Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
¿Qué quería el investigador estrella sueco decirle a Mikael Blomkvist?
Conversación misteriosa justo antes del asesinato.
La noticia estaba ilustrada con una gran foto de Mikael de la que en absoluto se deducía que estuviera gordo y fofo. Los malditos editores habían elegido la imagen más favorable posible, faltaría más, lo que provocó que Ove soltara un par de palabrotas. «Tengo que hacer algo», pensó. ¿Pero qué? ¿Cómo detendría a Mikael sin irrumpir en la redacción como si fuera un censor de la vieja RDA? Eso lo empeoraría todo. ¿Cómo podría…? Miró de nuevo hacia la bahía de Riddarfjärden y tuvo una idea: William Borg. «El enemigo de mi enemigo puede ser mi mejor amigo».
—¡Sanna! —gritó.
Sanna Lind era su joven secretaria.
—¿Sí?
—Concierta una comida con William Borg en Sturehof ahora mismo. Si tiene otros planes dile que es muy importante. Incluso que puede que reciba un aumento de sueldo —añadió mientras pensaba: «¿Por qué no?, si me quiere echar una mano en este lío, ¿por qué no darle una pequeña gratificación?».
Hanna Balder estaba sentada en el salón del piso de Torsgatan mirando desesperada a August, quien, una vez más, había cogido unas hojas y lápices de colores para ponerse a dibujar; a Hanna le correspondía ahora, según las directrices recibidas, impedir que lo hiciera, y eso a ella no le gustaba nada. No se trataba de cuestionar los consejos ni los conocimientos profesionales del psicólogo, pero se sentía llena de dudas: August había sido testigo de cómo asesinaban a su padre, y si lo que quería era dibujar, ¿por qué no permitírselo?
Ciertamente, la actividad no parecía sentarle muy bien al chico: todo su cuerpo temblaba y los ojos le brillaban con un destello intenso y atormentado. Además, también era verdad, a tenor de lo ocurrido, que esos cuadros blanquinegros que se reflejaban y se multiplicaban en los espejos constituían un motivo muy extraño. Pero ¿ella qué sabía? Quizá le ocurriera lo mismo con los dibujos que con las series de números que escribía; aunque Hanna no entendía nada, tal vez tuviera algún significado para él, y hasta era posible —¿quién podía saberlo?— que plasmar esos cuadros de ajedrez en un papel fuera su forma de digerir lo acontecido. ¿Y si pasaba de lo que decía el psicólogo? Nadie tenía por qué enterarse, y en algún sitio había leído que lo más importante para una madre era fiarse de su propia intuición: el instinto visceral es, a menudo, una herramienta mucho mejor que cualquier teoría psicológica. Por eso decidió dejar que August dibujara. A pesar de todo.
Pero de repente la espalda del chico se tensó como un arco, y entonces Hanna pensó en las palabras del psicólogo. Dio un dubitativo paso hacia delante para echarle una mirada al papel. Se sobresaltó, profundamente conmocionada. Aunque al principio no lo entendió.
El dibujo representaba los mismos cuadros de tablero de ajedrez que se reproducían en los espejos y estaba realizado con una destreza impresionante. Pero había también otra cosa: una sombra que surgía de los cuadros, como un demonio, un espectro, lo que le dio un susto de muerte a Hanna, pues acudieron a su mente esas películas de niños que son poseídos por espíritus malignos. Y entonces le arrebató la hoja al chico y, con un impetuoso movimiento que no supo explicar, hizo una bola con ella. Luego cerró los ojos como disponiéndose a aguantar, una vez más, ese desgarrador y estridente grito.
Sin embargo no oyó ningún grito, tan sólo un murmullo que ella interpretó como palabras. Pero eso era imposible, ya que el chico no hablaba. Hanna se preparó entonces para un ataque, un arrebato violento en el que August echaría el cuerpo adelante y atrás. No fue así; el chico reaccionó con una silenciosa y concentrada determinación agarrando otra hoja y poniéndose a dibujar los mismos cuadros de nuevo. Hanna no vio más solución que cogerlo en brazos y llevarlo a su habitación. Al recordar ese episodio, ella lo describiría como una experiencia de puro terror.
August pataleaba, gritaba y pegaba, y sólo a duras penas consiguió la madre sujetar al chico. Se quedó un buen rato tumbada con él en la cama, abrazándole como haciendo un nudo con los brazos. Ella también tenía la sensación de haberse roto en mil pedazos y, aunque por un instante sopesó la idea de despertar a Lasse para pedirle que le diera a August un supositorio calmante de los que le habían recetado, enseguida la desterró de su mente: Lasse se pondría sin duda de un humor de perros. Además, por muchos váliums que ella tomara, odiaba tener que suministrarle calmantes a un niño. Debía de haber otra solución.
Se estaba rompiendo por dentro y buscó desesperada la manera de salir de esa situación. Pensó en su madre —que vivía en Katrineholm—, en Mia, su agente, y en esa mujer tan simpática que la había llamado la otra noche, Gabriella. Y volvió a pensar en Einar Fors… no recordaba qué más, el psicólogo que había tratado a August. No le había caído particularmente bien, pero se había ofrecido a ocuparse del niño de forma temporal. En cualquier caso, la culpa de todo aquello la tenía él.
Porque era él quien había dicho que August no podía dibujar, así que, por lógica, debería ser él quien resolviera la situación, ¿no? Hanna soltó al niño, buscó la tarjeta de visita del psicólogo y lo llamó, circunstancia que August aprovechó, naturalmente, para salir corriendo hacia el salón y ponerse de nuevo con esos condenados cuadros blanquinegros.
Einar Forsberg, en realidad, no tenía demasiada experiencia. Contaba cuarenta y ocho años de edad, y con esos hundidos ojos azules, sus recién adquiridas gafas Dior y su americana de pana marrón podría pasar con suma facilidad por un intelectual. Pero todos los que habían intentado debatir con él sabían que había algo rígido y dogmático en su forma de pensar y que tendía a ocultar su ignorancia detrás de aprendidas doctrinas y tajantes afirmaciones.
Sólo hacía dos años que había obtenido su título de psicólogo. En realidad, era profesor de educación física en Tyresö; si uno preguntara a sus antiguos alumnos por él, todos, sin duda, berrearían: «¡
Silentium
, bestias! ¡Callaos, animales!». A Einar le encantaba gritar esas palabras —medio en serio medio en broma— cuando deseaba hacer callar a la clase. Y aunque no había sido el profesor favorito de nadie, había conseguido controlar a los chicos e imponerles su disciplina; fue justo eso lo que le llevó a convencerse de que esas habilidades psicológicas deberían ser mejor aprovechadas.
Desde hacía un año trabajaba en el Centro de Acogida Oden para niños y jóvenes, situado en Sveavägen, Estocolmo. Oden los acogía con urgencia cuando sus padres no podían con ellos. Ni siquiera Einar —quien, por costumbre, siempre defendía a ultranza el lugar donde estaba empleado— opinaba que el centro funcionara bien. Demasiadas gestiones urgentes de crisis y muy poco trabajo a largo plazo. Los niños llegaban a ellos tras una serie de traumáticas experiencias en sus hogares, y los psicólogos estaban demasiado ocupados en intentar controlar arrebatos agresivos y crisis nerviosas como para poder dedicarse a buscar las causas subyacentes a los problemas. A pesar de ello, Einar consideraba que hacía una buena labor y que marcaba diferencias, en especial cuando lograba hacer callar a niños histéricos sirviéndose de su patentada autoridad profesoral o cuando sabía gestionar situaciones críticas fuera del centro.
Le gustaba colaborar con la policía y le encantaban la tensión y la quietud que reinaban en el ambiente tras un acontecimiento dramático. Cuando, durante su guardia de la noche anterior, lo llamaron para que acudiese a aquel chalé de Saltsjöbaden, una gran expectación y excitación se apoderó de él. Había un aire hollywoodiense en esa misión, pensó. Un investigador sueco había sido asesinado y su hijo de ocho años había sido testigo de ello, y el elegido para intentar que el chico se abriera y hablase era nada más y nada menos que Einar. De camino a la casa no paró de atusarse el pelo y ajustarse las gafas mirándose en el espejo retrovisor.
Quería hacer una entrada elegante y triunfal, pero una vez en el lugar no obtuvo precisamente un gran éxito. No entendía al chico. No obstante, se sentía observado e importante: los policías le preguntaron cómo iban a poder tomarle declaración al niño y, aunque Einar no tenía la menor idea, sus respuestas fueron recibidas con respeto. Se vino arriba y centró todo su empeño en ayudar. Averiguó que el chico sufría de autismo infantil y que nunca había pronunciado palabra alguna ni mostrado un especial interés por su entorno.
—No hay nada que podamos hacer de momento —concluyó—. Su capacidad intelectual parece demasiado endeble, y como psicólogo debo anteponer su necesidad de cuidados a todo lo demás.
Los policías lo escucharon con semblantes serios y dejaron que se llevara al chaval a casa de la madre, lo que supuso otro pequeño regalo en aquella historia, pues la madre resultó ser la actriz Hanna Balder. Einar la adoraba; le había encantado ya la primera vez que la vio en
Los amotinados
. Se acordaba de sus caderas y sus largas piernas y, aunque la mujer había envejecido un poco, seguía siendo atractiva. Además, su actual marido era, a todas luces, un verdadero hijo de puta. Einar se esforzó por ofrecer una imagen profesional y mostrarse discretamente encantador, y casi de inmediato tuvo una excelente oportunidad de ejercer su autoridad de forma contundente, algo de lo que estuvo sobre todo orgulloso.
Con una expresión de absoluta locura, August empezó a dibujar unos cubos o cuadrados blancos y negros, cosa que Einar interpretó en el acto como una actitud muy poco sana. Era justo ese tipo de comportamientos compulsivos y destructivos los que los chicos autistas tendían a desarrollar. Insistió con firmeza en que el niño debía abandonar esa actividad. Sus palabras, ciertamente, no fueron recibidas con la gratitud que él esperaba, pero se sintió contento de haber podido demostrar su capacidad de iniciativa y su masculinidad; tanto se creció que poco le faltó para lanzarse a piropear a Hanna por su actuación en la película
Los amotinados
. Pero acto seguido se echó para atrás pensando que, a pesar de todo, no era el momento más oportuno. Habría sido un error.
Ahora eran las 13.00 y acababa de llegar a su casa, un chalé adosado del barrio de Vällingby. Se hallaba en el cuarto de baño lavándose los dientes con su cepillo de dientes eléctrico y se sentía agotado. Entonces sonó el móvil. Al principio le molestó, pero enseguida sonrió, pues era Hanna Balder.
—Forsberg —respondió con un deje de hombre de mundo.
—Hola —dijo ella.
Parecía no sólo desesperada sino también enfadada. Él no entendía por qué.
—August —dijo—. August…
—¿Qué le pasa?
—No quiere más que dibujar sus cuadros. Pero tú dices que no debe hacerlo.
—No, no; es que es un comportamiento compulsivo. Tranquilízate, Hanna.
—¿Cómo coño quieres que me tranquilice?
—Porque el niño necesita tu tranquilidad.
—Pero no puedo. No para de gritar y patalear. Has dicho que podríais ayudarnos.
—Bueno, sí… —empezó un poco dubitativo, aunque enseguida se le iluminó la cara, como si hubiera conseguido una victoria.
»Sí, claro que sí. Me encargaré personalmente de que August tenga un sitio con nosotros en el Centro Oden.
—Pero ¿eso no querrá decir que yo le traiciono?
—Todo lo contrario. Lo que haces es anteponer sus necesidades a las tuyas; yo mismo me ocuparé de que puedas visitarnos todas las veces que quieras.
—Quizá sea lo mejor, a pesar de todo.
—Estoy convencido de ello.
—¿Podrías venir ahora?
—En cuanto pueda salgo para allá —dijo mientras pensaba que antes tenía que arreglarse un poco.
Luego añadió, por si acaso:
—¿Te he dicho que me encantó tu trabajo en
Los amotinados
?
A Ove Levin no le sorprendió que William Borg ya estuviera esperándolo en el restaurante Sturehof y tampoco le produjo el menor asombro que pidiera lo más caro que había en la carta: lenguado
à la meunière
y una copa de Pouilly Fumé. Los periodistas tendían a aprovechar la ocasión cuando él los invitaba a comer. Lo que sí le sorprendió fue que William tomara la iniciativa, como si quien estuviera en posesión del dinero y el poder fuese él, un gesto que irritó a Levin. ¿Por qué no se habría callado lo del aumento de sueldo? Debería haberlo tenido en ascuas y haberle hecho sufrir un poco.
—Me ha dicho un pajarito que tenéis problemas con
Millennium
—soltó William Borg nada más sentarse Ove, quien de inmediato pensó que daría el brazo derecho por borrar esa sonrisa autosuficiente de su cara.
—Pues te ha informado mal —respondió tirante Ove.
—¿De veras?
—Lo tenemos todo bajo control.
—¿En qué sentido, si se puede preguntar?
—Si la redacción está dispuesta a cambiar y si resulta que son conscientes de sus propios problemas, vamos a apoyar a la revista.
—¿Y si no?
—Pues en ese caso nos largaremos y, entonces, se mantendrán a flote como máximo un par de meses, una circunstancia que, como es evidente, lamentaremos mucho. Pero es que el mercado es así. Publicaciones mejores que
Millennium
han sucumbido, y eso que para nosotros se ha tratado de una inversión muy modesta. Sobreviviremos.
—¡Chorradas! Sé que esto es una cuestión de prestigio y credibilidad para ti.
—¡Qué va! Son sólo negocios.
—He oído que queréis mantener alejado a Mikael Blomkvist de la redacción.
—Nos hemos planteado trasladarlo a Londres.
—Un poco descarado por vuestra parte, habría que decir, teniendo en cuenta lo que ha hecho por la revista.
—Le hemos pasado una oferta muy generosa —se excusó Ove sintiéndose exageradamente a la defensiva y aburrido.
Casi se le olvida el asunto que le había llevado hasta allí.
—No, si yo no os lo reprocho —siguió William Borg—. Por mí como si lo mandáis a la China. Sólo me pregunto si no sería un poco incómodo para vosotros que Mikael Blomkvist regresara por todo lo alto con la historia de Frans Balder.
—¿Y por qué iba a hacerlo? El tío está acabado, como tú muy bien dijiste. Con considerable éxito, por cierto —comentó Ove con sarcasmo.
—Bueno, tampoco fue para tanto, recibí bastante ayuda.