Authors: Schätzing Frank
—¿No enviaron monos en alguna ocasión aquí arriba? ¿Qué dijeron esos monos?
—Creo que hablaban ruso —dijo Black.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó O'Keefe, sonriendo—. ¿Ya no te apetece jugar al golf?
—Jamás he tenido ganas de jugar al golf—anunció Heidrun—. Sólo quería ver cómo Walo se caía en el polvo al tomar impulso.
—Eso se lo diré.
—Ya lo sabe. ¿Acaso no te vanagloriaste de vencerme en una competición de natación, bocazas? Tendrías la oportunidad de hacerlo.
—¿Qué?, ¿ahora?
En lugar de responderle, Heidrun le dijo adiós con la mano y se marchó con paso de gacela.
—Tenemos que rodar —le gritó O'Keefe, lo que era tan inútil como negar con la cabeza, ya que la conexión por radio sólo era constante mientras se mantuviera el contacto visual.
—Te invitaré si ganas —le susurró una pequeña serpiente blanca en su oído—. Te invitaré a algo típico suizo, patatas salteadas con tocino y ragú.
—Eh, Finn —dijo Lynn.
—¿Mmmm?
—Creo que deberíamos parar. —¿Se estaba equivocando o la voz de ella le parecía nerviosa? Ya durante todo el rodaje Lynn daba la impresión de estar tensa—. Me parece que la cita de Mitchell es muy adecuada.
O'Keefe vio cómo Heidrun tomaba el camino sobre el otro lado del cañón.
—Sí —convino el actor, pensativo—. En realidad, a mí también.
Nina Hedegaard se refrescó, y Julian se refrescó con ella. Él yacía de espaldas, mientras ella lo guiaba como si fuera una palanca de mando. En esencia, aparte de rodear sus nalgas con las manos y de ejercer su propia presión con alguna contracción ocasional, él no tenía que hacer nada más... Normalmente no tenía que hacerlo, ya que el cuerpo de ella, bronceado y con cierta pátina dorada, pesaba, desde hacía poco, sólo nueve kilos y medio, y mostraba cierta tendencia a rebotar con cada embestida demasiado apasionada. Por lo visto, en la Luna, la conquista del milímetro estratégicamente decisivo requería de la aplicación de fundamentales conocimientos mecánicos: dónde aplicar el agarre exacto, qué aportación debía hacer la musculatura, los bíceps, los tríceps,
el pectoralis major;
había que compaginar los huesos de la cadera como dos bisagras, apretarlos con firmeza contra uno, alejarlos un poco en un ángulo delicadamente calculado, acercarlos otra vez de inmediato..., pero todo se hacía desalentadoramente complicado. En algún momento supieron a qué atenerse, pero Julian estaba concentrado del todo en el asunto. Mientras las caderas de ella rotaban a cámara lenta hacia un huracanado punto G de magnitud cinco, él sólo pensaba idioteces. Por ejemplo, pensaba en las consecuencias directas del sexo en la Luna, cuando, en Nueva Zelanda, un par de impertinentes rayos lunares bastaban para engendrar pequeños maoríes. ¿Debía esperar un parto de decillizos? ¿Quedaría Nina agazapada en aquel retiro estalagmítico de Gaia, como la reina madre de un enjambre de termitas, con el vientre monstruosamente hinchado y soltando a la vida, cada cuatro segundos, a un nuevo hijo de la humanidad? ¿O tal vez, sencillamente, reventaría?
Julian miró el bosquecillo reluciente y cuidadosamente esquilado de la entrepierna de Hedegaard, pero sólo vio pasar unos trenes diminutos, reflejos de unos hilillos de oro, mientras su propio expreso lunar seguía calentando la caldera con aplicación. Hedegaard empezó a soltar, entre gemidos, unas frases en danés —lo que, normalmente, era una muy buena señal—, sólo que hoy esas palabras tenían un sonido críptico en sus oídos, como si su persona hubiera de ser sacrificada sobre el altar del deseo, trayendo al mundo, tan pronto como fuera posible, a un nuevo Julian o a una nueva Juliana, convirtiendo a Hedegaard en la nueva señora Orley; entonces Julian empezó a sentir cierto recelo. Hedegaard era veintiocho años más joven que él. Hasta entonces él no le había preguntado qué esperaba ella de todo aquello, y eso se debía a que, en los pocos instantes que tenían para estar a solas, resultaba imposible formular preguntas con la misma rapidez con la que ambos se despojaban de sus ropas. De todos modos, en algún momento se lo preguntaría. Sobre todo tendría que preguntárselo a sí mismo, lo que era mucho peor, ya que él conocía la respuesta, y no era, precisamente, la de un hombre de sesenta años.
Julian intentó prolongar el momento, pero finalmente eyaculó.
El clímax acabó en una breve desaparición de todo lo pensado hasta ese instante, barrió todas las circunvoluciones de su cerebro y consolidó la certeza de que «viejo» era una condición sobre la que pesaban veinte años más de los que él tenía. Por un momento se sintió sumergido en las aguas puras y deliciosas del ahora. Nina se acurrucó contra él, y de inmediato su recelo volvió a germinar. Como si el sexo no fuera más que el preámbulo libidinosamente formulado para ocultar montones de letras pequeñas, un suntuoso portal a través del cual se llegaba directamente al cuarto de los niños, una pérfida maniobra de engaño. Desconcertado, contempló la rubia vellosidad de su pecho. No era que deseara que ella se marchara. En realidad no quería que Nina se fuera. Habría bastado con que ella se transformara en la astronauta cuyo trabajo consistía en entretener a los huéspedes, sin esa promesa húmeda en los ojos de no volver a dejarlo nunca más solo, de, a partir de entonces, ¡estar siempre ahí para él, toda la vida! Con la punta de los dedos, Julian enroscó el sedoso plumaje de la nuca de Nina, patéticamente conmovido consigo mismo.
—Debería pasarme por la central —murmuró.
Unos sonidos malhumorados y sordos cuestionaron su propósito.
—Bueno, dentro de diez minutos —aclaró él—. ¿Nos duchamos?
En el cuarto de baño podía verse la continuidad del omnipresente lujo en la decoración. De un ramillete de toberas generosamente arqueadas salió una cálida lluvia tropical, con gotas tan ligeras que, más que caer, llegaban hasta ellos flotando. Hedegaard insistió en enjabonarlo, e invirtió una enorme cantidad de espuma en una superficie bastante pequeña, aunque en plena expansión. Su preocupación de que ella lo acaparase otra vez dio paso a la nueva excitación, la cabina de la ducha ofrecía abundante espacio y toda suerte de prácticas asas para agarrarse; Hedegaard arremetió contra él y él contra ella y, ¡zas!, en eso habían transcurrido otros treinta minutos.
—Bueno, ahora sí tengo que irme —dijo Julian, envuelto en la toalla de rizo.
—¿Volveremos a vernos más tarde? —preguntó ella—. ¿Después de la cena?
Con los ojos y las orejas cubiertos por la toalla, Julian no oyó lo que Nina le dijo, por lo menos no lo suficientemente alto, y cuando se disponía a preguntarle, ella ya estaba hablando por teléfono con Peter Black sobre algún tema técnico. Rápidamente, se puso unos vaqueros y una camiseta, le estampó un beso a Nina y se escabulló antes de que ella terminara de hablar.
Unos segundos después entraba en la sala de control, donde se encontró con Lynn, sumida en una conversación en voz baja con Dana Lawrence. Ashwini Anand estaba programando las rutas para el día siguiente en un mapa tridimensional. La mitad del recinto estaba dominado por una pantalla holográfica cuyas ventanas reproducían las zonas comunes del hotel desde la perspectiva de unas cámaras de seguridad. Únicamente las suites estaban exentas de vigilancia. En la piscina estaban Heidrun, Finn y Miranda; competían a ver cuál de ellas chapoteaba más, mientras eran observadas por Olympiada Rogachova, cuyo marido estaba en el gimnasio y había iniciado una pugna con Evelyn Chambers en una competición de levantamiento de pesos colosales. Las cámaras del exterior mostraban a Mare Edwards y a Mimi Parker jugando al tenis, o por lo menos Julian supuso que se trataba de ellos, mientras que los golfistas emprendían el camino de regreso al hotel desde el otro lado del desfiladero.
—¿Todo bien por aquí? —preguntó con acentuado buen humor.
—Perfecto —dijo Lynn, sonriendo. A Julian le llamó la atención el aspecto de su hija, que estaba blanca como la cal, como si fuera ella la única iluminada por otra fuente de luz en aquella habitación—. ¿Qué tal vuestra excursión?
—Polémica. Mimi y Karla estuvieron debatiendo sobre las costumbres de apareamiento de los animales superiores. Necesitamos un telescopio en el Mont Blanc.
—¿Para verlas a ellas? —preguntó Lawrence sin el menor asomo de broma.
—No diga tonterías; para que se vea mejor el hotel. ¡Joder! Pensé que aquí arriba todos se abrazarían a causa de la emoción, y lo que hacen es echarse en cara al Espíritu Santo.
La mirada de Julian vagó hasta la ventana que mostraba la estación.
—¿Se ha marchado el tren otra vez? —preguntó.
—¿Qué tren?
—El expreso lunar, el EL-2, quiero decir, el que vino anoche. ¿Ha partido otra vez?
Lawrence lo miró como si Julian le hubiese arrojado un montón de sílabas a los pies y le hubiese exigido que las recogiera y armase una frase con ellas.
—El EL-2 no ha venido.
—¿Ah, no?
Anand se volvió y sonrió:
—No. Fue el EL-1, con el que llegaron ustedes ayer.
—Eso lo sé. ¿Y dónde ha estado? Quiero decir, entretanto.
—¿Entretanto?
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Lynn.
—Bueno, de... —Julian se interrumpió.
En la imagen únicamente podía verse, en efecto, un solo tren. Lo asaltó entonces la oscura sospecha de que ése era exactamente el expreso lunar que los había llevado hasta allí. De lo que se deducía que...
—Esta mañana arribó un tren —insistió él con obstinación.
Su hija y Dana Lawrence intercambiaron una rápida mirada.
—¿Cuál? —preguntó Lawrence con cuidado, como si caminara sobre cristales rotos.
—Pues ése —dijo Julian, señalando impaciente la pantalla.
Silencio.
—Por supuesto que no —intentó explicarle Anand nuevamente—. El EL-1 no ha abandonado la estación desde su llegada.
—Pero yo lo vi.
—Julian... —empezó diciendo Lynn.
—¡Lo vi al mirar por la ventana!
—¡No puedes haberlo visto!
Si en ese momento Lynn le hubiese hecho saber que le había prestado el tren a una docena de
aliens,
su padre se habría mostrado menos inquieto. Unas horas antes Julian se habría visto tentado a atribuirlo todo a una ilusión de los sentidos. Pero no ahora.
—Vayamos por partes —dijo, suspirando—. Esta mañana me encontré con Carl Hanna, ¿de acuerdo? Me lo tropecé a las cinco y media en el corredor, y allí...
—Por favor, ¿y qué hacías tú en el corredor a las cinco y media de la mañana?
—¡Eso ahora da igual! Antes, en cualquier caso...
¿Hanna? ¡Sí, Hanna! Tenía que preguntarle a Hanna. Tal vez él hubiera visto también ese tren misterioso. A fin de cuentas, estaba abajo antes que él, justo a la hora en que...
Un momento. Hanna salió a su encuentro viniendo de la estación.
—No puede ser —dijo para sí—. No, no y no.
—¿No? —Lynn ladeó la cabeza—. ¿No, qué?
Era descabellado, totalmente absurdo. ¿Por qué iba Hanna a emprender una escapada con el expreso lunar?
—¿No es posible que lo hayas soñado? —insistió su hija—. ¿Una alucinación?
—Estaba despierto.
—Muy bien, estabas despierto. Y, volviendo sobre el tema, ¿qué hacías a las cinco y...?
—¡Una escapada senil! Dios santo, estaba dando un paseo.
Su mirada examinó la pared con los monitores. ¿Dónde estaba el canadiense? Allí, en el club Mama Killa. Estaba repanchigado sobre un diván, sorbiendo cócteles, en compañía de los Donoghue, los Nair y los Locatelli.
—Tal vez Julian tenga razón —dijo Dana Lawrence, pensativa—. Tal vez, efectivamente, hayamos pasado algo por alto.
—Tonterías, Dana, eso no es así. —Lynn negó con la cabeza—. Ambas sabemos que no salió ningún tren. Y Ashwini también lo sabe.
—¿Lo sabemos realmente?
—No han llegado suministros, nadie ha viajado a ninguna parte.
—Eso podemos averiguarlo enseguida. —Lawrence se acercó al panel de monitores y abrió un menú—. Sólo tenemos que ver las grabaciones.
—Es ridículo. ¡Absolutamente ridículo! —La mímica de Lynn se volvió tensa—. Para ello no tenemos que ver ninguna grabación.
—La verdad es que, aunque lo intente, no puedo entender por qué te cierras tanto a la idea —se asombró Julian—. Deja que echemos un vistazo a las cintas. Deberíamos haberlo hecho de inmediato.
—Julian, aquí lo tenemos todo bajo control.
—Eso, según se mire —repuso Lawrence—. En realidad, soy yo la que lo tiene todo controlado aquí, ¿no es así, Lynn? Para ello me contrató usted. Yo soy la principal responsable de la seguridad de su hotel y del bienestar de sus huéspedes, y a ello se opone la noticia de trenes magnéticos que, de pronto, empiezan a actuar por su cuenta.
Lynn se encogió de hombros. Lawrence esperó un momento y, a continuación, con un rápido movimiento de los dedos, empezó a teclear órdenes en el ordenador. Se abrió una nueva ventana que mostró el interior de la estación. El código de tiempo indicaba que era una toma del 27 de mayo de 2025, a las cinco de la mañana.
—¿La hacemos retroceder un poco más?
—No —dijo Julian, negando con la cabeza—. Fue entre las cinco y cuarto y las cinco y media.
Lawrence asintió e hizo que la grabación pasara a cámara rápida.
Nada sucedió. El EL-1 no abandonaba la estación ni se veía arribar al EL-2. «Santo cielo —pensó Julian—, Lynn tiene razón. Estoy alucinando.» Buscó la mirada de su hija y ella lo evitó, visiblemente ofendida porque él no la hubiera creído.
—Bueno —murmuró Julian—. Nada, lo siento.
—No pasa nada —dijo Lawrence muy seria—. Podría haber sido.
—Pero no fue —gruñó Lynn. Cuando ella, por fin, lo miró, sus pupilas centelleaban de ira—. ¿Estás realmente seguro de no haber soñado ese estúpido paseo? Tal vez ni siquiera estuviste en el corredor; tal vez estuvieras, sencillamente, en la cama.
—Ya lo he dicho, lo siento. —Estupefacto, Julian se preguntó qué la encendía tanto contra él. Él sólo había querido cerciorarse—. Olvidémoslo. Me he equivocado.
En lugar de responderle, Lynn se plantó delante del panel de monitores, introdujo una serie de órdenes y abrió una segunda imagen. Lawrence la observó con los brazos cruzados, mientras que Ashwini Anand hacía como si no estuviera presente. Julian identificó el corredor soterrado, eran las cinco y veinte.
—De verdad que esto no es necesario —dijo entre dientes.
—¿Ah, no? —Lynn arqueó las cejas—. ¿Cómo que no? Pero si querías cerciorarte.