Authors: Schätzing Frank
Demasiado.
Al igual que una piedra, la moto cayó en picado. Maldiciendo, Jericho la detuvo, aceleró y redujo de nuevo la velocidad hasta que, con las toberas jadeantes, se colocó directamente debajo de Yoyo, que colgaba de la barra y pataleaba con agitación.
—¡Salta! —le gritó el detective.
Ella lo miró con la cara deformada por el esfuerzo, mientras sus dedos se resbalaban milímetro a milímetro. Unas ráfagas de viento alcanzaron la moto y la arrastraron consigo. La barra empezó a vibrar en el momento en que Zhao saltó con destreza desde el borde de la esclusa y se irguió sobre ella. Al parecer, el asesino no conocía el miedo a las alturas ni padecía de vértigo. Su mano derecha descendió hasta agarrar la muñeca de la joven. Jericho corrigió su posición, y la moto se situó otra vez debajo de Yoyo.
—¡Salta de una vez! ¡Salta!
Su pie derecho le golpeó la sien, hasta el punto de que Jericho quedó atontado por un momento. Ahora estaba de nuevo debajo de ella; levantó la vista. Vio cómo los dedos de Zhao se extendían y rozaban los nudillos de la chica.
Yoyo se soltó.
Fue casi como si una bolsa de cemento cayera sobre él. Jericho se la había imaginado montando con elegancia sobre el asiento trasero, pero recibió su escarmiento. Yoyo se aferró a su chaqueta, se deslizó hacia abajo y se colgó de él como un gorila al neumático que cuelga en su jaula. Con ambas manos, Jericho la alzó mientras la moto se despeñaba hacia el suelo.
Ella gritó algo que sonó como un «Tal vez».
¿Tal vez?
El ruido de la turbina cobró la categoría de aullido. Los dedos de Yoyo estaban por todas partes: en su ropa, en su cabello, en su rostro. El baldío polvoriento se les acercaba a toda velocidad. Iban a estrellarse.
Pero no se estrellaron, no murieron. Por lo visto, Jericho había hecho algo bien, porque en el momento en que las manos de ella se cerraron rodeando sus hombros y la joven apretó su pecho contra la espalda del detective, la moto, de repente, salió otra vez disparada hacia lo alto.
—Tal vez...
Las ráfagas de viento se llevaron las palabras. Por la izquierda se les acercaba el rubio, su rostro era una máscara de salpicaduras de sangre, y sus ojos brillantes miraban hacia ellos, llenos de odio.
—¿Qué? —gritó Jericho.
—Tal vez —respondió ella—, la próxima ocasión, antes de empezar a volar, deberías aprender cómo se pilota esto, ¡imbécil!
Daxiong emergió a la superficie. Su primer impulso fue pedirle a Maggie un capuchino, con mucho azúcar y espuma, por supuesto. A fin de cuentas, a eso habían ido allí: a desayunar juntos, algo habitual desde que Yoyo, como solía bromear Daxiong, había declarado de nuevo el Andrómeda su residencia de verano; sólo que, hasta la fecha, parecía más inteligente ocultarse por un tiempo en la acería.
Maggie siempre le llevaba el café. Los otros, Tony, Yoyo, la propia Maggie, Ziyi y Jia Wei, preferían tomar té, que era lo que se esperaba de los chinos. En el desayuno, comían religiosamente sus
wantan
y sus
bao zi,
devoraban panza de cerdo y fideos con caldo, se zampaban sus gambas semicrudas, en fin, todo el programa. El corazón de Daxiong, en cambio, no sabía por qué motivo desconocido, se inclinaba hacia la
Grande Nation,
se desvivía por el cálido aroma de mantequilla de unos cruasanes recién horneados. Actualmente, Daxiong coqueteaba incluso con la posibilidad de tener genes franceses, cosa que ponía enérgicamente en duda cualquiera que lo mirara a la cara. Aquel gigante tenía rasgos tan mongoles como cualquier mongol. Además, Yoyo no se cansaba de exprimirle a la «auténtica China» —como ella solía decir— todas aquellas posibilidades de goce que para nada necesitaban de las importaciones culturales de Occidente. Daxiong la dejaba hablar. Para él, el día comenzaba siempre con unos auténticos bigotes de leche espumosa. Y ese día, Maggie había graznado en el auricular de su móvil y convocado a un «¡Desayuno!», mientras Ziyi no paraba de gritar y chillar.
¿Por qué?
Oh, sí, había estado soñando. ¡Algo horrible! ¿Por qué soñaría tales cosas? Respondiendo a la llamada de Maggie, él, Ziyi y Tony se dirigían en sus motos hacia el alto horno cuando dos motocicletas voladoras, demasiado caras como para que uno de ellos pudiera costeársela, aterrizaron en la plataforma de la central de mando, donde ya había aparcada una tercera. Era extraño. Mientras se acercaban, Daxiong había tratado de localizar a Maggie por teléfono para preguntarle qué pasaba con aquellos tipos, pero ella no le había respondido. Así que habían decidido sacar las armas de las alforjas, sólo por si acaso.
Un extraño sueño. Celebraban una fiesta. Todos se divertían, pero Jin Jia Wei no podía participar como era debido, ya que no quedaba mucho de él; Maggie, por su parte, tenía dolor de estómago. A Tony le faltaba la mitad de la cara, y sí, ésa parecía ser la razón por la que Ziyi había empezado a gritar. Ahora todo encajaba. Pero ¿qué clase de gente era aquélla?
Daxiong abrió los ojos.
Xin reventaba a causa de la ira.
Con la agilidad de un mono en un árbol, saltó por encima del andamio, los puntales y las escaleras y volvió abajo. Su
airbike
estaba todavía en la plataforma, con el motor en marcha. Muy por debajo, el detective luchaba con la máquina que se había llevado en botín, y él y Yoyo estaban a punto de estrellarse.
«¡Jericho, esa garrapata!»
«¡Ojalá revienten! —pensó Xin—. Tengo el ordenador, Yoyo. ¿Con quién puedes haber hablado aparte de esos pocos amigos? Ahora están todos muertos, y yo ya no te necesito.»
Pero entonces Xin vio cómo Jericho recuperaba el control de la máquina, ganaba altura y se alejaba del alto horno...
También vio cómo lo forzaban a bajar.
¡Era el rubio!
Xin empezó a agitar ambos brazos.
—¡Acaba con ellos! —gritó—. ¡Elimina a esos dos!
No sabía si el rubio lo había oído. Rápidamente, saltó la barandilla de la pasarela, aterrizó con estruendo de suelas en la plataforma y corrió hacia su
airbike.
La turbina funcionaba. ¿No había estado Jericho trasteando la moto? Ante sus ojos, aquellos dos se alejaban a toda velocidad, se sumergían en el intrincado universo de la acería. Xin puso las toberas en posición vertical. La máquina bufó y empezó a vibrar.
—¡Vamos, vamos! —gritó.
Poco a poco, la
airbike
fue despegando, pero entonces algo le pasó silbando tan cerca de la cabeza que Xin casi pudo sentir la ráfaga de aire. Xin alzó la máquina en el aire y vio que el gigante calvo de antes, en la central de mando, se le echaba encima con un arma en cada mano, disparando las dos a la vez. Xin lo atacó con un vuelo en picado. El gigante se echó al suelo. Con un resoplido de desprecio, elevó de nuevo la
airbike
y voló detrás de los otros.
Daxiong se incorporó. Su corazón latía aceleradamente, el sol caía sobre él y lo abrasaba. Por encima de aquellos centelleantes campos de escoria, la
airbike
iba ganando cada vez más en distancia; sin embargo, era evidente que una de las máquinas acosaba a la otra e intentaba forzarla a aterrizar.
Uno de los asesinos yacía muerto en la central. ¿Quién conducía entonces la moto que huía?
¿Yoyo?
Mientras pensaba en ello, Daxiong corrió en zigzag escaleras abajo. Aparte de él —y probablemente de Yoyo—, ninguno de los Guardianes había sobrevivido a la matanza. Los restantes City Demons no sabían nada acerca de la doble vida que llevaban ellos seis, aunque tal vez intuyeran algunas cosas. Yoyo y él habían dado vida a los Demons como una forma de camuflaje. Un club de motociclismo no despertaba sospechas, no era considerado una actividad intelectual ni subversiva. Podían reunirse sin problemas, sobre todo en Quyu. El año anterior se les habían sumado tres nuevos miembros. Tal vez —pensó Daxiong mientras plantaba sus ciento cincuenta kilos sobre el sillín de la moto— había llegado la hora de iniciar a los novatos. En sentido estricto, no le quedaba otra opción. Fuera quien fuese aquel oponente, era obvio que Los Guardianes se habían ido al diablo.
Mientras arrancaba, marcó un número.
El timbre sonó largo y tendido. Luego respondió la voz del joven.
—¿Dónde estabas, maldita sea? —resopló Daxiong.
Lau Ye bostezó y habló al mismo tiempo.
Luego preguntó algo.
—No preguntes, Ye —jadeó Daxiong en el móvil—. Reúne a Xiao-Tong y a Mak. ¡De inmediato! Ve hasta el alto horno y evacua la central, llevaos todo lo que encontréis, los ordenadores, los monitores.
El joven tartamudeó algo, a partir de lo cual Daxiong infirió que el chico no sabía dónde estaban los demás.
—¡Pues encuéntralos! —le gritó—. Te lo explico después. ¿Qué? No, no lleves las cosas al Andrómeda, tampoco al taller. En ese caso, piensa en algo. Algún lugar con el que no puedan asociarnos. Ah, Ye... —dijo Daxiong, tragando en seco—. Encontraréis cadáveres. Mantened el control, ¿me oyes?
Daxiong puso fin a la conversación antes de que Ye pudiera hacerle más preguntas.
El aparato de Jericho recibió un golpe cuando la
airbike
del rubio colisionó contra la carrocería. Había intentado, una y otra vez, dirigir la moto al espacio aéreo situado sobre las casas obreras de la acería, pero en cada ocasión el rubio los obligaba a regresar, los miraba con ojos desaforados e intentaba apuntarlos con el arma. Debajo de ellos se extendía el paisaje lunar de los escoriales. Una vez más, Jericho intentó salirse por la izquierda, pero el rubio aceleró y lo obligó a tomar la dirección opuesta.
—Pero ¿qué pretendes hacer? —le chilló la voz de Yoyo en sus oídos.
—¡Quitármelo de encima!
—¡No tendrás oportunidad de hacerlo en campo abierto! Atráelo hacia las instalaciones.
La
airbike
del rubio salió disparada hacia lo alto y luego cayó en picado sobre ellos sin previo aviso. Jericho vio la panza de escualo de la moto muy pegada a ellos y descendió aún más. Muy cerca del suelo, empezaron a tambalearse.
—¡Presta atención! —le gritó Yoyo.
—¡Sé lo que hago! —La rabia hervía en su interior, pero, en realidad, no estaba seguro de lo que debía hacer. Directamente delante de ellos se alzaba una imponente chimenea.
—¡A la derecha! —chilló Yoyo—. ¡A la derecha!
La máquina del rubio siguió obligándolos a descender. La moto se estampó contra la escoria seca, y empezó a pegar brincos y violentos bandazos. Un momento después, ya habían dado la vuelta a la chimenea, pero sólo para hallarse otra vez ante una nave del tamaño de un hangar. Ningún camino les permitía vadear el edificio ni pasar por encima de él. Estaban muy cerca, demasiado cerca. No había oportunidad de evitarla, dar media vuelta y eludir la colisión.
Pero ¡sí! La puerta de la nave estaba entreabierta.
Inmediatamente antes del choque, Jericho torció la máquina y atravesó el portón.
Lau Ye corrió por la oscura sala de conciertos del Andrómeda. Corrió todo lo a prisa que se lo permitieron sus flacuchas piernas.
«No hagas preguntas. No preguntes.»
Ya estaba acostumbrado a las salidas de Daxiong, y nunca se había quejado. Lau Ye era un novicio en la orden de los City Demons, había sido el último en incorporarse, y era, con diferencia, el miembro más joven. Respetaba a Daxiong y a Yoyo, a Ziyi y a Maggie, a Tony y a Jia Wei. También respetaba mucho a Ma Mak y a HUI Xiao-Tong, aunque estos últimos también habían sido acogidos posteriormente en el club. Posteriormente en el sentido de que habían llegado cuando ya los otros, en conjunto, habían dado vida al club, con Daxiong como fundador y Yoyo en el papel de vicepresidenta.
Pero Ye no era ciego.
Había nacido en las casas obreras, poco después de que cerraron la planta de acero, no tenía formación escolar, pero, en su lugar, tenía un trato mucho más familiar que los otros con las características de Xaxus y de sus habitantes, y desde el principio jamás se tragó que los Demons fueran un mero club de motociclismo. También Daxiong era oriundo de Quyu, pero se lo consideraba un tipo que se movía entre ambas fronteras, entre el universo de los conectados y el de los no conectados. Nadie dudaba de que, una buena mañana, despertaría del otro lado, se frotaría los ojos y viajaría con un coche elegante a un edificio climatizado para realizar allí alguna actividad bien pagada. Yoyo, por el contrario, al igual que Maggie, Ziyi, Tony y Jia Wei, encajaba en Quyu tan poco como un cuarteto de cuerda en el Andrómeda. En la antigua central de mando habían instalado una especie de Cyber Planet para privilegiados, y aunque Yoyo había cargado aquellos carísimos ordenadores con toda clase de juegos estupendos, seguía sin ser una de ellos. Esa chica iba a la universidad. Todos ellos iban a la universidad para estudiar algo que los padres, normalmente, consideraban sensato.
Bueno, no los suyos.
Los padres de Lau Ye no se ocupaban mucho de él. A sus dieciséis años, Lau Ye muy bien podría estar viviendo en la Luna. El trabajo en el taller de Daxiong y los City Demons eran todo cuanto tenía, y le encantaba pertenecer a ese grupo. Por eso tampoco preguntaba nada. No preguntaba si su modesta persona, también la de Xiao-Tong y Mak, sólo servían, eventualmente, para camuflar a un pequeño club conspirativo, de modo que éste fuera compatible con aquel barrio marginal. Tampoco preguntaba qué hacían los otros seis miembros durante sus frecuentes reuniones en la central de mando, cuando él, Xiao-Tong y Mak no estaban presentes. Pero eso sólo había durado hasta hacía pocos días, cuando Yoyo apareció completamente asustada por el taller. Entonces sí que le preguntó a Daxiong.
Su respuesta fue la de siempre:
—No preguntes.
—Sólo quiero saber si puedo hacer algo.
—Yoyo tiene problemas. Lo mejor es que permanezcas temporalmente en el taller y evites la central.
—¿Qué clase de problemas tiene?
—No preguntes.
«No preguntes.» Sólo que, tres días después, apareció por el taller aquel tipo de cabellos rubios y ojos azules, del que Daxiong dijo más tarde que parecía un... ¿escandinavo? ¡Eso, un escandinavo! Ye había estado charlando con el hombre, y había conseguido averiguar que estaba interesado en ir al Andrómeda.
—Estupendo —le había dicho más tarde a Daxiong—. Tengo la impresión de que lo has mandado a que se pierda en la maleza. ¿Por qué?
—No pre...
—Sí que pregunto.
Daxiong se había frotado la calva y el mentón, se había hurgado en las orejas, tirado de su barba postiza y, finalmente, le había gruñido: