito en hito, pasmados por su juventud, estupefactos ante su extraña belleza. Ella no advirtió sus miradas, no oyó sus comentarios toscos, que el silencio procedente del valle engulló. Los hombres percibían algo ominoso en aquella quietud. Los que continuaron mascullando comentarios lo hicieron por bravuconear y sus inquietos compañeros los instaron a callar casi de inmediato.

El silencio saltó hecho añicos por una explosión que sacudió el suelo alrededor de Sanction. La nubes bulleron en agitados remolinos y el sol desapareció tras ellas. Los gritos triunfantes del ejército de Neraka se cortaron de golpe y fueron sustituidos por otros de pánico.

—¿Qué ocurre? —demandaron los arqueros, a quienes se les desató la lengua, y hablaron todos a la vez—. ¿Veis algo?

—¡Silencio en las filas! —bramó el capitán Samuval.

Uno de los caballeros, que se encontraba apostado como observador al borde del risco, regresó galopando.

—¡Era una trampa! —empezó a gritar cuando todavía se hallaba a cierta distancia—. ¡Las puertas de Sanction se abrieron ante nuestro ejército, pero sólo para que salieran solámnicos en tropel! ¡Debe de haber miles, y a la cabeza cabalgan hechiceros que dan muerte con sus malditos conjuros! —El caballero sofrenó al excitado caballo—. ¡Tenías razón, Mina! —Su tono era sobrecogido, reverencial—. Una gran explosión mágica acabó con centenares de los nuestros en el primer momento. Sus cuerpos yacen carbonizados en el campo. ¡Nuestras tropas se baten en retirada! ¡Vienen hacia aquí, huyendo en desbandada por la quebrada! ¡Es una derrota aplastante!

—Entonces, todo está perdido —dijo el capitán Samuval, aunque miró a Mina de manera extraña—. Las fuerzas solámnicas empujarán al ejército hasta el valle. Nos encontraremos atrapados entre el yunque de las montañas y el martillo de los solámnicos.

Su pronóstico se cumplió. Los primeros soldados rasos entraban ya en tropel por el tajo de Beckard. Muchos no sabían hacia dónde iban, y su única idea era alejarse lo más posible de la sangre y la muerte. Unos pocos, los que conservaban la mente lo bastante despejada para pensar con claridad, se dirigían hacia la estrecha calzada que atravesaba las montañas de Khur.

—¡Un estandarte! —pidió Mina con urgencia—. ¡Encontrad un estandarte!

El capitán Samuval se quitó el sucio pañuelo blanco que llevaba alrededor del cuello y se lo tendió.

—Toma esto Mina, que te entrego con gusto.

La mujer cogió el pañuelo e inclinó la cabeza. Musitó unas palabras que nadie alcanzó a oír, besó el trozo de tela y se lo tendió a Galdar. El blanco estaba manchado ahora con la sangre de su palma en carne viva. Uno de los caballeros inclinó su lanza y Galdar ató el pañuelo en la punta, tras lo cual le entregó el arma a Mina.

Ésta hizo volver grupas a
Fuego Fatuo
y cabalgó risco arriba hasta un alto promontorio; una vez allí, enarboló bien alto el estandarte.

—¡A mí, soldados! ¡Aquí, con Mina!

Las nubes se abrieron y un rayo de sol se proyectó desde el cielo para caer sólo sobre la mujer montada en su corcel en lo alto del risco. La negra armadura resplandecía como si la envolviera el fuego, sus iris ambarinos centelleaban, iluminados por el ardor de la batalla. Su llamada, penetrante como la voz de la trompeta, consiguió que los soldados que huían se detuviesen. Alzaron la vista para ver de dónde provenía la llamada y divisaron a Mina, perfilada por el fuego, llameando como la hoguera de un faro en lo alto del promontorio. La contemplaron aturdidos, olvidada ya la huida en desbandada.

—¡A mí! —gritó de nuevo la mujer—. ¡Hoy la gloria es nuestra!

Los soldados vacilaron y luego uno corrió hacia ella y trepó a trompicones y resbalando por la cuesta. Otro lo siguió, y otro más, contentos de tener de nuevo un propósito y un rumbo marcado.

—Traed a esos hombres ante mí —ordenó Mina a Galdar, mientras señalaba a otro grupo de soldados en plena huida—. A todos los que podáis. Y aseguraos de que están armados. Situadlos en formación de combate allí, en las rocas de abajo.

Galdar hizo lo que le mandaba. Él y los otros caballeros cerraron el paso a los soldados que huían y les ordenaron reunirse con sus compañeros, quienes empezaban a agruparse cual un estanque oscuro a los pies de Mina. Más y más soldados entraban en tropel por la quebrada, entre ellos Caballeros de Neraka a caballo; algunos de los oficiales hacían un valeroso esfuerzo por frenar la desbandada, en tanto que otros se unían a los soldados de a pie en su huida para salvar la vida. Tras ellos venían los Caballeros de Solamnia con sus relucientes armaduras plateadas y los yelmos adornados con blancos penachos. Se descargaron rayos mortíferos y allí donde el fogonazo surgía, los hombres se retorcían hasta morir consumidos por el calor mágico. Los solámnicos entraron en la quebrada, azuzando a las fuerzas de los Caballeros de Neraka como si fuesen cabezas de ganado, conduciéndolos al matadero.

—¡Capitán Samuval! —gritó Mina al tiempo que descendía por la ladera, con el estandarte ondeando tras de sí—. Ordena a tus hombres que disparen.

—Los solámnicos no están aún a tiro —respondió el hombre, que sacudió la cabeza por la necedad de la mujer—. Cualquier estúpido se daría cuenta de eso.

—Los solámnicos no son nuestros blancos, capitán —replicó fríamente Mina. Señaló a las fuerzas de los Caballeros de Neraka y añadió—: Ellos lo son.

—¿Nuestros hombres? —Samuval la miró de hito en hito—. ¡Estás loca!

—Observa el campo de batalla, capitán —adujo Mina—. Es la única solución.

El capitán miró hacia allí. Se pasó la mano por la cara para limpiarse el sudor y luego dio la orden.

—Arqueros, disparad.

—¿A quiénes?

—¡Ya habéis oído a Mina! —espetó bruscamente el capitán. Tomó el arco de uno de sus hombres, encajó una flecha y disparó.

El proyectil atravesó la garganta de uno de los Caballeros de Neraka que huía. El hombre cayó del caballo hacia atrás y fue pisoteado por sus compañeros.

La compañía de arqueros disparó. Cientos de flechas —cada proyectil apuntado cuidadosamente a tiro directo— surcaron el aire con un mortífero zumbido. La mayoría dio en el blanco. Soldados de a pie se llevaron las manos al pecho y se desplomaron. Los astiles emplumados penetraron a través de las viseras echadas de los yelmos de los caballeros o se hincaron en sus cuellos.

—Seguid disparando, capitán —ordenó Mina.

Volaron más flechas y cayeron más cuerpos. Los aterrados soldados se dieron cuenta de que los proyectiles venían del frente. Vacilaron, se detuvieron e intentaron descubrir la posición de su nuevo enemigo. Sus compañeros chocaron contra ellos por detrás, enloquecidos por la proximidad de los solámnicos. Las escarpadas paredes del tajo de Beckard no ofrecían vía de escape alguna.

—¡Disparad! —gritó el capitán Samuval, atrapado en el ardor de la matanza—. ¡Por Mina!

—¡Por Mina! —respondieron los arqueros, y dispararon.

Las flechas zumbaron hacia sus blancos con mortífera precisión. Los hombres gritaron y se desplomaron. Los moribundos empezaban a apilarse como un espantoso montón de leña cortada que formaba una barricada sangrienta.

Un oficial se aproximó al grupo de Mina, fuera de sí por la ira, espada en mano.

—¡Necio! —le gritó a Samuval—. ¿Quién te da órdenes? ¡Estáis disparando contra nuestros propios hombres!

—Yo le di la orden —dijo Mina, sosegada.

—¡Traidora! —la abordó, iracundo, el caballero, que enarboló su espada.

Mina permaneció inmóvil sobre su caballo; no hizo caso alguno al caballero, ya que toda su atención estaba puesta en la matanza que se producía abajo. Galdar descargó su enorme puño en el yelmo del caballero. El hombre, con el cuello roto, cayó rodando y dando tumbos ladera abajo. Galdar se chupó los nudillos magullados y alzó la vista hacia Mina.

Se quedó estupefacto al ver que las lágrimas corrían por sus mejillas sin rebozo; sus manos se cerraban, crispadas, sobre el medallón y sus labios se movían, como si estuviese rezando.

Atacados por el frente y por la retaguardia, los soldados atrapados en el tajo de Beckard empezaron a arremolinarse sin saber qué hacer. Detrás de ellos, sus compañeros afrontaban una terrible elección: podían acabar ensartados por la espalda por las lanzas solámnicas o podían dar media vuelta y luchar. Giraron para hacer frente al enemigo y batallaron con la ferocidad de los desesperados, de los acorralados.

Los solámnicos continuaron luchando, pero el ímpetu de su carga aminoró y, al cabo de un rato, se frenó por completo.

—¡Dejad de disparar! —ordenó Mina. Tendió el estandarte a Galdar, asió su maza y la alzó bien alto—. ¡Caballeros de Neraka! ¡Ha llegado nuestra hora! ¡Hoy cabalgamos hacia la gloria!

Fuego Fatuo
dio un gran salto y partió a galope tendido ladera abajo, llevando a Mina directamente hacia la vanguardia de los Caballeros de Solamnia. Tan veloz galopaba el corcel, tan repentina fue la maniobra de Mina, que la mujer dejó atrás a sus hombres.

—¡La muerte es segura! —bramó el minotauro—. ¡Pero también lo es la gloria! ¡Por Mina!

—¡Por Mina! —corearon los caballeros con voces profundas y severas, tras lo cual espolearon a sus caballos ladera abajo.

—¡Por Mina! —gritó el capitán Samuval, que tiró su arco y desenvainó la espada corta. Él y toda la compañía de arqueros se lanzaron a la refriega.

—¡Por Mina! —bramaron los soldados que se habían agrupado alrededor de su estandarte. Unidos a su causa, corrieron tras ella cual una oscura cascada de muerte que descendía, retumbante, por la cara del cerro.

Galdar apretó el paso, desesperado, para alcanzar a la mujer, para protegerla y defenderla. Nunca había tomado parte en una batalla, no se había entrenado para combatir. La matarían. Rostros enemigos surgieron ante el minotauro; las espadas se descargaban sobre él, las lanzas arremetían contra su cuerpo, las flechas silbaban en sus oídos. Galdar desvió las espadas a golpes, rompió las lanzas, no hizo caso de los aguijonazos de las flechas. El enemigo era una molestia que le impedía llegar a su meta. Perdió de vista a Mina y luego volvió a localizarla, rodeada por el enemigo.

Galdar vio a un caballero intentar atravesar a la mujer con su espada. Ella desvió la arremetida y descargó la maza sobre él. El primer golpe partió el yelmo; el segundo, machacó la cabeza. Pero mientras luchaba contra ese caballero, otro se acercaba para atacarla por detrás. Galdar gritó para advertirle, aunque sabía que no lo oiría. Batalló ferozmente para llegar junto a ella, sin reparar ya en los rostros, sólo las sangrientas cuchilladas propinadas por su espada.

Mantuvo la vista fija en la mujer; una rabia abrasadora se apoderó de él, y su corazón cesó de latir cuando vio que la desmontaban del caballo. Luchó con redoblada ferocidad, frenético para acudir en su auxilio. Un golpe por detrás lo aturdió y cayó de rodillas. Intentó incorporarse, pero los salvajes golpes consecutivos cayeron sin piedad sobre él y el minotauro perdió la conciencia.

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