Los Caballeros de Neraka (18 page)

Read Los Caballeros de Neraka Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
12.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Oh, vaya —masculló—. ¡Cínife! —llamó volviendo la cabeza hacia la parte trasera de la casa, en un tono que habría llegado a todos los rincones de un campo de batalla—. ¡Guarda mis joyas bajo llave!

—Tasslehoff Burrfoot, señora —se presentó Tas mientras le tendía la mano.

—¿Y quién no lo es, hoy en día? —repuso lady Vivar, que se apresuró a meter las manos, en las que brillaban varios anillos, debajo del delantal—. ¿Cómo se encuentran tus queridos padres, Gerard?

—Muy bien, gracias, señora —contestó el caballero.

—Eres un chico malo —lo regañó la dama sacudiendo el índice frente al joven—. No sabes nada sobre su estado de salud, porque no has escrito a tu querida madre hace dos meses. Envió una carta a mi esposo para protestar y preguntarle, realmente afligida, si te encontrabas bien y si te cambiabas de botas cuando te mojabas los pies. ¡Qué vergüenza, preocupar de ese modo a tu pobre madre! Su señoría ha prometido que escribirías hoy mismo, así que no me sorprendería si te obliga a sentarte y a redactar esa carta mientras estás con él.

—Sí, señora —dijo Gerard.

—Podéis entrar —anunció el ayudante de campo, abriendo una puerta que conducía a la pieza principal del alojamiento del comandante.

Lady Vivar salió no sin antes pedir a Gerard que diera recuerdos de su parte a su madre, cosa que el caballero prometió en tono impasible, tras lo cual saludó con una inclinación de cabeza y fue en pos del edecán.

Un hombre corpulento, de mediana edad, con la oscura tez característica de las gentes de Ergoth del Norte, saludó afectuosamente al joven caballero.

—¡Me alegro de que decidieses pasarte por aquí, Gerard! —dijo lord Vivar—. Entra y siéntate. Así que éste es el kender ¿verdad?

—Sí, señor. Gracias, señor. Enseguida estoy con vos. —Gerard condujo a Tas hacia un sillón, lo sentó bruscamente en él y sacó un trozo de cuerda. El caballero, que actuó con tal rapidez que a Tas no le dio tiempo de protestar, le ató las muñecas a los brazos del mueble y utilizó un pañuelo para amordazarlo.

—¿Es necesario todo eso? —inquirió suavemente lord Vivar.

—Si queremos mantener algo parecido a una conversación racional, sí, señor —respondió Gerard mientras acercaba una silla. Dejó el misterioso envoltorio en el suelo, a sus pies—. De otro modo escucharíais la historia de que ésta es la segunda vez que Caramon Majere ha muerto. El kender os contaría la diferencia entre este funeral y el primero, y dudo que os interese escuchar la lista de las personas que acudieron la primera vez y que no aparecieron ésta.

—Vaya, vaya. —La expresión de lord Vivar se suavizó, tornándose compasiva—. Debe de ser uno de los aquejados. Pobrecillo.

—¿Qué es un aquejado? —quiso saber Tas, sólo que debido a la mordaza sus palabras salieron con un sonido áspero y quejoso, como si hablase en idioma enano con una parte considerable del lenguaje gnomo. En consecuencia, los dos hombres no le entendieron y tampoco se molestaron en responder.

Gerard y lord Vivar empezaron a hablar sobre el funeral. El caballero de más edad se refirió a Caramon en términos tan afectuosos que a Tas volvió a hacérsele un nudo en la garganta, con el resultado de que la mordaza dejó de ser necesaria para mantenerlo callado.

—Y bien, Gerard, ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó lord Vivar, cuando el tema del funeral se agotó. Observaba al joven caballero con gran atención—. Mi edecán ha dicho que tenías una cuestión que plantear con respecto a la Medida.

—Sí, milord. Necesito vuestro dictamen.

—¿Tú, Gerard? —Lord Vivar enarcó una ceja—. ¿Desde cuándo te importa un ardite los preceptos de la Medida?

Gerard enrojeció y pareció sentirse incómodo; el comandante sonrió ante la turbación del joven caballero.

—Me han contado que manifiestas sin rebozo tu opinión sobre lo que consideras un modo de hacer las cosas anticuado y retrógrado.

—Señor —empezó Gerard, que rebulló en la silla—, es posible que alguna vez haya expresado mis dudas sobre ciertos preceptos de la Medida...

La ceja enarcada de lord Vivar se alzó un poco más y Gerard consideró que era un buen momento para cambiar de tema.

—Milord, ayer se produjo un incidente. Había varios civiles presentes y surgirán preguntas.

—¿Requerirá un Consejo de Caballeros? —El comandante adoptó una actitud seria.

—No, milord. Os tengo en gran estima y acataré vuestra decisión con respecto a este asunto. Se me ha encomendado una tarea y necesito saber si debo llevarla a cabo o puedo rehusarla sin faltar al honor.

—¿Quién te la encomendó? ¿Otro caballero? —Lord Vivar parecía inquieto. Sabía el rencor que existía entre Gerard y los restantes caballeros de la guarnición. Hacía mucho que temía que surgiera una disputa, quizá con el resultado de un absurdo desafío en el campo de honor.

—No, señor —contestó el joven sin alterarse—. Fue un hombre moribundo.

—¡Ah! —exclamó el comandante—. Caramon Majere.

—Sí, milord.

—¿Una última petición?

—Más que petición una misión, milord. Casi diría una orden, pero Majere no pertenecía a la caballería.

—Por nacimiento no, quizá —adujo suavemente el comandante—, pero en lo que atañe al espíritu no había mejor caballero.

—Sí, milord. —Gerard guardó silencio un instante y Tas vio, por primera vez, que el joven lamentaba sinceramente la muerte de Caramon Majere.

—La última voluntad de los moribundos es sagrada para la Medida, que establece que tales deseos han de cumplirse si es humanamente posible. La Medida no hace distinción si la persona moribunda pertenece o no a la caballería, si es hombre o mujer, humano, elfo, enano, gnomo o kender. Estás obligado por honor a realizar esa tarea, Gerard.

—Si es humanamente posible —adujo el joven.

—Sí —convino lord Vivar—. Así lo establece la Medida. Hijo, veo que todo este asunto te causa un profundo desasosiego. Si no significa violar una confidencia, cuéntame la naturaleza del último deseo de Caramon.

—No es nada confidencial, señor. En cualquier caso he de decíroslo, ya que si he de llevar a cabo la misión necesitaré vuestro permiso para ausentarme de mi puesto. Caramon Majere me pidió que llevase a este kender que he traído conmigo, un kender que afirma ser Tasslehoff Burrfoot, muerto en la Guerra de Caos, a ver a Dalamar.

—¿Al hechicero? —preguntó el comandante sin dar crédito a sus oídos.

—Sí, milord. Ocurrió así. Cuando estaba a punto de morir, Caramon habló de reunirse con su esposa muerta. Luego pareció buscar a alguien entre la multitud que se había agolpado alrededor y preguntó dónde estaba Raistlin.

—Debía de referirse a su gemelo —lo interrumpió lord Vivar.

—Sí, señor. Después añadió: «Dijo que me esperaría». Con ello quería decir que Raistlin había accedido a esperarlo antes de pasar de este mundo al siguiente, según me contó Laura. Caramon solía repetir que, puesto que eran gemelos, el uno no podía entrar sin el otro al reino bienaventurado.

—Dudo que a Raistlin Majere se le permitiera entrar a ningún «reino bienaventurado» —adujo secamente lord Vivar.

—Cierto, señor. —Gerard esbozó una mueca desganada—. Si existe un reino bienaventurado, cosa que dudo, entonces...

Hizo una pausa y tosió ligeramente. Lord Vivar tenía fruncido el entrecejo y un aire severo. Gerard prefirió soslayar una discusión filosófica y prosiguió con su relato.

—Caramon añadió, si no recuerdo mal: «Raistlin debería encontrarse aquí, como Tika. No lo entiendo. Algo no va bien. Tas... Todo lo que dijo Tas... Un futuro diferente...». Entonces me pidió que le hiciese una promesa por mi honor como caballero y, cuando le pregunté qué era, me contestó que Dalamar sabría qué pasaba y que llevase a Tasslehoff a ver al hechicero. Se encontraba muy alterado y me pareció que no moriría en paz a menos que se lo prometiera, de modo que lo hice.

—¡El hechicero Raistlin lleva muerto más de cincuenta años! —exclamó el comandante.

—Sí, señor. Y hace décadas que el supuesto héroe Burrfoot murió, de modo que es imposible que éste sea él. Además, el hechicero Dalamar ha desaparecido. Nadie lo ha visto ni se sabe nada de él desde que se destruyó la Torre de la Alta Hechicería. Corre el rumor de que ha sido declarado legalmente muerto por los miembros del Ultimo Cónclave.

—Esos rumores son ciertos. Me lo confirmó Palin Majere. Sin embargo no existen pruebas de que tal cosa sea cierta, y tenemos el último deseo de un moribundo que ha de tomarse en consideración. No estoy seguro de qué dictamen dar en este asunto.

Gerard guardó silencio. Tas habría intervenido de no ser por la mordaza y por la certeza de que dijese lo que dijese daría igual. En realidad, Tasslehoff no sabía qué hacer. Había recibido órdenes estrictas de Fizban de ir al funeral y regresar cuanto antes. «¡Y nada de zascandilear!», habían sido las palabras exactas del viejo mago, cuyo talante era muy grave cuando las pronunció. Tas mordisqueó la mordaza sin darse cuenta, absorto en cavilaciones sobre el significado exacto del término «zascandilear».

—He de enseñaros algo, milord —manifestó Gerard—. Con vuestro permiso...

Recogió el envoltorio, lo puso sobre el escritorio del comandante y empezó a desanudar la cuerda que lo ataba.

Entretanto, Tas se las había ingeniado para soltarse las manos de las ataduras. Ahora podría quitarse la mordaza y ponerse a explorar esa estancia realmente interesante, en la que había varias espadas excelentes colgadas en la pared, así como un escudo y una gran caja de mapas.

El kender contempló, anhelante, aquellos pergaminos y faltó poco para que sus pies lo llevaran en esa dirección, pero sentía una gran curiosidad por ver qué guardaba el caballero en el paquete.

A Gerard le estaba costando mucho desatarlo; al parecer tenía dificultades con los nudos.

Tas se habría ofrecido a ayudarlo, pero hasta el momento, cada vez que lo había hecho, Gerard no se había mostrado muy agradecido. Así pues, se dedicó a observar cómo caían los granos de arena desde la ampolleta superior del reloj a la inferior y a intentar contarlos mientras caían. No era tarea fácil, ya que los granos pasaban muy deprisa y justo cuando por fin conseguía distinguirlos y empezaba a contarlos uno a uno, entonces caían dos o tres a la vez y echaban a perder sus cálculos.

Tas se encontraba más o menos entre cinco mil setecientos treinta y seis y cinco mil setecientos treinta y ocho cuando la arena se acabó. Gerard seguía manoseando torpemente los nudos; lord Vivar alargó la mano y dio la vuelta al reloj, de modo que Tas empezó a contar otra vez para sus adentros: «uno, dos, trescuatrocinco...».

—¡Por fin! —rezongó Gerard y soltó la cuerda.

El kender interrumpió la cuenta de granos de arena y se sentó tan derecho como pudo para ver mejor.

El joven caballero tiró de los pliegues de la bolsa pasándolos alrededor del objeto con cuidado —advirtió Tas— de no tocarlo. Piedras preciosas centellearon bajo los rayos del sol poniente. El kender se sentía tan excitado que saltó de la silla y se arrancó la mordaza.

—¡Eh! —gritó al tiempo que alargaba la mano hacia el objeto—. ¡Es igual que el mío! ¿De dónde lo has sacado? ¡Oye! —exclamó al examinar con mayor detenimiento el objeto—.
¡Es
el mío!

Gerard asió la mano del kender, que se encontraba ya a escasos centímetros del enjoyado objeto. Lord Vivar lo contemplaba boquiabierto.

—Encontré esto en un saquillo del kender, señor —informó Gerard—. Anoche, cuando lo registré antes de encerrarlo en prisión. Prisión que, he de añadir, no es a prueba de kenders, como creíamos. No estoy seguro, ya que no soy hechicero, señor, pero parece que es mágico.
Muy
mágico.

—Porque lo es —manifestó, enorgullecido, Tas—. Así es como vine aquí. Antes era propiedad de Caramon, pero siempre estaba preocupado porque tenía miedo de que alguien lo robara e hiciese mal uso de él. No entiendo que alguien hiciese algo así, de verdad. En fin, me ofrecí a guardarlo yo, pero Caramon dijo que no, que debería encontrarse en algún lugar completamente seguro, y Dalamar dijo que él se encargaría, así que Caramon se lo dio y él... —Tas se calló porque habían dejado de prestarle atención.

Lord Vivar había retirado las manos del escritorio. El objeto tenía el tamaño de un huevo, plagado de gemas incrustadas que centelleaban. Un examen más detenido revelaba que estaba formado por millares de pequeñas piezas, las cuales daban la impresión de que podían ser manipuladas, que se las podía mover. Lord Vivar lo contempló con desconfianza mientras Gerard seguía asiendo firmemente al kender.

El sol se aproximaba al horizonte y brillaba intensamente a través de la ventana. El despacho permanecía fresco y umbrío, con el objeto reluciendo cual un pequeño astro.

—Jamás había visto nada igual —manifestó lord Vivar, sobrecogido.

—Tampoco yo, señor —convino Gerard—. Pero Laura, sí.

El comandante alzó la vista, sobresaltado, y el joven caballero prosiguió:

—Dijo que su padre tenía un objeto así y que lo guardaba bajo llave en un lugar secreto, dentro de una habitación de la posada dedicada a la memoria de su hermano gemelo, Raistlin. Laura recordaba muy bien el día, unos meses antes de la Guerra de Caos, en que Caramon sacó el objeto de su escondrijo y se lo dio a...

—¿Dalamar? —inquirió lord Vivar, estupefacto. Volvió a mirar el objeto—. ¿Le explicó su padre lo que hacía? ¿El tipo de magia que poseía?

—Dijo que el objeto se lo había dado Par-Salian y que había viajado al pasado merced a su magia.

—Es verdad —intervino Tasslehoff—. Yo fui con él. Por eso sabía cómo funcionaba el ingenio. Veréis, se me ocurrió que quizá no sobreviviese a Caramon...

Entonces Lord Vivar pronunció una única palabra, y lo hizo con énfasis y sinceridad. Tas se quedó impresionado. Por lo general, los caballeros no utilizaban esa clase de lenguaje.

—¿Crees que es posible? —El comandante había desviado de nuevo la mirada y ahora observaba a Tas como si de pronto le hubiese crecido una segunda cabeza.

Obviamente él nunca había visto a un troll. En verdad los caballeros deberían viajar más, fue la conclusión del kender.

—¿Crees que éste es el verdadero Tasslehoff Burrfoot? —inquirió el comandante a su subordinado.

—Caramon Majere creía que lo era, milord.

Lord Vivar dirigió de nuevo la vista hacia el objeto.

—Evidentemente es antiguo. Ningún hechicero posee la destreza necesaria para crear objetos mágicos así en la actualidad. Incluso yo percibo su poder, y desde luego no soy un mago, por lo cual le doy las gracias a los hados. —De nuevo, miró a Tas—. No, no lo creo posible. Este kender lo robó y se ha inventado esa historia descabellada para ocultar su delito.

Other books

Graynelore by Stephen Moore
Dreams Do Come True by Jada Pearl
Artful Deceptions by Patricia Rice
The Road To Forgiveness by Justine Elvira
Tombstoning by Doug Johnstone
Now You See Her by Joy Fielding