Límite (79 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—¿Cómo lo has conseguido?

—Pues, sin duda, no revolviendo en sus restos. La suerte ha querido que juegue al golf con los ejecutivos de dos compañías de telefonía móvil. Y el chico estaba dado de alta en una de ellas. El hombre que conozco fue tan amable de pasarme los datos sin hacerme preguntas.

—¡Hombre, Tian! —Jericho sopló su café—. Y por ello ahora le deberás todos los favores del mundo a ese tío, ¿no?

—De ninguna manera —dijo Tu, aburrido—. Es él quien me debe algo a mí.

—Bien, muy bien. —¿Qué harás ahora?

—Diana
examinará continuamente la red en busca de textos reveladores, y Zhao y yo mantendremos la vista puesta en los mercados. Si no aparece nadie en el transcurso de las próximas horas, tendré que considerar la posibilidad de ampliar el equipo de investigadores y hacer circular algunas fotos. Preferiría que pudiéramos evitar esto último. —Jericho hizo una pausa—. ¿Cómo transcurrió tu conversación con Chen Hongbing?

—Bueno, está preocupado.

—¿Y no lo tranquiliza al menos que ella esté libre?

—Hongbing ha elevado el estar preocupado a una forma de arte. Pero confía en ti.

Detrás de Tu, una enorme ave de rapiña levantó el vuelo, y una jirafa se le aproximó bastante.

—Dime una cosa, ¿dónde estás en realidad?

—¿Dónde voy a estar? —dijo Tu, sonriendo—. En el despacho, por supuesto.

—¿Y dónde finges estar?

—En Sudáfrica. Es bonito, ¿verdad? Forma parte de la colección para el otoño. Ofreceremos doce entornos. El
software
inserta tu imagen en el ambiente en cuanto telefoneas, y te ajusta a él. ¿Has notado que el Sol brilla encima de mi calva?

—¿Y cuáles son los otros ambientes?

—¡Uno estupendo es el de la Luna! —dijo Tu, radiante—. En el fondo se ve la base lunar estadounidense, así como unas naves espaciales aterrizando. El programa te encasqueta un traje espacial, y se puede ver tu rostro a través del visor del casco. La voz se distorsiona un poco, al estilo de los alunizajes del último siglo.

—Un gran paso para la humanidad —se mofó Jericho.

—Házmelo saber cuando haya novedades.

—Lo haré.

Jericho bebió un sorbo de su café. Estaba flojo y amargo. Necesitaba aire fresco con urgencia. Mientras atravesaba el recibidor,
Diana
le comunicó que había recibido un paquete de datos de parte de Tu y que ya se lo había reenviado. El detective salió a la calle, sin perder de vista el monitor. Se hicieron visibles unos números, unas fechas y unas horas. Era el registro de llamadas de Wang.
Diana
comparó los datos recién llegados con los ya almacenados. Por supuesto que Jericho no esperaba encontrar ninguna coincidencia.

Pero
Diana
le hizo saber que había una.

El detective frunció el ceño. La noche anterior a su muerte, Grand Cherokee Wang había marcado un número que también aparecía en la agenda de Jericho.
Diana
lo comparó con el número de identificación de usuario bajo el cual lo había guardado, de modo que no cupiera duda de con quién había hablado el estudiante aquel mediodía del 26 de mayo.

Jericho clavó la vista en el nombre.

De repente se dio cuenta de que había cometido un gravísimo error.

LA ACERÍA

Había optado por la confrontación directa, lo que lo obligaba a abandonar temporalmente su ubicación. Después de haber colocado otro escáner junto a la entrada del Cyber Planet, Jericho partió. Si los espías detectaban a una de las personas buscadas, podría volver allí en unos pocos minutos.

Las calles estaban todavía vacías, así que avanzó sin problemas. Detrás de un edificio cubierto de hollín, detuvo el Toyota, se acomodó las gafas holográficas y se acercó a pie al Wongs World. La fachada de cristal del Cyber Planet reflejaba el inicio de las actividades del mercado. Era evidente que esa filial de Wongs World estaba menos deteriorada que la otra. Tal y como Zhao le había descrito, faltaban los cobertizos para las prostitutas y los que practicaban los juegos de azar, todo parecía estar dedicado exclusivamente a la preparación de comidas y a la venta de alimentos. En cestas y cajas se ofrecían a la venta verduras, hierbas y especias. Con la ayuda de una vara provista de un lazo, una mujer pescó de una cesta la serpiente que le pedía una dienta; de pronto el reptil empezó a retorcerse violentamente cuando la vendedora, con destreza, le cercenó el cuerpo y empezó a arrancarle la piel. Jericho apartó la vista e inhaló el aroma del
wantan
y de los
bao zi
recién hechos. Aquel chiringuito estaba muy concurrido. Dos jóvenes con los torsos relucientes por el sudor, envueltos en el vapor de las grandes ollas, agitaban sus cucharones y pasaban a través del mostrador cuencos con caldos y crujientes empanadillas rellenas de gambas o carne de cerdo. Jericho continuó, haciendo caso omiso de las muestras de malestar de su estómago. Podría comer más tarde. Cruzó la calle, entró en el Cyber Planet y dejó vagar su mirada por el interior. No se veía a Zhao por ninguna parte; tampoco había ninguna litera. Tal vez hubiera ido al retrete. Jericho aguardó diez minutos, pero Zhao no apareció.

Volvió a salir.

Y de repente los vio.

Eran dos. Caminaban tranquilamente hacia el puesto de
wantan
y, sin proponérselo, miraron hacia donde estaba el detective. Sus contornos cobraron un color rojo brillante en el cristal de las gafas holográficas. El chico vestía pantalones vaqueros y una camiseta; la chica, por su parte, llevaba una minifalda para la que le sobraban unos diez kilos, y una chaqueta de motorista en la que destacaba el logotipo de los City Demons. Cargados con bolsas de papel de Wongs World, hicieron que los sudorosos cocineros del puesto de
wantan
les llenaran unas bandejas de plástico con generosas raciones de su oferta, bandejas que ellos cogieron entre risas y chácharas y metieron luego en las bolsas. Parecían despreocupados y de muy buen humor. Charlaron durante un rato con otros clientes y luego continuaron su camino.

Compraron desayuno para medio regimiento. Jericho los siguió, mientras el ordenador le suministraba detalles que iba retomando de la base de datos de Tu Tian. El nombre de la chica era Xiao Meiqi, más conocida como Maggie, una estudiante de ciencias informáticas. El chico se llamaba Jin Jia Wei y estudiaba ingeniería eléctrica. Según Tu, pertenecían al círculo íntimo de Yoyo. Contando a Daxiong, Jericho conocía ahora el rostro de cuatro de los seis disidentes, pero no cabía duda de que aquellos dos no vaciarían solos el contenido de las bolsas.

Jericho se les fue acercando al tiempo que seguía buscando a Zhao. A continuación, Maggie Xiao y Jian Jia Wei se hicieron llenar unos termos de té, compraron cigarrillos, unos pastelillos con una pasta a base de nueces, miel y alubias rojas —algo que a Yoyo le encantaba, según recordaba Jericho—, y cruzaron la calle. En cuanto el detective vio sus motocicletas eléctricas estacionadas al otro lado, supo que no tenía ningún sentido continuar siguiéndolos a pie. Entonces, se volvió, arrancó el Toyota y lo condujo a través de la muchedumbre de viandantes y ciclistas. La calle era demasiado ancha para colgar tendederos de ropa, una circunstancia que aumentaba su visibilidad y le permitió ver, a pocos kilómetros de distancia, la silueta de los altos hornos de la antigua acería. Jin y Maggie se dirigían allí a toda velocidad en sus motos. Segundos después, Jericho había dejado atrás el barullo del mercado y se vio delante de una explanada polvorienta, al otro lado de la cual se extendían las instalaciones de la antigua planta siderúrgica. Las motos iban dejando un rastro de humo. El detective evitó seguir a ambos jóvenes directamente, por lo que condujo el coche hacia la sombra de una hilera de casetas hechas con contenedores. Yoyo estaba en alguna parte de aquella enorme ruina industrial, de eso estaba seguro. Con mirada anhelante, Jericho vio cómo las motocicletas ponían rumbo hacia el alto horno, que, a la luz de la aurora, se asemejaba bastante a la plataforma de lanzamiento de una nave espacial, con el mismo estilo que había imaginado para ellas Julio Verne. Era un cilindro en forma de barril que se iba afinando y tendría unos cincuenta metros de altura. Estaba envuelto por una estructura de soporte de acero que permitía intuir la presencia de la caldera de fusión. Los distintos niveles de los andamios, los puentes y las plataformas estaban interconectados por escaleras y puntales, y casi rebosaban de toda suerte de bombas, generadores, reflectores, conductos y otros equipos. Una cinta transportadora conducía casi en vertical hasta la esclusa de llenado del horno. Un tubo de enormes proporciones se estiraba hacia el cielo y bajaba luego abruptamente hasta acabar en una especie de cazuela de gran tamaño, unida a tres enormes tanques en posición vertical. Todo en aquel universo parecía haberse unido y entremezclado de un modo orgánico. Todo lo que otrora había servido para el intercambio de gases y líquidos, los cableados, las tuberías y los conductos, cobraba ahora el aspecto de intestinos irremediablemente enredados entre sí, como si las entrañas de aquella maquinaria colosal se hubieran vertido hacia afuera.

Justo delante del horno crecía del suelo una torre de barrotes que tenía casi la mitad de altura. Y, como puesta allí arriba por obra de un hechizo, reinaba en lo alto una casita de techo a dos aguas y ventanas en la punta, comunicada con la estructura del horno a través de una plataforma. Por lo visto, había servido en otros tiempos como central de mando. A diferencia de los demás edificios del entorno, sus ventanas estaban intactas. Jin y Maggie dirigieron sus motos hacia una baja edificación contigua; aparecieron unos instantes después, balanceando sus bolsas de Wong, y empezaron a subir la zigzagueante escalera de la torre. Jericho aminoró la velocidad, se detuvo y fijó la mirada en la antigua central de mando.

¿Estaría Yoyo allí arriba?

En ese preciso momento, por el rabillo del ojo, notó cómo algo se acercaba desde el mercado y se detenía en el terreno baldío. El detective volvió la cabeza y vio a un hombre sentado sobre una motocicleta. Pero no, no era una motocicleta normal. Era como si alguien hubiese cogido una moto de carreras y la hubiese cruzado con una orca y un sistema de turbinas para formar un híbrido cuyo propósito no se revelaba al observador a primera vista. Tenía aspecto robusto, un sillín ancho, revestimientos laterales cerrados y un parabrisas achatado; allí donde debía estar la rueda delantera se abría un agujero en forma de bostezo en el que centelleaban unos radios plateados. Por lo visto se trataba de una turbina. A un lado del volante y del asiento trasero brotaban unas toberas giratorias. Al parecer, aquel chisme se deslizaba sobre su panza plana y sobre unas aletas puntiagudas que apuntaban hacia atrás. Sólo observando el aparato detenidamente, llamaba la atención el hecho de que a la panza le brotaba una rueda de morro y que las aletas terminaban en unas bolas acopladas, gracias a lo cual la máquina mostraba cierta capacidad para desplazarse a ras de suelo. Pero el verdadero propósito de aquella máquina era otro. Hacía años, cuando los primeros modelos estuvieron listos para ser producidos en serie, Jericho había solicitado una licencia para conducirlos, pero más tarde se arrepintió a la hora de hacer una adquisición que bien podía llevarlo a la ruina. Eran caros, aquellos chismes. Muy caros para un tipo como Owen Jericho.

Y demasiado caros para alguien que viviera en Quyu.

¿Por qué estaba Zhao sentado en aquel aparato?

Sí, era Zhao Bide, que ahora miraba fijamente hacia el alto horno y observaba a Jin y a Maggie trepar por la escalera, sin notar la presencia de Jericho a la sombra del edificio; el hombre que, a pesar de todo lo que habían acordado, no le había informado de que estaba siguiendo a dos Guardianes que podían llevarlo con cierta certeza hasta donde estaba Yoyo; el hombre cuyo número telefónico Grand Cherokee Wang había marcado la noche previa a su muerte para hablar con él durante un minuto, tal y como demostraban los datos aportados por Tu.

Wang había llamado a Zhao.

¿Por qué?

Electrizado por la inquietud, Jericho había ido hasta allí para pedirle cuentas a Zhao, que en ese momento se inclinaba hacia adelante y, con la manga de la chaqueta, limpiaba algo en el salpicadero de la moto, con el mismo gesto con el que había bruñido el cuadro de mandos del coche de Jericho.

Todo encajaba.

El asesino de Cherokee Wang, inmediatamente antes de su huida del World Financial Center; con su elegante traje cortado a medida, sus gafas tintadas, el bigote postizo y la peluca, que transformaban temporalmente sus proporcionados rasgos en la figura de Ryuichi Sakamoto, Zhao se había inclinado hacia adelante y había limpiado la consola de mando del Dragón de Plata. Pero Jericho no había prestado la atención debida, pues en realidad aquel hombre no le recordaba ni a una estrella japonesa del pop ni a un modelo; le recordaba todo el tiempo a...

Zhao Bide.

Había guiado al asesino tras la pista de Yoyo.

En el instante en el que Jericho pisó el acelerador, Zhao Bide arrancó su
airbike.
Un estruendo de turbinas barrió la plaza. El aparato puso las toberas en posición vertical, se balanceó un momento sobre las puntas de las aletas y subió disparado en línea recta; y fue entonces cuando Jericho comprendió que apenas existía una oportunidad de salvar a Yoyo.

Qué ridículamente sencillo había sido todo.

Y qué angustioso, al mismo tiempo.

Tanto, que a duras penas había conseguido, en esas últimas horas en las que el destino lo había obligado a volver a Quyu, resistirse a su aversión, una vez más con la prueba ante los ojos de que la sublimidad de la raza humana era el sueño febril de ciertos darwinistas con la mente infectada por la religión, un error que era preciso corregir. El mero asco lo había movido a hablar, delante de Jericho, de la escoria de la Creación, de la parte malograda del experimento. ¡Un descuido! Lo que Zhao, a duras penas, había conseguido transformar en sarcasmo reflejaba la indignación sincera de Kenny Xin. La mayor parte de la especie era un enjambre parasitario, una vergüenza para cualquier Creador, si es que había alguno. Sólo unos pocos que sentían lo mismo habían actuado, según su criterio, con cierta consecuencia, como aquel romano que hizo arder su ciudad, aunque se dijera que había arruinado definitivamente el momento con su canto. A Xin le habría gustado ser testigo de aquel fuego purificador en el que la máscara de la miseria empezaba a ampollarse; le habría gustado, incluso, ¡ser ese fuego!

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