Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (14 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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Hacía molinetes con las manos, como para disolver gravedad del caso. Ahora había abandonado la prudencia del primer momento y se mostraba abierto, relajado, un punto condescendiente. El hijo se resentía en cambio de una gravedad excesiva, quizá a causa de su posición secundaria.

Llegó
Lady First
con la foto. Se acercó a Robellades, preguntó si le parecía lo suficientemente buena. Alcancé a verla del revés. Llamaba la atención el cabello cobrizo, tan perfecto que no podía ser más que teñido.

—Buena foto, sí..., se ve perfectamente la cara. Una mujer muy guapa. Muy guapa, sí... En eso sobre todo se parece mucho a usted..., si su marido me lo permite.

Soltó una risita y se volvió hacia mí enseñando el diente de oro. Yo concedí inclinando un poco la cabeza, como si agradeciera el cumplido en nombre de
Lady First
. Después cruzamos apretones de manos, los acompañé a la puerta y esperé allí a que se metieran en el ascensor.

Cuando volví al salón,
Lady First
se había servido ya otro güisqui y trataba de alcanzar el estante donde había quedado su foto de boda tumbada boca abajo. Me serví yo también un chupito de güisqui largo en mi vaso, considerando el significado que pudiera tener esa premura en restituir el retrato a su posición. Después nos quedamos los dos en silencio, ella en el sofá, yo de pie junto al mueble bar.

—Bueno: listo, ¿ves como no ha sido tan difícil?

—¿Crees que lo hemos hecho bien?

—Claro, ¿no te has dado cuenta?

—No sé, me he puesto muy nerviosa.

—Pues no lo parecía... Oye, perdona pero voy a tener que marcharme enseguida, en cuanto esté seguro de que los Robellades no van a verme salir. Mañana te llamo y hablamos, ahora no tengo mucho tiempo.

Apuré el vaso de un trago largo y me fui hacia la puerta.
Lady First
, resignada a quedarse sola con su güisqui, me acompañó hasta el rellano, pulsó el botón de llamada al ascensor y me dejó helado pasándome una mano por la nuca y dándome un beso en la mejilla, un beso sentido, no ese rozarse las caras de pura cortesía. Olía bien, por debajo, o por encima, del vaho alcohólico. Disimulé mi sorpresa guiñándole un ojo estilo Sam Spade y me metí en ascensor.

Bajé hasta el parquin con intención de llevarme a Bestia Negra, pero en el último momento pensé que podía aprovechar la ligera soñera que me había dado el güisqui para dormir un poco. Acabé por salir andando y al subir la rampa tuve oportunidad de mostrarme ante otro de los vigilantes, probablemente el del turno de noche. Una vez en casa llamé al despertador de Telefónica para que sonara a las doce y me eché a dormir las tres horas largas que quedaban hasta entonces. Si tenía que pasar la noche despierto para empezar la verdadera investigación más valía estar descansado.

Aquel finísimo polvillo

Un bodorrio medieval en todo su esplendor: largas mesas de madera, bancos corridos, humeantes viandas rebosando en las bandejas; aves rellenas, lechones, costillares, cántaros de vino. En el centro de la sala, los más borrachos bailan danzas campesinas sobre una tabla redonda, entre vítores y estertores de fiesta que ahogan la melodía de los trovadores. Los comensales lo pasan en grande; todos menos yo, que no soporto comer con los dedos —mis resabios burgueses—. Frente a mí en la mesa presidencial se sienta el príncipe Carlos de Inglaterra, con sus orejas, sus mejillas coloreadas y su escudo familiar bordado en el pecho del regio vestido de terciopelo granate. Está concentrado en su plato de madera, en el que hurga con los dedos hasta decidirse por algún pedazo de carne que devora con apetito. A su derecha, los codazos sobre la mesa, Isabel II sorbe el jugo de unos caracoles con la delectación del oso que saquea un panal. Más a la derecha aún, veo a la Reina Madre lamiendo su plato hasta agotar la salsa que un sirviente le va echando a cucharones. Ya estoy a punto de llamar la atención del Príncipe sobre sus modales de comensal porcino cuando me extraña identificar el timbre de un teléfono formando parte de los arreglos musicales de los trovadores. Ésa es la señal. Salgo del sueño y me precipito hacia el teléfono.

Descolgué el aparato esperando oír el mensaje del despertador de Telefónica, pero en lugar de eso me encontré con un silencio extraño, habitado.

—.. ¿Pablo?

—¿Sí?

—Qué tal...

Éramos pocos.

—Joder, Fina... ¿Qué hora es?

—Las diez y pico... ¿Qué haces?

—Estaba durmiendo.

—¿Te he despertado?

—Es igual, no soporto comer con los dedos.

—¿Qué?

—Nada, cosas mías.

—Y qué, qué haces...

—Fina, por Dios Bendito, te lo acabo de decir: estaba durmiendo.

—Bueno, chico, no te enfades. Llamaba para ver qué estabas... y por si tenías ganas de salir un rato.

—Tengo cosas que hacer esta noche. Y aún no he cenado.

—Yo tampoco. Si quieres te invito a una pizza en algún sitio.

Reflexioné un momento hasta que mi cerebro recuperó la suficiente lucidez. Desde luego, sin ayuda de un poco más de alcohol, no iba a volver a dormir, y cenar con Fina podría tener cierto efecto relajante, una tranquilizadora vuelta a lo conocido. Pero no era día de comer pidsas en cualquier local pringoso.

—Hoy invito yo. Ponte guapa y te paso a buscar con Bestia Negra de aquí un rato. Llamaré al interfono.

—¿Con la qué?

—Ya lo verás.

Quedamos a las once. Después de colgar me fui a mirar el reloj de la cocina: las diez y veinticinco. Puse café al fuego, me lavé la cara con agua abundante, me cepillé los dientes y lié un porro que fumé con el café y terminó de despejarme. Aún me di la cuarta ducha del día antes de vestirme; no sé, supongo que había sucumbido a una especie de obsesión higiénica. Pensé en volver a ponerme la camisa morada, que apenas había perdido el apresto de recién planchada, pero en el último momento me decidí por estrenar la negra. Volví a perfumarme ligeramente y salí de casa hacia el garaje de
The First
. Entré por la rampa, jugueteando con las llaves para que el vigilante las viera, y me llegué silboteando hasta la plaza 57. La Bestia esperaba dócil, sumida en su letargo electrónico. «Stuuk»; entré, le di al contacto y estuve un rato buscando el botón que levantaba los faros escamoteables. Cuando lo encontré encendí las luces, bajé la ventanilla y me acomodé lo mejor que pude frente al volante. Al leve alzamiento del embrague, la Bestia se movió suavemente, como una pantera al acecho. Saludé al vigilante y paré tras la curva de la barrera automática, al pie de la rampa de salida. Pulsé el acelerador y, zuuuuuum, literalmente caí rampa arriba, como si la fuerza de la gravedad se hubiera invertido. Por suerte había despegado con las ruedas alineadas en la dirección del ascenso, pero hube de frenar bruscamente al llegar a la parte llana del final para no tragarme a quien pasara por la acera. A partir de ese momento empezó mi lucha por poner la segunda marcha en los tramos entre semáforos: demasiado cortos. Paré en el vado frente al edificio de la Fina notando todos los músculos del cuerpo en tensión, como si hubiera hecho el viaje en la vagoneta de unas montañas rusas.

Llamé al interfono —«Fina, estoy abajo»—, y me quedé esperando sentado en el morro de la Bestia. Allí estábamos los dos: Baloo y Bagheera reflejados en las cristales del portal de la Fina. Esta vez sólo se hizo esperar durante tres Ducados y apareció doblando el recodo de los ascensores. Mira por dónde también ella se había vestido de negro, un negro ligeramente irisado; manoletinas planas, falda estrecha hasta debajo de la rodilla y una chaqueta fina con hombreras bajo la que aparecía algo blanco y sedoso, un corpiño quizá, o una camiseta de tirantes que subrayaba la presencia de un par de tetas de primera. A pesar del peinado eco-alternativo, el conjunto tenía un sofisticado no del todo exento de interés; incluso dejé que pasando la vista sobre mí sin reconocerme, iniciara camino hacia la esquina para poder admirarla tranquilamente. Silbé. Se volvió. Saludé con el brazo en alto. Me miró, miró a la Bestia y, sin dar señales de estar interesada en ninguno de los dos, retomó el camino hacia la esquina. Probé llamándola por su nombre, «Eo, Fina: soy yo».

—¡Hostia, tío..., qué fuerte! He pensado: mira el gilipollas ese haciéndome señas... ¿Qué te has hecho en el pelo?

—Obras de remodelación. ¿Te gusto?

—No sé..., estás muy raro... ¿Te estás dejando bigote?

—Modelo Errol Flynn.

—No me gusta.

—Tú en cambio estás muy bien, casi no se nota que has adelgazado.

Ya se había llegado hasta mí. Le rodeé la cintura mientras la besaba en la mejilla y le señalé la Bestia:

—¿Qué te parece?

—Qué es eso...

—Un coche auto-móvil. No lleva riendas, se dirige a voluntad gracias a un pequeño volante que hace girar las ruedas directrices, ¿ves?: esto redondo son las ruedas.

—Ya... ¿Y lo has traído tú solo?

—Bueno, más bien me ha traído él a mí.

—¿Te has metido a traficante de estupefacientes, o algo?

—Es de mi hermano. Venga, sube y te lo explico por el camino.

Abrí la puerta del acompañante y le hice una reverencia. Ella examinó desconfiadamente el interior antes de decidirse a entrar posando primero el culo sobre el bajísimo asiento y metiendo después las dos piernas. Rodeé el morro y entré por el otro lado. Descubrí entonces que imitando el movimiento de ella era más fácil pasar los muslos bajo el volante.

—¿Estás seguro de que sabes conducir esto?

—Estoy aprendiendo.

Pensé que para probar las prestaciones del artefacto valía la pena enfilar la Diagonal y salir de Barcelona por la A7 dirección Martorell. De los tiempos en que aún salía del barrio, conocía un restaurante en las afueras que no estaba mal: una de esas masías reconvertidas, con una inmensa chimenea de piedra en el salón principal y un buen surtido de embutidos. Debían quedarme unas veinte mil pelas en el bolsillo, pero era seguro que a partir de las doce de la noche podría repostar en cualquier cajero automático, así que podíamos gastar las veinte mil sin problemas. Eso daba para buen vino y jabugo del de verdad.

—¿Y esto no tiene aire acondicionado? Hace calor...

—Debe tener de todo. Busca en la consola.

Mientras la Fina investigaba el equipamiento yo me concentré en intentar meter la segunda. Lo conseguí en el último tramo después de tomar Travesera hacia Collblanc. «Tiene CD», dijo la Fina mientras yo trataba de no sodomizar a un pobre Twingo que apareció delante. Había descubierto el equipo de música y debajo una suerte de contenedor de compacs.

—Joder, tío: Schubert, Momentos Musicales; Bac Suits 2 y 3; Schumann, Sinfonía Renana... Menuda marcha lleva tu hermano.

—Es que es muy culto. Pon la radio, algo saldrá.

La Fina probó los mandos de sintonía hasta toparse con el
Der Komisar
, un tema que me trae buenos recuerdos. Y creo que a la Fina también se los trae, porque se puso a bailotear en el asiento mientras reiniciaba las labores de búsqueda del aparato climatizador. Pero en la Diagonal conseguí poner la cuarta aprovechando una racha de entre semáforos seguidos en verde y la Fina se dejó de aires acondicionados y empezó a palpar a su espalda buscando el cinturón de seguridad. Tras esta última parada en Diagonal todo lo que había ante nosotros era una preciosa autopista de varios carriles. El tráfico era escaso, sólo unos pocos coches que junto con la música de la radio contribuían a crear la sensación de que estábamos en la pantalla de salida de un videojuego. Verde. Di golpe de gas para revolucionar motor; el corazón de la Bestia aulló a nuestra nuca y, cuando empezó la caída de revoluciones, aflojé el embrague y abrí grifo a tope. Perdimos un poco de impulso en el patinar las ruedas sobre el asfalto, pero en cuanto se restableció la adherencia salimos como mil demonios humeando. Cinco segundos después el sonido del motor bajo el
Der Komisar
empezó a parecer el de un Minipimer; el indicador de velocidad estaba llegando a los 100; repetí estripada en segunda hasta los 140; tercera 170; no tuve huevos apurar la cuarta; 180, 190, 200, seguíamos pegados al motor trasero, que empujaba por la espalda como un energúmeno, y empezamos a alcanzar coches que fueron quedando atrás como sombreros caídos desde la ventanilla de un tren; 220, 230, 240..., la autopista se encogió hasta parecer una comarcal llena de zigzags caprichosos.

—¡Pabloooooooo!

Yo también tuve miedo. Levanté el pedal y cedió el empuje. Dejé que nos deslizáramos un poco con el embrague pisado, metí la quinta y nos estabilizamos a 200 adelantando a los escasos coches que circulaban por la derecha sin acercarnos mucho lateralmente para evitarles el sobresalto.

Bajé el volumen de la radio.

—¿No está mal, eh?

La Fina se había llevado una mano al corazón:

—Por un momento he pensado que me bajaba la regla, y eso que no me toca hasta la semana que viene. ¿Qué coño es esto?

—Un Lotus Nosequé. Debe de ponerlo detrás.

Estábamos ya en la recta de Molins de Rey y nos desviamos para tomar la curva de salida: doscientos setenta grados de giro, buena ocasión para probar la estabilidad de la barca. Hundí el pedal en segunda y la fuerza centrífuga empezó a aplastarme contra la puerta; la Fina, «¡Pablooooooo!», se agarraba a su propio cinturón de seguridad, tensa como un gato, pero el habitáculo apenas perdió la horizontalidad y los neumáticos se pegaron al asfalto como un velcro. Hacía falta algo más que la curva de Molins de Rey para que la Bestia perdiera la compostura: bien por Bagheera. La Fina también parecía estar pasándolo en grande, manifestó no recordar nada igual desde que se subió al Dragón Khan. Llegamos al patio de la masía-restaurante sudorosos. Aparqué en batería; bajamos recomponiéndonos la indumentaria y el peinado y entramos cogidos del brazo por la puerta principal, como una pareja de novios en plena luna de miel, con esa sensación de acabar de echar un polvo que te deja una buena carrera. Nos recibió una cuarentona rubia, peinada con moño y vestida con una blusa dorada estilo Bienvenida Pérez; el conjunto se daba de patadas con la decoración rústica, pero así son las mujeres. La Fina preguntó por el lavabo y yo me encargué de elegir mesa.

El salón principal estaba vacío, sólo una de las veinte o treinta mesas diseminadas estaba ocupada por dos parejas maduras con pinta de guiris en vacaciones. A pesar de la época del año y de que el aire acondicionado estaba funcionando, habían encendido la chimenea de piedra. Elegí una mesa cercana al fuego: además del jabugo y el vino ése era el máximo atractivo del lugar. Cuando la Fina volvió del lavabo le tomé el relevo para lavarme las manos y al poco estábamos los dos sentados mirando la carta. Me concentré en los vinos de Rioja. Tenían el Faustino I de mis amores, pero me pareció demasiado jevi, tanto para el paladar de la Fina como para acompañar los embutidos más delicados. Descarté también el Conde de los Andes del 73 por carísimo, y dudé entre el Reserva Especial Martínez Lacuesta y el Remelluri del 85. El Lacuesta es perfecto para el jamón, pero a la Fina le gustaba el Remelluri por lo suave; además era el más barato, y no estaba claro que las veinte mil pelas dieran para muchas alegrías en caso de que pidiéramos postres.

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