Lo que no te mata te hace más fuerte (66 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—¡Y un huevo! ¿Qué gilipollez estás diciendo?

—No habría sobrevivido si dijera gilipolleces —continuó ella—. Odio esta sociedad de vigilancia. Ya he tenido demasiadas dosis de Gran Hermano y de autoridades en mi vida. A pesar de todo, estoy dispuesta a hacer algo por ti, Ed. Si cierras el pico pienso ofrecerte una información que te ayudará a reforzar tu posición y a limpiar Fort Meade de manzanas podridas. No te voy a decir ni una mierda de mi intrusión. Es una cuestión de principios. Pero sí te daré la oportunidad de vengarte de ese hijo de puta que te impidió arrestarme.

Ed se quedó mirando a la extraña mujer que tenía delante. Luego hizo algo que lo sorprendería durante mucho tiempo.

Se echó a reír.

Capítulo 31

2 y 3 de diciembre

Ove Levin se despertó de muy buen humor en su habitación del palacete de Häringe al día siguiente de que finalizara el congreso sobre la digitalización de los medios de comunicación que había concluido con una gran fiesta en la que corrieron litros de champán y licor. Aunque era cierto que el amargado y fracasado representante sindical del periódico noruego
Kveldsbladet
había soltado perlas como que las fiestas del Grupo Serner «son más caras y lujosas cuanta más gente despedís» y había montado una pequeña escena que provocó que a Ove se le manchara de vino tinto su impecable traje, hecho a medida.

Pero no le importó, sobre todo cuando a altas horas de la noche consiguió llevarse a Natalie Foss a su habitación. Natalie era
controller
, contaba veintisiete años de edad y estaba la hostia de buena; y a pesar de lo borracho que iba, Ove había logrado tirársela tanto por la noche como esa misma mañana. Ya eran las 09.00 y su móvil no paraba de sonar. Tenía una resaca de campeonato, algo nada bueno si pensaba en todo el trabajo que le esperaba. Claro que, por otra parte, en ese ámbito él se consideraba un luchador nato. «
Work hard, play hard
» era su lema. Y Natalie… ¡Madre mía!

¿Cuántos tíos de cincuenta podían tumbar a una tía así? No muchos. Debía levantarse ya, aunque estaba mareado y sentía náuseas. Al dirigirse al baño para hacer pis se tambaleó. Luego quiso comprobar su cartera de acciones, solía ser un buen comienzo para esas mañanas de resaca. Cogió su móvil, se conectó a Internet y accedió a su banco tras introducir sus datos identificativos. Al principio no entendió nada. Tenía que tratarse de un error, de un fallo técnico.

Su cartera de acciones se había desplomado, y cuando, temblando, las repasó descubrió algo muy raro: la gran inversión realizada en Solifon se había esfumado casi por completo. No lo comprendía. Casi al borde de la desesperación, entró en las páginas de finanzas de los periódicos y se topó por doquier con la misma noticia:

La NSA y Solifon ordenaron asesinar al catedrático Frans Balder. La revelación de la revista
Millennium
sacude al mundo.

No recordaba muy bien lo que había hecho después. Tal vez gritara y maldijera y golpease la mesa con la mano. Guardaba un vago recuerdo de que Natalie se había despertado y le había preguntado qué le ocurría. Lo único que sabía con certeza era que se había pasado mucho tiempo inclinado sobre el váter, vomitando como si su estómago no tuviera fondo.

La mesa de Gabriella Grane estaba impecablemente limpia. No volvería nunca. Pero ahora se encontraba sentada, reclinada en su silla, leyendo el último número de
Millennium
. La portada no ofrecía la imagen que se le suponía a una revista que acababa de publicar el
scoop
del siglo. Era bonita, negra, inquietante. Aunque no tenía ni una sola ilustración. En la parte superior ponía:

En memoria de Andrei Zander.

Más abajo se podía leer:

El asesinato de Frans Balder y el relato de cómo la mafia rusa se unió con la NSA y Solifon, la gran empresa informática estadounidense.

En la segunda página aparecía un primer plano de la cara de Andrei, y aunque Gabriella no lo había conocido se sintió profundamente conmovida. Andrei era guapo y transmitía una sensación de fragilidad. Su sonrisa parecía algo tímida, como forzada. Había en su rostro algo intenso e inseguro al mismo tiempo. Por debajo de la foto, y firmado por Erika Berger, figuraba un texto en el que se leía que los padres de Andrei habían fallecido en Sarajevo a causa de una bomba. Decía que le encantaban la revista
Millennium
, el poeta Leonard Cohen y la novela
Sostiene Pereira
de Antonio Tabucchi. Soñaba con un gran amor y un gran
scoop
. Sus películas favoritas eran
Ojos negros
, de Nikita Mijalkov, y
Love Actually
, de Richard Curtis y, por mucho que Andrei odiara a las personas que ultrajaban al prójimo, le resultaba muy difícil hablar mal de nadie. Erika consideraba que su reportaje sobre los sin techo de Estocolmo se había convertido en un clásico del periodismo. Además decía:

Cuando escribo estas líneas mis manos están temblando. Ayer, nuestro amigo y colaborador Andrei Zander fue hallado muerto en un carguero atracado en el puerto de Hammarby. Había sido torturado. Sufrió mucho. Viviré con ese dolor el resto de mi vida. Aunque también me siento orgullosa.
Orgullosa de haber tenido el privilegio de trabajar con él. Nunca he conocido a un periodista tan entregado ni a una persona tan genuinamente buena. Andrei había cumplido veintiséis años. Amaba la vida y el periodismo. Su deseo era denunciar cualquier clase de injusticia y ayudar a los desprotegidos y a los desterrados. Fue asesinado porque quería proteger a un niño llamado August Balder. Cada una de las frases con las que denunciamos en este número uno de los escándalos más grandes de nuestro tiempo están dedicadas a Andrei. Mikael Blomkvist escribe en su largo reportaje:
«Andrei creía en el amor. Creía en un mundo mejor y en una sociedad más justa. ¡Era el mejor!».

El reportaje, que se extendía a lo largo de treinta páginas, constituía quizá la más extraordinaria muestra de prosa periodística que Gabriella Grane había leído nunca, y a pesar de que le hizo olvidar tanto la hora que era como dónde estaba y de que a veces sus ojos se llenaban de lágrimas, sonrió cuando llegó a las palabras:

La analista estrella de la Säpo, Gabriella Grane, dio muestras de un excepcional valor moral.

La historia de fondo era bastante sencilla: un grupo liderado por el comandante Jonny Ingram —de rango inmediatamente inferior al jefe de la NSA, Charles O’Connor, y con importantes contactos tanto en la Casa Blanca como en el Congreso— había empezado, por cuenta propia, a sacar partido de la gran cantidad de secretos industriales que se hallaban en poder de la organización, para lo cual había contado con un grupo de analistas internacionales del Departamento de Investigación «Y» de Solifon. Si el asunto no hubiera ido más allá, no habría sido más que un escándalo que, en cierto sentido, podría haberse comprendido.

Pero el curso de los acontecimientos adquirió su propia y malvada lógica cuando la banda criminal de los Spiders entró en escena. Mikael Blomkvist fue capaz de demostrar cómo Jonny Ingram había empezado a colaborar con el tristemente célebre diputado de la Duma rusa, Ivan Gribanov, y con la misteriosa figura líder de los Spiders, Thanos, y cómo, juntos, habían robado ideas e innovaciones tecnológicas de empresas de alta tecnología para luego venderlas a cambio de astronómicas sumas de dinero. Pero las partes implicadas cayeron en un abismo ético cuando descubrieron que el catedrático Frans Balder estaba tras sus pasos y decidieron que había que deshacerse de él, lo que, naturalmente, era lo más inconcebible de toda la historia: uno de los más altos directivos de la NSA tuvo conocimiento de que ese importante investigador sueco iba a ser asesinado y no movió ni un solo dedo para impedirlo.

Al mismo tiempo —y ahí era donde Mikael Blomkvist había demostrado su grandeza— lo que más conmocionó a Gabriella no fue la descripción de los trapos sucios de la política, sino el drama humano y la creciente y desazonadora certeza de que vivimos en un mundo nuevo y enfermo donde todo se vigila, tanto lo grande como lo pequeño, y donde lo que reporta beneficios siempre acaba explotándose.

Cuando Gabriella terminó la lectura advirtió que alguien había entrado por la puerta. Era Helena Kraft, vestida de forma tan elegante como siempre.

—Hola —dijo.

A Gabriella no se le iba de la cabeza cómo había podido pensar que era Helena la que filtraba la información de su investigación. Lo cierto era que no habían sido más que sus propios demonios. Lo que Gabriella interpretó erróneamente como la vergüenza del culpable fueron sólo los sentimientos de culpa de Helena por la poca profesionalidad con la que se había llevado la investigación; al menos eso era lo que Helena le había dicho en la larga conversación que mantuvieron después de que Mårten Nielsen confesara y fuera detenido.

—Hola —contestó Gabriella.

—No te imaginas lo triste que estoy porque nos dejas —continuó Helena.

—Todo tiene su momento.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Me mudo a Nueva York. Quiero trabajar en derechos humanos; como ya sabes tengo una oferta de las Naciones Unidas desde hace algún tiempo.

—Nos apena muchísimo, Gabriella. Pero te lo mereces.

—¿Ya habéis olvidado mi traición?

—No todos, de eso puedes estar segura. Pero yo no la veo más que como un rasgo de tu buen talante.

—Gracias, Helena.

—¿Y has previsto hacer algo más antes de irte?

—Hoy no. Voy a ir al homenaje que le dan a Andrei Zander en el Club de Prensa.

—Un bonito plan. Yo debo hacer una presentación para el gobierno sobre todo este lío. Pero esta noche brindaré por el joven Zander. Y por ti, Gabriella.

Alona Casales, sentada a cierta distancia con una furtiva sonrisa, contemplaba la situación de pánico que se había desatado en la NSA. Sobre todo observaba al almirante Charles O’Connor, que atravesó la sala como si no fuera el jefe del servicio de inteligencia más poderoso del planeta sino más bien como un colegial acosado. Claro que, por otra parte, en un día como ése, todos los directivos de la NSA parecían miserables colegiales acosados. Todos menos Ed, por supuesto.

Aunque no es que se encontrara demasiado contento. Movía constantemente los brazos, y se le veía sudoroso y con mala cara. Irradiaba, no obstante, toda su habitual autoridad, y se notaba que también O’Connor le temía, algo que, a decir verdad, no tenía nada de raro. Ed había regresado de Estocolmo con un auténtico material explosivo y había armado la de Dios exigiendo arrepentimiento, penitencia y propósito de enmienda a todos los niveles. Y, sin embargo, el jefe de la NSA, según lo esperable, no se había mostrado muy agradecido por ello; sin duda lo que éste más deseaba era mandarlo a Siberia o a algún remoto lugar lejos de allí.

A pesar de ello, no pudo hacer nada. O’Connor se fue encogiendo a medida que se acercaba a Ed, quien ni siquiera se molestó en levantar la vista, algo muy típico en él; ignoró al jefe de la NSA, tal y como acostumbraba a comportarse con todos los pobres diablos para los que no disponía de tiempo. Iniciada la conversación, no era que las cosas le fueran mucho mejor a O’Connor.

Ed parecía resoplar, y aunque Alona no oía nada intuía bastante bien lo que le estaría diciendo a Charles, o más bien lo que no le estaría diciendo. Había mantenido una larga conversación con Ed y sabía que éste se negaría a revelar de dónde había sacado la información y que no cedería en ningún punto, bajo ningún concepto. Y eso a Alona le gustaba.

Ed seguía apostando fuerte, y Alona juró solemnemente que lucharía por preservar la decencia de la agencia y por darle a Ed todo su apoyo en el caso de que le surgieran problemas. También juró llamar a Gabriella Grane y hacer un último intento de invitarla a salir, si era verdad que iba a trabajar en Nueva York.

Tal vez no sería correcto afirmar que Ed ignoraba de forma consciente al jefe de la NSA, pero no interrumpiría lo que estaba haciendo —echarles la bronca a dos de sus subalternos— sólo porque el almirante se hallara frente a él, y hasta un minuto después no se dio la vuelta para decirle algo bastante amable, no para darle coba o para compensarlo por su dejadez a la hora de recibirlo, sino porque realmente le salía del alma.

—Estuviste bien en la rueda de prensa.

—¿Tú crees? —respondió el almirante—. Pues fue un infierno.

—Alégrate entonces de que te diera tiempo para prepararla.

—¿Alegrarme? ¿Estás loco? ¿Has visto los periódicos en Internet? Todos publican fotos en las que aparecemos juntos Ingram y yo. Me siento totalmente sucio.

—¡Pues a ver si de ahora en adelante aprendes a controlar mejor a tus colaboradores, coño!

—¿Cómo te atreves a hablarme de esa forma?

—Hablo como me sale de los cojones. Estamos en crisis y soy el responsable de la seguridad; a mí no me pagan para ser educado y amable ni tengo tiempo para ello.

—Ten cuidado con esa lengua tan… —empezó el jefe de la NSA.

Pero se calló al ver que Ed, de repente, levantaba su cuerpo de oso del asiento, ya fuera para estirar la espalda o para mostrarle su autoridad.

—Te envié a Suecia para que lo arreglaras —continuó el almirante—. Y regresas y todo está hecho una mierda. Una auténtica catástrofe.

—La catástrofe ya se había producido —le espetó Ed—. Lo sabes tan bien como yo. Si no me hubiera ido a Estocolmo y no me hubiese dejado los huevos currando como un loco no habríamos tenido tiempo para diseñar una estrategia adecuada y, si te soy sincero, a lo mejor por eso has podido conservar tu trabajo a pesar de todo.

—¿Me estás diciendo que encima debo darte las gracias?

—¡Pues sí! Te dio tiempo a echar a patadas a esos cabrones antes de que se publicara el reportaje.

—Pero ¿cómo diablos es posible que esa mierda apareciera en una revista sueca?

—Te lo he explicado cientos de veces.

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