Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
Había conseguido dar con las claves privadas y descifrar el encriptado que protegía el archivo. Al principio se sintió tan eufórica que apenas fue capaz de leer. Luego empezó a estudiar el contenido, cada vez más asombrada. ¿Realmente era posible? Se trataba de un material tan explosivo que iba mucho más allá de cualquier cosa que se pudiera imaginar, y el hecho de que esa información figurase recogida por escrito, de que incluso se hubieran redactado actas, sólo podía deberse a una excesiva confianza en el algoritmo RSA. Pero ahora, ante sus mismos ojos, aparecían todos los trapos sucios. Bien era cierto que el texto no resultaba fácil de interpretar, tan lleno como estaba de jerga interna, abreviaturas extrañas y referencias de lo más críptico. Sin embargo, como ella se hallaba puesta en el tema, lo entendió sin problema: ya llevaba leído más o menos el ochenta por ciento cuando llamaron al timbre. Lo ignoró.
Seguro que era el cartero, que no había podido introducir algún libro por el buzón o alguna otra insignificancia. Pero de nuevo se acordó del sms de Camilla y miró en su ordenador lo que registraban las cámaras de vigilancia que tenía instaladas en la escalera. Y entonces se quedó petrificada.
No era Camilla, sino su otro objeto de temor, que, en medio de todo aquello, casi se le había olvidado. Era el puto Ed the Ned, quien —Dios sabía cómo— había conseguido dar con su casa. No se asemejaba en nada a las fotos que había de él en Internet y, pese a ello, resultaba inconfundible: se lo veía resuelto y con cara de mala leche. El cerebro de Lisbeth se puso en modo alerta. ¿Qué hacer? No se le ocurrió nada mejor que enviar el archivo de la NSA al enlace PGP de Mikael.
Luego apagó el ordenador y se acercó a la puerta arrastrando los pies.
¿Qué había pasado con Bublanski? Sonja Modig no lo entendía. Toda esa expresión atormentada que había visto en su cara un día sí y otro también durante las últimas semanas se había esfumado. Ahora sonreía y tarareaba canciones. Era cierto que había motivos por los que alegrarse: el asesino estaba detenido, August Balder había sobrevivido, a pesar de los dos intentos de asesinato, y ellos mismos habían aclarado una buena parte del móvil del crimen, así como las ramificaciones que lo vinculaban con la empresa de investigación Solifon.
Pero al mismo tiempo todavía quedaban muchas preguntas por resolver, y el Bublanski que ella conocía no acostumbraba a gritar de júbilo si no había un muy buen motivo. Más bien tendía a entregarse a dudas existenciales, hasta en los momentos de triunfo. Por eso ella no comprendía lo que le sucedía. Deambulaba por los pasillos irradiando felicidad. Incluso ahora, mientras leía, sentado en su despacho, las transcripciones del anodino interrogatorio al que la policía de San Francisco había sometido a Zigmund Eckerwald, no se le borraba esa sonrisa de los labios.
—¡Sonja, mi querida compañera: dichosos los ojos!
Sonja Modig decidió no comentar el exagerado entusiasmo de su saludo. Fue directamente al grano.
—Jan Holtser ha muerto.
—Vaya.
—Y con él nuestra última esperanza de saber algo de los Spiders —continuó ella.
—¿Piensas que habría hablado?
—No resultaba imposible en cualquier caso.
—¿Por qué lo crees?
—Se derrumbó por completo cuando apareció su hija.
—Ah, no lo sabía. ¿Y qué pasó?
—La hija se llama Olga —informó Sonja—. Vino desde Helsinki cuando se enteró de que su padre estaba herido. Pero cuando le tomé declaración y supo que Holtser había intentado matar a un niño se volvió loca.
—¿Por qué? ¿Qué hizo?
—Entró precipitadamente en su habitación y le dijo algo muy agresivo en ruso.
—¿Te enteraste de qué?
—Algo así como que le odiaba y que por ella como si se moría mañana mismo.
—Vaya, qué palabras tan duras. No se anduvo con paños calientes.
—No, desde luego. Y después me dijo que haría cuanto estuviera en su mano para ayudarnos con la investigación.
—¿Y cómo reaccionó Holtser?
—A eso iba. Por un segundo pensé que ya era nuestro. Estaba hecho polvo, tenía lágrimas en los ojos. Quizá yo no sea muy defensora de esa idea católica de que nuestra catadura moral se determina en la hora de la muerte, pero aquello fue conmovedor, la verdad. Él, que tanto daño había causado en su vida, se encontraba totalmente destruido.
—Dice mi rabino… —empezó Bublanski.
—No, Jan, no me vengas ahora con lo que dice tu rabino. Déjame continuar. Holtser empezó a lamentarse de la horrible persona que había sido, y entonces yo le comenté que, como cristiano, debía aprovechar la ocasión para confesarse y revelar quién lo había contratado; en ese momento, te lo juro, estuvimos muy muy cerca de conseguirlo. Se mostró vacilante y con una mirada errática, pero en vez de confesar se puso a hablar de Stalin.
—¿De Stalin?
—Sí, de que Stalin no se contentaba con castigar a los culpables sino que también iba a por los niños, y a por los nietos, y a por toda la familia. Creo que lo que quería decir era que la persona para la que trabajaba era igual.
—¿Lo viste preocupado por su hija?
—Sí, por mucho que ella le odiara así era, y entonces le informé de que podríamos incluirla en un programa de protección de testigos. Pero Holtser cada vez se volvía menos comunicativo. Cayó en un estado de apatía e inconsciencia. Murió tan sólo una hora después.
—¿Y qué más?
—Bueno, ha desaparecido una supuesta superinteligencia y seguimos sin rastro de Andrei Zander.
—Ya, ya lo sé.
—Y todos los que pueden hablar callan como tumbas.
—Ya me he dado cuenta. Aquí nadie regala nada.
—No, desde luego que no…, o sí, al menos una cosa sí que nos han dado —continuó Sonja—. Ya sabes: el hombre que Amanda Flod reconoció en el dibujo del semáforo de August Balder.
—El actor.
—Eso es: Roger Winter se llama. Amanda le tomó declaración a título informativo tan sólo para averiguar si tenía alguna relación con el niño o con Balder, aunque no creo que ella esperara mucho de ese encuentro. Pero Roger Winter estaba hecho un manojo de nervios, y antes de que Amanda ni siquiera hubiese empezado a hacerle preguntas el tío confesó todos los pecados cometidos en su vida.
—¿Ah, sí?
—Pues sí, y no es que fueran muy leves, la verdad. ¿Sabes? Lasse Westman y Roger son viejos amigos de juventud, desde que estaban en el Teatro de la Revolución, y solían verse por las tardes en la casa de Torsgatan, cuando Hanna salía, para charlar un rato y beber. A menudo August se encontraba en la habitación contigua entretenido con sus puzles, y ni Lasse ni Roger le prestaban mucha atención. Un día el chico cogió un libro grueso de matemáticas que su madre le había regalado y que a todas luces estaba muy por encima de su nivel; y sin embargo no paró de hojearlo de forma obsesiva mientras emitía diferentes sonidos, como si estuviera excitado. Lasse se irritó y, tras arrancárselo de las manos, lo tiró a la basura, algo que, al parecer, sacó al niño de quicio y le provocó un ataque. Y entonces Lasse empezó a pegarle patadas.
—Vaya.
—Eso fue sólo el principio. A partir de aquel suceso August se volvió muy raro, dijo Roger. El crío empezó a lanzarles misteriosas miradas, y un día Roger halló su cazadora vaquera cortada en jirones, y otro se encontró con que alguien le había vaciado todas las cervezas que estaban en la nevera y le había roto las botellas de licor, y no sé…
Sonja se detuvo.
—¿Qué?
—Aquello se convirtió en una especie de guerra de posiciones. Sospecho que Roger y Lasse, en sus paranoias etílicas, se montaron todo tipo de películas sobre el niño, que incluso le cogieron miedo. No es sencillo entender la psicología que se oculta detrás de todo eso. Quizá empezaran a odiar a August de verdad. Lo cierto es que a veces lo maltrataban juntos. Roger explicó que después se sentía fatal y que nunca comentaban entre ellos lo que habían hecho. Que no quería pegarle, pero que no podía resistirse. Que era como si lo hubieran devuelto a su niñez, confesó.
—¿Y qué pretendió decir con eso?
—No es fácil de comprender. Pero, por lo visto, Roger Winter tiene un hermano menor discapacitado que durante toda su infancia fue el hijo bueno, aplicado y talentoso. Mientras Roger siempre decepcionaba a sus padres, al hermano no paraban de lloverle los elogios, los premios y todo tipo de reconocimientos, algo que supongo que causó no poca amargura en Roger. Es probable que al pegarle a August se estuviera vengando inconscientemente de su hermano. No sé, o…
—¿Qué?
—Dijo una frase extraña. Dijo que era como si intentara librarse a golpes de la vergüenza.
—Patológico.
—Sí, pero lo más raro, en cualquier caso, es que el tío lo confesó todo desde el principio. Amanda comentó que parecía estar muerto de miedo. Cojeaba al andar y tenía dos moratones. Le dio la sensación de que quería que le detuvieran.
—Qué curioso.
—¿A que sí? Pero hay otra cosa que, la verdad, me resulta aún más rara —continuó Sonja Modig.
—¿Y qué es?
—Que mi jefe, ese meditabundo y melancólico gruñón, de pronto ha empezado a brillar como el sol.
Bublanski pareció avergonzarse.
—¿Tanto se me nota?
—Anda que no.
—Bueno, es que… —balbució—. Es simplemente que he invitado a una mujer a cenar conmigo y ha aceptado.
—¿No te habrá dado por enamorarte?
—Es sólo una cena, ya te lo he dicho —explicó Bublanski ruborizándose.
A Ed no le gustaba nada. Aunque conocía las reglas del juego. En cierto sentido era como estar de vuelta en Dorchester. Lo que fuera necesario con tal de no doblegarse. «Golpea fuerte o manipula psicológicamente a tu contrincante con un silencioso y cruel juego de poder». «¿Y por qué no?», pensó.
Si Lisbeth Salander quería hacerse la dura, a él no le importaba participar en el juego; por eso le clavó la mirada como si fuera un boxeador de peso pesado.
Pero no le sirvió de nada.
Sin pronunciar ni una palabra, ella le devolvió una mirada gris, férrea y fría. Era como un duelo, un duelo callado y tenso. Hasta que Ed se cansó: aquello se le antojaba ridículo, pues la tía ya había sido desenmascarada y destruida. Él había desvelado su identidad secreta y conseguido localizar su casa; debería estarle agradecida de que no se hubiera presentado con treinta marines para arrestarla.
—Te crees muy dura, ¿verdad?
—No me gustan las visitas inesperadas.
—Y a mí no me gustan las personas que realizan intrusiones ilegales en mi sistema, así que estamos empatados. Pero tal vez te interese saber cómo te he encontrado.
—Me trae sin cuidado.
—Fue a través de tu empresa de Gibraltar. Quizá no fuera muy inteligente por tu parte llamarla Wasp Enterprises.
—Pues no.
—Para ser una chica tan lista has cometido bastantes errores.
—Para ser un chico tan listo has ido a buscar empleo a un sitio bastante podrido.
—Es posible que esté podrido, sí. Pero somos necesarios. Es un mundo asqueroso el de ahí fuera.
—Especialmente con tipos como Jonny Ingram.
No se lo esperaba. A decir verdad no se lo esperaba en absoluto. Pero puso cara de póquer, algo que también sabía hacer muy bien.
—Eres muy graciosa —repuso.
—De cojones. Encargar asesinatos y colaborar con criminales de la Duma rusa para forrarse y salvar el pellejo sí que es gracioso, ¿verdad? —le soltó ella; y entonces Ed, a pesar de todo, no pudo mantener el tipo. Se le descompuso la cara y por unos segundos apenas fue capaz de pensar.
¿De dónde coño había sacado eso? Sintió un instante de vértigo. Hasta que de pronto cayó en la cuenta —y entonces le bajaron las pulsaciones, al menos un poco— de que era indudable que la tía se estaba marcando un farol; si en algún momento la había creído era sólo porque él mismo, en sus peores fases de paranoia, se había imaginado que Jonny Ingram podría haber hecho algo. Pero después de romperse el culo investigando el caso, Ed sabía mejor que nadie que no existía prueba alguna que apuntara en esa dirección.
—Supongo que no pretenderás que me trague chorradas como ésa —dijo—. Yo estoy en posesión de todo el material que tú tienes, y hasta de bastante más.
—Yo en tu lugar no estaría tan seguro, Ed, a no ser que también tengas las claves privadas del algoritmo RSA de Jonny Ingram.
Ed Needham se quedó mirándola y fue presa de una acuciante sensación de irrealidad. Definitivamente, no podía haber roto el encriptado. Eso era imposible. A él, con todos los recursos y expertos de los que disponía, ni se le había pasado por la cabeza que mereciera la pena intentarlo.
Pero ahora ella afirmaba que… No, se negaba a creérselo. Si se había enterado de algo tenía que haber sido de otra forma: ¿alguien del círculo íntimo de Ingram que le filtrara información? No, eso resultaba igual de imposible. Antes de que le diera tiempo a darle más vueltas al tema Lisbeth le interrumpió.
—Así están las cosas, Ed —le soltó ella en tono autoritario de nuevo—. Tú le has dicho a Mikael Blomkvist que piensas dejarme en paz si te cuento cómo hice mi intrusión. Es posible que estés siendo sincero. Aunque también es posible que te estés tirando un farol, o que no tengas nada que decir en el asunto si se cambian las tornas. Te podrían despedir. No veo ningún motivo para confiar en ti o en esa gente para la que trabajas.
Ed inspiró hondo e intentó contraatacar.
—Respeto tu postura —contestó—. Aunque por muy raro que te suene yo siempre mantengo mi palabra, y no porque sea una persona particularmente buena, todo lo contrario. Soy un puto loco vengativo, al igual que tú, niña. Pero no habría sobrevivido si hubiera traicionado a algunas personas en situaciones críticas, y eso puedes creértelo o no. De lo que no debes dudar ni un instante es de que juro convertir tu vida en un infierno si te callas. Te arrepentiras incluso de haber nacido, te lo aseguro.
—Muy bien —respondió Lisbeth—. Eres un chico duro. Pero también un tío muy orgulloso, ¿a que sí? Quieres impedir a toda costa que mi intrusión salga a la luz. Pues mucho me temo que a ese respecto debo comunicarte que estoy preparada de sobra. Cada uno de los detalles relativos a mi ciberataque se publicarán antes de que ni siquiera te dé tiempo a cogerme de la mano. Y, aunque en realidad no me gusta, te voy a humillar. Imagínate el revuelo y la alegría por el mal ajeno que eso causará en Internet.