Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
—¿A que sí, Hanna? ¿A que se va de aquí?
Era una pregunta que entrañaba un peligro que le infundió un miedo atroz. Hanna bajó la mirada y la depositó en las zapatillas exageradamente grandes de August.
—¿De dónde ha sacado esas zapatillas?
—Son mías.
—¿Y por qué las lleva?
—Es que esta mañana hemos salido con prisa.
—¿Y qué habéis hecho?
—Escondernos.
—No entiendo… —empezó, pero fue interrumpida.
Lasse la agarró con violencia del brazo.
—¿Por qué no le aclaras a esta psicópata que la única que se va a ir de esta casa es ella? —rugió.
—Bueno…, sí, claro —alcanzó a pronunciar Hanna.
—¡Hazlo!
Pero luego… No sabría explicarlo del todo. A lo mejor tenía que ver con el gesto de Lasse y con la sensación de que había algo inquebrantable en el cuerpo y en los fríos ojos de aquella chica. De repente, Hanna se oyó a sí misma decir:
—¡Márchate, Lasse! ¡Y no vuelvas nunca más!
No se lo podía creer. Era como si otra persona hablara a través de ella. Después todo sucedió muy deprisa. Lasse alzó la mano para golpearla, pero en cambio, no le propinó ningún golpe, porque la joven mujer reaccionó como una centella y le pegó dos, hasta tres puñetazos en la cara, como si fuera un boxeador profesional, para luego derribarlo de una patada entre las piernas.
—¡Hostia puta! —logró exclamar. Nada más.
Se desplomó sobre el suelo y la mujer joven se puso a horcajadas encima de él. Un tiempo después, Hanna traería a la memoria, una y otra vez, lo que Lisbeth Salander dijo en ese momento. Era como si, gracias a esas palabras, recuperara algo de sí misma, y comprendió con qué intensidad y durante cuánto tiempo había deseado que Lasse Westman saliera de su vida.
Bublanski ansiaba ver al rabino Goldman.
Ansiaba volver a probar el chocolate con sabor a naranja de Sonja Modig, acostarse en su nueva cama Dux y la llegada de otra estación del año. Pero ahora le habían puesto al mando de esa investigación, y lo que le tocaba era intentar poner un poco de orden en ella. Y lo iba a hacer. Era verdad que en un aspecto estaba contento: August Balder, al parecer, se encontraba sano y salvo y de camino a la casa de su madre.
El asesino de su padre se hallaba detenido, gracias, precisamente, a ese chico y a Lisbeth Salander, aunque no sabían con certeza si el tipo sobreviviría: tras haber sido herido de gravedad lo habían tenido que ingresar en la UVI del hospital de Danderyd. Se llamaba Boris Lebedev, pero desde hacía mucho tiempo vivía bajo la identidad de Jan Holtser y residía en Helsinki. Tenía el grado de comandante y, en su día, había sido un soldado de élite del ejército soviético. Había figurado con anterioridad en varias investigaciones de homicidios, aunque nunca llegaron a declararlo culpable. Según los registros oficiales era un empresario del sector de la seguridad y poseía dos nacionalidades: la finlandesa y la rusa. Era más que probable que alguien hubiera falseado los datos de los registros informáticos.
También se identificaron otras dos personas descubiertas en la casa de Ingarö mediante las huellas dactilares: se trataba de Dennis Wilton, un viejo gánster de Svavelsjö MC que había cumplido condena tanto por robo a mano armada como por delito grave de lesiones, y de Vladímir Orlov, un ruso al que se había condenado en Alemania por proxenetismo y cuyas dos esposas fallecieron en desafortunadas y sospechosas circunstancias. Ninguno de los dos hombres había pronunciado ni una sola palabra acerca de lo acontecido en la casa, o, mejor dicho, no había pronunciado ninguna palabra sobre absolutamente nada, y Bublanski tampoco albergaba grandes esperanzas de que abrieran la boca más adelante: individuos como ellos no suelen mostrarse muy locuaces en interrogatorios policiales. Pero, por otra parte, eso formaba parte de las reglas de juego.
A Bublanski, sin embargo, le preocupaba bastante más la idea de que esos individuos no fueran sino simples soldados y de que existiera un comando por encima de ellos y, al parecer, también vínculos con sectores elitistas de la sociedad, tanto en Rusia como en Estados Unidos. A Bublanski no le suponía ningún problema el hecho de que un periodista supiera más sobre su caso que él mismo; no sufría de celos profesionales ni temía que su prestigio saliera malparado. Sólo deseaba avanzar, por lo que cualquier información, llegara de donde llegase, era bienvenida. Sin embargo, los profundos conocimientos sobre los entresijos de esa historia que poseía Mikael Blomkvist le recordaban a Bublanski las deficiencias de su propia investigación, las filtraciones producidas y el peligro al que habían expuesto al niño. Eso nunca dejaría de provocarle una enorme rabia, y quizá también fuera por eso por lo que le molestaba sobremanera que Helena Kraft, la jefa de la Säpo, le buscara con tanta insistencia. Y no sólo Helena Kraft, también los expertos informáticos de la policía criminal nacional, y el fiscal jefe Richard Ekström, y un catedrático de Stanford llamado Steven Warburton, del Machine Intelligence Research Institute, el MIRI, que, según Amanda Flod, quería hablar de un «peligro inminente».
A Bublanski le molestaba eso y miles de cosas más. Por si fuera poco, llamaron a su puerta. Era Sonja Modig, que parecía cansada e iba sin maquillar. Había algo nuevo y sincero en su rostro.
—Se está interviniendo quirúrgicamente a los tres detenidos —anunció—. Vamos a tener que esperar bastante antes de volver a interrogarlos.
—Antes de intentar interrogarlos, querrás decir.
—Sí, quizá. Pero la verdad es que pude hablar brevemente con Lebedev. Recuperó un momento la conciencia antes de entrar en el quirófano.
—¿Y qué te dijo?
—Que quería hablar con un cura.
—¿Por qué últimamente a todos los locos y asesinos les ha dado por la religión?
—Mientras los sensatos y viejos comisarios dudan de su Dios, querrás decir.
—Bueno, vale.
—Pero Lebedev también parecía resignado, y eso resulta prometedor, creo —continuó Sonja—. Cuando le enseñé el dibujo lo apartó con tristeza.
—¿No intentó sostener que era un montaje?
—Sólo cerró los ojos y pidió que le trajeran un cura.
—Por cierto, ¿sabes por qué me busca ese catedrático estadounidense que no para de llamar?
—¿Qué…? No… Insiste en hablar contigo. Me parece que se trata de la investigación de Balder.
—¿Y qué hay del periodista joven, de Zander?
—Eso es lo que te iba a comentar. Me da mala espina.
—¿Qué sabemos?
—Que se quedó trabajando hasta tarde y que pasó por Katarinahissen en compañía de una mujer guapa que tenía el pelo rubio tirando a pelirrojo o rubio oscuro y que vestía ropa cara y exclusiva.
—Eso no lo sabía.
—Un chico los vio, un panadero de Skansen que se llama Ken Eklund y que vive en el edificio de la redacción de
Millennium
. Le dieron la impresión de estar enamorados, o al menos Zander.
—¿Así que quieres decir que podría haber sido alguna clase de trampa de miel?
—Es posible.
—Y esa mujer, ¿será la misma que fue vista en Ingarö?
—Lo estamos investigando. Pero me preocupa que se encaminaran hacia Gamla Stan.
—Ya, es preocupante, sí.
—Pero no sólo porque interceptamos allí las señales del móvil de Zander. Orlov, ese cerdo que no hace más que escupirme cuando intento interrogarlo, tiene un apartamento en Gamla Stan, en Mårten Trotzigs Gränd.
—¿Y hemos pasado por allí?
—Aún no, pero los nuestros ya van hacia el casco antiguo; acabamos de enterarnos. El apartamento estaba registrado a nombre de una de sus empresas.
—Esperemos entonces no encontrar nada desagradable.
—Esperemos.
Lasse Westman yacía tumbado en el suelo del vestíbulo de su casa de Torsgatan, sin comprender por qué tenía tanto miedo. Pero si era tan sólo una tía, una tía
punki
llena de
piercings
que apenas le llegaba al pecho… Debería poder arrojarla a la escalera como una pequeña rata. Pese a ello, se quedó casi paralizado, y en realidad no pensaba que eso hubiera tenido que ver con su forma de pelear ni con que ahora ella le hubiera puesto un pie sobre el estómago. Estaba relacionado con otra cosa, algo más difuso presente en su mirada, en toda su apariencia. Durante un par de minutos se limitó a permanecer quieto, tumbado en el suelo como un idiota, y a escuchar.
—No hace mucho alguien me ha dado motivos para recordar —dijo ella— que hay algo terriblemente disfuncional en mi familia. Parece ser que somos capaces de cualquier barbaridad. Hasta de las crueldades más inimaginables. Quizá se trate de algún tipo de perturbación genética. Por lo que a mí respecta, tengo esa fijación con los hombres que hacen daño a las mujeres y a los niños, es que me vuelvo total y absolutamente letal, así que cuando vi esos dibujos en los que aparecéis Roger y tú me entró un deseo casi incontrolable de haceros mucho daño. Es un tema del que podría hablar largo y tendido. Pero ahora creo que August ya ha tenido bastante violencia, por lo que existe una pequeña posibilidad de que tú y tu amigo podáis salir de ésta con menos daños de los que pensaba en un principio.
—Yo… —empezó Lasse.
—¡Cállate! —le interrumpió—. Esto no es una negociación, ni un diálogo. Te informo de las condiciones, eso es todo. Desde un punto de vista jurídico no hay ningún problema. Frans fue lo bastante listo como para registrar el piso a nombre de August. Por lo demás, lo que hay es lo siguiente: haces la maleta en cuatro minutos exactos y te largas de aquí. Si tú o Roger volvéis a poner los pies en esta casa o si intentáis, por el medio que sea, contactar con August, os torturaré de una forma tan terrible que no seréis capaces de realizar ninguna actividad agradable el resto de vuestras vidas. Mientras tanto, prepararé una denuncia por los malos tratos a los que habéis sometido a August, y en este caso no sólo contamos con los dibujos como prueba, sino también con los testimonios y las declaraciones de los psicólogos y otros expertos. También haré una primera toma de contacto con los tabloides y les informaré de que dispongo de un material que confirma y refuerza esa imagen tuya que salió a flote cuando maltrataste a Renata Kapusinski. ¿Qué fue lo que le sucedió, Lasse? ¿No destrozaste su mejilla a mordiscos y le diste patadas en la cabeza?
—Así que vas a hablar con los periodistas…
—Voy a hablar con los periodistas. Os voy a causar a ti y a tu amigo todo el daño que podáis imaginaros, pero quizá —y digo sólo «quizá»— os libréis de la peor humillación posible con la condición de que nunca más os acerquéis a Hanna o a August y de que jamás le hagáis daño a una mujer. En realidad me importáis una mierda. Sólo quiero que August y todos los demás no tengamos que volver a veros la cara en nuestras vidas. Por eso te vas a marchar lejos de aquí, y si eres bueno y te portas como el más casto y pacífico de los monjes tal vez sea suficiente. Aunque lo dudo: la frecuencia de las recaídas en casos de malos tratos es muy alta, lo sabes, y en el fondo tú eres un hijo de puta, un cerdo asqueroso; claro que, con un poco de suerte, quizá… ¿Lo has entendido?
—Lo he entendido —respondió, y se odió a sí mismo por ello.
Pero no vio más posibilidad que estar de acuerdo y obedecer, y por eso se levantó, entró en el dormitorio y metió apresuradamente un poco de ropa en la maleta. A continuación, cogió su abrigo y su teléfono y salió por la puerta. No tenía ni idea de adónde ir.
No se había sentido tan miserable en toda su vida. En la calle caía una desagradable aguanieve que le golpeaba por todos los lados.
Lisbeth oyó cerrarse la puerta de la entrada y los pasos que bajaban la escalera de piedra. Miró a August. El chico permanecía inmóvil con los brazos en paralelo al cuerpo, al tiempo que la observaba con ojos intensos, lo que la incomodó: si hasta hacía un momento ella había tenido un control total de la situación, ahora, de repente, se sentía insegura. ¿Y qué diablos pasaba con Hanna Balder?
Hanna parecía estar a punto de estallar en lágrimas, y August… Para colmo August empezó a sacudir la cabeza mientras murmuraba unas inaudibles palabras, aunque esta vez no se trataba de números primos sino de algo muy diferente. Lo que más deseaba Lisbeth era largarse de allí cuanto antes. Pero se quedó; aún no había concluido su cometido. Sacó dos billetes de avión del bolsillo, un
voucher
de hotel y un fajo gordo de billetes, tanto de coronas suecas como de euros.
—Me gustaría, desde lo más profundo de mi alma… —empezó Hanna.
—Calla —la cortó Lisbeth—. Aquí tienes dos billetes de avión para Múnich. El vuelo sale a las 19.15 horas, así que deberéis daros prisa. Una vez allí, os recogerán y os llevarán a Schloss Elmau. Es un buen hotel, no muy lejos de Garmisch-Partenkirchen. Os alojaréis, con el nombre de Müller, en una habitación grande de la última planta. Estaréis fuera tres meses. He contactado con el profesor Charles Edelman y le he explicado la importancia de mantener una confidencialidad absoluta. Edelman os visitará con regularidad para asegurarse de que August recibe los cuidados y la atención que necesita, y también se encargará de proporcionarle una enseñanza adecuada y profesional.
—¿Me estás tomando el pelo?
—Te he dicho que te calles. Esto es muy serio. Es cierto que la policía tiene el dibujo que hizo August y que el asesino está detenido. Pero los que le encargaron el trabajo siguen en la calle y es imposible prever las medidas que tomarán. Debéis dejar el piso inmediatamente. Yo tengo otras cosas que hacer, pero os he conseguido un chófer que os llevará al aeropuerto de Arlanda. Quizá su pinta sea un poco rara, pero es un buen tipo. Podéis llamarlo Plague. ¿Lo habéis entendido?
—Sí, pero…
—Nada de peros. Escúchame bien: durante vuestra estancia en Múnich no uses ninguna tarjeta de crédito ni llames desde tu teléfono, Hanna. He preparado un móvil encriptado para ti, un Blackphone, por si resultara necesario pedir ayuda. Ya he introducido mi número. Los gastos del hotel corren de mi cuenta. Aquí os dejo cien mil coronas en efectivo para imprevistos. ¿Alguna pregunta?
—Esto es una locura.
—No.
—Pero ¿cómo te puedes permitir esto?
—No te preocupes por eso.
—¿Cómo vamos a poder…?
Hanna no fue capaz de continuar. Parecía desconcertada y no sabía qué decir ni qué creer. Y de pronto se echó a llorar.