Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
—Has estado hablando de tu
hacker
. Aunque lo que he oído no son más que conjeturas y pura palabrería.
Ed había prometido mantener a Wasp fuera de todo ese circo, y era una promesa que pensaba cumplir.
—Una palabrería de lo más cualificada en cualquier caso —respondió Ed—. El
hacker
, quien coño sea, conseguiría romper el encriptado de los archivos de Ingram y se los filtraría a
Millennium
. Eso no es nada bueno, ahí estoy de acuerdo, pero ¿sabes qué es lo peor?
—No.
—Que tuvimos la oportunidad de detenerlo, de cortarle las bolas y de parar todo este tinglado. Hasta que nos ordenaron cerrar nuestra investigación… Y no es que me defendieras mucho cuando eso ocurrió.
—Te mandé a Estocolmo.
—Pero a mis chicos los enviaste de vacaciones, así que la investigación murió en el acto. Ahora las pistas se han esfumado, aunque, como es evidente, podríamos continuar la búsqueda. Sin embargo, ¿nos favorecería que saliera a la luz que un puto
hacker
de mierda nos ha dejado con el culo al aire?
—Quizá no. Pero yo pienso darle fuerte a
Millennium
y a ese Blomström, te lo aseguro.
—Se llama Blomkvist, Mikael Blomkvist. Pues venga, adelante, inténtalo. Buena suerte. Sería maravilloso para tu índice de popularidad que irrumpieras en territorio sueco y detuvieras al mayor héroe del periodismo que el mundo ha visto en mucho tiempo —respondió Ed, y entonces el jefe de la NSA, tras murmurar algo ininteligible, desapareció de allí.
Ed sabía tan bien como todos que el almirante no iba a detener a ningún periodista sueco. Charles O’Connor luchaba por su supervivencia política y no se podía permitir realizar jugadas demasiado atrevidas. Ed decidió ir a ver un rato a Alona para charlar con ella. Estaba harto de dejarse la piel trabajando. Necesitaba hacer algo irresponsable, de modo que le propuso ir a tomar una copa.
—Venga, vamos a brindar por todo este infierno —dijo sonriendo.
Hanna Balder se encontraba en lo alto de la pequeña colina que había junto al hotel Schloss Elmau y le dio a August un empujón en la espalda, tras lo cual lo vio bajar deslizándose por la cuesta en un viejo trineo de madera que le habían prestado en el hotel. Luego, cuando el niño ya estaba parado al lado de un granero marrón que se hallaba al final de la pendiente, echó a andar tras él con sus botas de cordones. Aunque el sol se asomaba, caía una ligera nevada. Apenas había viento. Al fondo, los picos de los Alpes se alzaban hacia el cielo, y ante ella se extendía un vasto paisaje.
Hanna no se había alojado en un sitio tan bonito en toda su vida, y August se iba recuperando bastante bien, sobre todo gracias a la inestimable contribución de Charles Edelman. No obstante, nada de eso quería decir que aquello le resultara fácil. Se sentía como una mierda. Incluso ahora, descendiendo por la cuesta, se detuvo dos veces para llevarse la mano al pecho. Desintoxicarse de los somníferos y ansiolíticos era mucho peor de lo que en un principio se había imaginado. Por las noches se acurrucaba en la cama como un bebé, despierta, viendo desfilar su vida con una luz absolutamente implacable. En alguna que otra ocasión se levantaba desesperada y golpeaba la pared con la mano mientras lloraba a lágrima viva. Maldijo miles de veces a Lasse Westman. Y hasta a ella misma.
Pero había momentos en los que se sentía extrañamente purificada, lo que le permitió experimentar algo que, como mínimo, estaba emparentado con la felicidad. Había momentos en los que August, sumergido de lleno en sus ecuaciones y sus series numéricas, contestaba a sus preguntas, aunque de forma monosilábica y rara, y en los que Hanna intuía que algo estaba cambiando a mejor.
Y no es que entendiera a su hijo demasiado bien; el niño seguía antojándosele un misterio. A veces hablaba con números, unos números altos elevados a otros igual de altos, y parecía convencido de que su madre le comprendía. Pero era indudable que algo había pasado. Siempre lo recordaría sentado aquel primer día al escritorio de la habitación anotando, con extraordinaria facilidad y fluidez, largas e interminables ecuaciones que ella fotografiaba para luego enviárselas a la mujer de Estocolmo. Esa misma noche, a altas horas, Hanna recibió un sms en su Blackphone:
¡Dile a August que hemos roto el cifrado!
Nunca había visto a su hijo tan feliz y orgulloso, y a pesar de que nunca comprendió de qué se trataba y de que jamás pronunció ni una palabra sobre el asunto, ni siquiera a Charles Edelman, significaba mucho para ella: comenzaba a sentirse orgullosa, inmensamente orgullosa.
También empezó a mostrar un apasionado interés por el síndrome del
savant
, y más de una vez, mientras Charles Edelman permanecía alojado en el hotel, se quedó hablando con él —hasta altas horas de la noche, después de que August se hubiera dormido— sobre las habilidades del niño, y también, dicho sea de paso, sobre todo tipo de cuestiones que no guardaban ninguna relación con su hijo. Sin embargo, no estaba segura de que hubiera sido muy buena idea acostarse con Charles.
Claro que, por otra parte, tampoco le parecía que hubiera sido una mala idea. Charles le recordaba a Frans, y pensó que todos estaban empezando a conocerse y a conformar una especie de pequeña familia: ella, Charles, August, esa profesora un poco estricta pero simpática llamada Charlotte Greber y el matemático danés Jens Nyrup, que los había visitado y había podido constatar que August, por alguna misteriosa razón, manifestaba una verdadera obsesión por las curvas elípticas y la factorización en números primos.
En cierto sentido, toda esa estancia en el hotel se estaba convirtiendo en un viaje de exploración al extraño universo interior de su hijo, y en ese instante, mientras bajaba por aquella cuesta en medio de la ligera nevada y veía cómo August se levantaba del trineo, lo sintió, por primera vez en mucho tiempo: iba a ser una buena madre e iba a enderezar su vida.
Mikael no entendía por qué el cuerpo le pesaba tanto. Era como si se moviera dentro del agua. Y eso que allí fuera se había montado un jaleo de mil pares de narices: la euforia de la victoria, en cierto sentido. Casi todos los periódicos, sitios web, emisoras de radio y cadenas de televisión querían entrevistarlo. Él les decía a todos que no; no le hacía falta. En anteriores ocasiones, ante la publicación por parte de
Millennium
de grandes noticias, hubo momentos en los que Erika y él no estuvieron seguros de que los otros medios se fueran a subir al carro, y entonces planificaron estrategias para ofrecer entrevistas en los foros más apropiados e incluso, algunas veces, compartir algo de sus
scoops
. Ahora nada de eso resultaba necesario.
La noticia estalló por sí misma, y cuando —en una rueda de prensa conjunta, y con verdadero énfasis— el jefe de la NSA, Charles O’Connor, y la ministra de comercio estadounidense, Stella Parker, pidieron disculpas por lo ocurrido, se disiparon las últimas dudas que les quedaban sobre si habían exagerado o cometido algún error al contar la historia; en aquellos momentos ya se estaba desarrollando un intenso debate en los editoriales de los periódicos de todo el mundo sobre las implicaciones y posibles consecuencias de lo revelado por
Millennium
.
A pesar del alboroto y de que los teléfonos no cesaban de sonar, Erika había decidido organizar en la redacción, apresuradamente, una fiesta o, cuando menos, una improvisada recepción. Consideró que todos merecían evadirse por unas horas de aquella locura y tomarse un par de copas. La primera tirada de cincuenta mil ejemplares ya se había agotado durante la mañana del día anterior y el número de visitas de la página web, que también tenía una versión en inglés, se contaba por millones. Las ofertas de contratos para libros entraban a raudales, el grueso de suscriptores crecía por minutos y los anunciantes hacían cola para aparecer en la revista.
Además, habían podido librarse del Grupo Serner comprando su parte. Pese a su demencial carga de trabajo, Erika había logrado llevar a cabo la operación unos días antes. Aunque no había sido nada fácil: los representantes del Grupo Serner habían olido su desesperación y se aprovecharon de ella al máximo; de hecho, hubo un momento en el que ni Erika ni Mikael pensaron que lo conseguirían. Hasta el último minuto, gracias a una considerable contribución económica que llegó desde una misteriosa sociedad de Gibraltar y que dibujó una sonrisa en los labios de Mikael, no pudieron realizar la compra. El precio, a decir verdad, ascendía a una suma ofensivamente alta teniendo en cuenta la situación que atravesaba entonces la revista, pero luego, apenas veinticuatro horas más tarde, una vez publicado el
scoop
y tras haberse disparado el valor de la marca
Millennium
, resultó ser más bien un chollo. Ahora volvían a ser libres e independientes, aunque aún no les había dado tiempo a disfrutar de ello.
Los fotógrafos y los periodistas no los dejaron en paz ni siquiera durante el homenaje que se le hizo a Andrei en el Club de Prensa, y aunque todos, sin excepción, también quisieron felicitarlos, Mikael se sintió ahogado y acorralado y no se mostró tan solícito como habría deseado a la hora de recibir todas esas atenciones. Además, seguía durmiendo mal y padeciendo terribles dolores de cabeza.
A última hora de la tarde del día siguiente, la redacción se acondicionó a toda prisa. Sobre unas mesas juntadas para la ocasión se colocaron botellas de champán, vino, cervezas y comida de un
catering
japonés. Los invitados empezaron a entrar, primero los colaboradores y los
freelance
, por supuesto, pero también algunos amigos de la revista, entre los que se encontraba nada menos que Holger Palmgren, al que Mikael ayudó a entrar y a salir del ascensor y al que abrazó al menos dos o tres veces.
—Nuestra chica lo ha conseguido —dijo Holger con lágrimas en los ojos.
—Como de costumbre —le respondió Mikael con una sonrisa. Y, tras hacer que Holger se sentara en un sitio de honor en el sofá de la redacción, dio la orden de que no dejaran de llenarle la copa.
Le alegraba mucho verlo allí. A él y a todos los viejos y nuevos amigos que habían acudido: Gabriella Grane, por ejemplo, y el comisario Bublanski, que quizá no debería hallarse allí considerando su relación profesional y la posición de
Millennium
como observador independiente de las fuerzas del orden, pero al que Mikael insistió en invitar y que, por sorprendente que pareciera, se pasó toda la fiesta hablando con una sola persona, la catedrática Farah Sharif.
Mikael brindó con ellos y con todos los demás. Llevaba vaqueros y su mejor americana y, por una vez, bebió bastante, lo que no era muy habitual en él. Pero no le sirvió de nada: no se quitaba de encima esa sensación de vacío ni ese peso que le oprimía. Se debía, como era lógico, a lo que le había ocurrido a Andrei: el chico no se le iba ni un instante del pensamiento. La imagen de su compañero sentado en la redacción mientras él intentaba convencerlo de que lo acompañara a tomar una cerveza se le había grabado a fuego, como un momento trivial y al mismo tiempo absolutamente decisivo. Los recuerdos de Andrei aparecían sin cesar, y a Mikael le costaba concentrarse para seguir las conversaciones.
Estaba ya harto de todas las palabras elogiosas y lisonjeras —en realidad, las únicas que de hecho le conmovieron fueron las del sms de su hija Pernilla: «Al parecer sabes escribir de verdad, papá»— y de vez en cuando echaba una mirada en dirección a la puerta. Habían invitado a Lisbeth, por supuesto, y si hubiese aparecido se habría convertido, faltaría más, en invitada de honor. Pero no se dejó ver, algo que, como era lógico, no sorprendió a nadie. A Mikael le habría gustado darle las gracias al menos por su generosa aportación en el conflicto con el Grupo Serner. Aunque, bien mirado, ¿qué más podía pedir?
La sensacional documentación que le había pasado Lisbeth sobre Ingram, Solifon y Gribanov le había permitido desenredar toda la historia, e incluso había hecho que Ed the Ned y el mismísimo Nicolas Grant de Solifon le ofrecieran más detalles. Desde entonces, tan sólo había contactado con Lisbeth en una única ocasión, cuando la entrevistó a través de la aplicación RedPhone —lo mejor que pudo y que ella se dejó— sobre lo sucedido en la casa de Ingarö.
De eso hacía ya una semana, y Mikael no tenía ni idea de lo que ella pensaba de su reportaje. Quizá estuviera cabreada con él por dramatizar demasiado, pero ¿qué otra cosa podría haber hecho con sus tan parcas respuestas? O tal vez su cabreo se debiera a que su hermana no había aparecido con nombre y apellido; Mikael se había limitado a hablar de una mujer sueco-rusa que usaba el alias de Thanos o Alkhema. Era posible, incluso, que se sintiera decepcionada porque le habría gustado que el texto hubiera sido más duro y que les hubiese dado mucha más caña a todos.
Difícil de saber, y el hecho de que el fiscal jefe Richard Ekström pareciera sopesar en serio llevar a Lisbeth a juicio por detención ilegal y apropiación indebida no ayudaba mucho. En cualquier caso, así estaban las cosas. Al final Mikael decidió mandarlo todo a la mierda y abandonar la fiesta. Bajó a la calle sin ni siquiera despedirse.
Hacía —¡cómo no!— un tiempo horrible, y a falta de nada mejor miró los sms de su teléfono. Resultaba imposible contestar a todos: eran felicitaciones y peticiones de entrevistas, junto a alguna que otra proposición indecente. Pero ni uno de Lisbeth, por supuesto, lo que le provocó unas malhumoradas murmuraciones. Apagó el móvil y se encaminó a casa con pasos sorprendentemente pesados, sobre todo para ser un hombre que acababa de publicar el
scoop
del siglo.
Lisbeth se hallaba en Fiskargatan, sentada en su sofá rojo y contemplando Gamla Stan y la bahía de Riddarfjärden con una mirada vacía. Hacía poco más de un año que había empezado la búsqueda de su hermana y de la herencia criminal de su padre; y era indudable que había logrado importantes éxitos en varios puntos.
Había conseguido dar con Camilla y propinarles un buen golpe a los Spiders. Las relaciones con Solifon y la NSA se habían disuelto. Al diputado de la Duma, Ivan Gribanov, se le estaba sometiendo a una gran presión en Rusia; el matón de Camilla había fallecido, y su hombre de confianza, Yuri Bogdanov, y varios otros ingenieros informáticos se encontraban en busca y captura por la policía, y se habían visto obligados a esconderse. Pero, muy a su pesar, Camilla vivía; tal vez hubiera huido del país. Tendría que volver a sondear el terreno e idear algo nuevo.