Límite (74 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Los amos de Xaxus —dijo Zhao con menosprecio—. Se reparten el día entre ellos.

—¿Y usted, no tiene ambiciones de llevarse un trozo del pastel?

—¿Cómo se le ocurre?

—¿Qué queda para alguien como usted una vez que ellos se han repartido el día?

—Da igual. —Zhao se encogió de hombros—. Yo ayudo a unos idiotas drogados a subir y a bajar de un escenario. También es una labor.

—No lo entiendo.

—¿Qué no entiende?

—No comprendo qué está haciendo en Quyu alguien como usted. Podría vivir en cualquier otra parte.

—¿Usted cree? —Zhao negó con la cabeza—. Nadie aquí puede vivir en otra parte. Nadie quiere que vivamos en otra parte.

—Quyu no es una prisión.

—Quyu es todo un concepto, Jericho. Dos tercios de la humanidad viven hoy en ciudades, el campo está despoblado. En algún momento todas las ciudades desaparecerán, fusionándose unas con otras. Son como carcinomas, tejido enfermo que se reproduce excesivamente; sólo los núcleos están sanos, pero yacen en medio de desolados desiertos. Los núcleos son santuarios, templos de desarrollo mayor. Allí viven personas, verdaderas personas. Tipos como usted. El resto es ganado, animales parlantes que se revuelcan en la ridícula idea de ser amados por un dios. La gente de aquí vegeta al nivel de los habitantes arbóreos, se multiplican, exterminan los recursos del planeta, se matan entre sí o la diñan a causa de cualquier enfermedad. Son la escoria de la Creación. La parte malograda del experimento.

—Y usted también forma parte de ello, ¿no es cierto? ¿O acaso he entendido algo mal?

—Ah, Jericho. —Zhao sonrió con autosuficiencia—. El universo tiene sus centros luminosos, y ¿por qué? Porque en medio de él reina la oscuridad. ¿Ha oído decir alguna vez que habría que iluminar la oscuridad del mundo? Es imposible. Cualquier intento de dotar de bienestar a la humanidad en su conjunto fracasa, sólo lleva a un empeoramiento de las cosas. Lo más elevado no puede equipararse a lo más bajo, tiene que desmarcarse para resplandecer. No existe la humanidad, Jericho, por lo menos no en el sentido de una especie homogénea. Existen ganadores y perdedores, conectados y no conectados, algunos que están en la cara iluminada y otros, la mayoría, que permanecen en el lado oscuro. La división es algo consumado. Nadie tiene intenciones de integrar a los Xaxus de este mundo, suprimir sus fronteras. Por cierto, tiene que doblar a la izquierda ahí delante.

Jericho guardó silencio; el Toyota avanzó traqueteando por una avenida ancha y mal reforzada, rodeada de naves industriales y mugrientos edificios de ladrillo. El sitio en el que el Wongs World y la filial de Cyber Planet quedaban frente a frente se abría formando una superficie polvorienta y dejaba visible el terreno situado detrás, el de la antigua acería, donde los altos hornos se elevaban en el aire como un mausoleo.

—No lo entiendo, Zhao. ¿Quién es usted realmente?

—¿Qué cree usted?

—No lo sé. —Jericho lo miró—. Parece tener cierta debilidad por Yoyo, pero cuando se trata de encontrarla, me obliga a pagarle como a cualquier proxeneta. Vive aquí, pero desprecia a su propia gente. De algún modo, no encaja usted con Quyu.

—Un gran consuelo —se burló Zhao—. Es como afirmar que una hemorroide es beneficiosa para el culo en el que crece.

—¿Nació usted en Quyu o la vida lo trajo hasta aquí?

—Lo segundo.

—En ese caso, podrá marcharse otra vez.

—¿Adónde?

—Bueno... —Jericho meditó—. Existen otras posibilidades. Ya veremos cómo se desarrolla nuestra sociedad temporal.

Zhao inclinó la cabeza y enarcó una ceja.

—¿Lo he entendido bien? ¿Me está ofreciendo un trabajo?

—Yo no tengo empleados fijos, pero a veces, según las características de un encargo, creo equipos. Y definitivamente es usted un tipo inteligente, Zhao. Su ataque sorpresa en el Andrómeda me impresionó, tiene una buena condición física. No puedo afirmar todavía que me caiga usted simpático, pero tampoco tenemos que contraer matrimonio. Puede que lo necesite de vez en cuando.

Los ojos de Zhao se achicaron.

A continuación sonrió.

En ese momento, Jericho sintió que estaba ante un
déjà-vu.
Vio lo familiar en lo ajeno. Como una gota de tinta oscura en un líquido transparente, se fue extendiendo rápidamente hacia los lados, de modo que al instante siguiente ya el detective no fue capaz de decir a qué atribuir esa impresión. Todo a su alrededor parecía dirigirse con prisa hacia un desenlace conocido desde hacía mucho tiempo, como en una película que ya hubiera visto y de cuyo final no podía acordarse. No, no se trataba de una película, sino más bien de un sueño, una ilusión. Una imagen reflejada en el agua, que uno destruía en el intento por retenerla.

Quyu. El mercado. Zhao a su lado.

—¿Está todo bien? —le preguntó Zhao.

—Sí. —Jericho se frotó los ojos—. No deberíamos perder más tiempo. Comencemos.

—¿Y por qué no realiza este trabajo con uno de esos equipos?

—Porque esta vez el trabajo consiste en proteger a una disidente cuya identidad no conoce nadie, salvo un puñado de iniciados. Cuantas menos personas se ocupen de Yoyo, mejor.

—¿Quiere decir eso que no ha hablado usted sobre la chica con nadie más aparte de mí?

—No. Visité a sus compañeros de piso.

—¿Y?

—No fue muy productivo. ¿Conoce a esos dos?

—De vista. Yoyo dice que no saben nada de su doble vida. Uno de ellos no tiene el menor interés en ella, y el otro se aflige porque ella no muestra ningún interés en él. Tiende a hacerse el importante.

—¿Se refiere a Grand Cherokee Wang?

—Sí, creo que se llama así. Un nombre ridículo. Es el típico fanfarrón. ¿Qué le contaron esos dos?

—Nada. —Jericho hizo una pausa—. En lo que a Wang respecta, él ya no podrá contar nada: está muerto.

—¿Cómo? —Zhao frunció el ceño—. La última vez que lo vi Parecía muy animado. Se vanagloriaba de no sé qué montaña rusa que le pertenecía.

—Nada le pertenecía —repuso Jericho, mirando en dirección a la multitud del mercado—. No pretendo engañarlo, Zhao. Lo que estamos haciendo aquí puede volverse peligroso para los que participamos. Yoyo parece haberse metido con cierta gente que camina por encima de cadáveres. Y Wang debió de morir por eso. Pensé que tenía que saberlo.

—Hum. Bueno.

—¿Sigue dispuesto a participar?

Zhao dejó transcurrir un instante. De repente, parecía algo cortado.

—Escuche una cosa, en cuanto al dinero...

—No, está bien.

—No, escúcheme, no quiero que se lleve una impresión equivocada. Lo ayudaría de todos modos aunque no sacara nada. Sólo que... necesito esa pasta, es todo. Quiero decir, ha visto usted a esos tipos al borde de la calle, ¿verdad?

—¿Los que se reparten el día?

—Sería fácil entrar en su juego. Siempre cae algo. La mayoría de la gente aquí vive de eso, de lamerles las botas. ¿Me entiende?

—Supongo que sí.

—Y usted no hace todo esto sin cobrar nada, ¿no es cierto?

—Escúcheme, Zhao, no tiene que disculparse por na...

—No me estoy disculpando. Sólo estoy aclarando algunas cosas. —Zhao metió las gafas y el escáner en la mochila—. ¿Cuánto tiempo pretende mantener la vigilancia?

—Todo el tiempo que sea necesario. He pasado hasta tres semanas apostado delante de la puerta de un edificio.

—¿Cómo? ¿Y la señora de la casa no le pidió que entrara? —Zhao abrió la puerta—. Bueno, de algún modo encaja.

—¿A qué se refiere?

Zhao se encogió de hombros.

—¿Alguien le ha dicho alguna vez que parece usted el hombre más solitario del mundo? ¿No? ¡Que le vaya bien, tontaina!

A Jericho se le agolparon, en la punta de los labios, miles de respuestas, pero por desgracia ninguna que diera fe de su superioridad. Vio cómo Zhao vagaba sin prisa hasta el Wongs World, entonces dio media vuelta y regresó a su filial, donde colocó el Toyota de tal modo que el escáner dispuesto bajo el espejo interior abarcara una parte del mercado. Entonces bajó del coche, rodeó el área a pie y se decidió por dos edificios cuya situación le pareció la apropiada. Cada uno de ellos ofrecía suficientes posibilidades para instalar los demás escáneres. Dejó uno bajo el desmoronado poyete de una ventana y el otro en una de las grietas. Los aparatos, unas bolitas brillantes de color negro y el tamaño de un guisante, exploraron por su cuenta el entorno y desplegaron unas diminutas patas de telescopio con las cuales se aferraron a la piedra.

El mundo de Wong estaba rodeado.

Una ráfaga de viento recorrió los pervertidos desfiladeros de aquella ciudad de las tríadas, agitando toldos, prendas de ropa y nervios. Entretanto, la temperatura se había vuelto insoportablemente bochornosa, el cielo era como una mortaja. Poco después, unas gotas aisladas y gruesas golpearon el suelo como heraldos de un diluvio anunciado por el lejano rugido de los truenos. Los negocios cerraron sus puertas. Jericho se puso sus gafas y entró en el vestíbulo del Cyber Planet

En principio, todas las filiales de la cadena tenían el mismo aspecto. El cliente era recibido por máquinas automáticas estándares, dispuestas como adosados, con ranuras para el dinero en efectivo y aberturas electrónicas para el pago a distancia. Tras pagar, tenía lugar el fichaje, y sólo entonces se tenía acceso al sanctasanctórum. Dos empleados charlaban tras un mostrador sin echar una ojeada a los monitores. Por lo visto, muchos de los usuarios eran clientes fijos. No se detenían demasiado tiempo delante de las máquinas automáticas, sino que miraban a unos escáneres de ojos, aguardaban a que las puertas de cristal blindado se abrieran y entraban en la zona situada detrás, con el paso vacilante de quienes se han quedado ciegos de adultos.

Allí se alineaban consolas de juego y tumbonas transparentes, equipadas con gafas holográficas. Una galería ofrecía sitio para dos docenas de
full-motion-suits
, unos anillos entrelazados de hasta tres metros de diámetro a los que el cliente se dejaba uncir, vistiendo unos trajes con sensores, con los que se podía disfrutar de una absoluta libertad de movimiento. Más atrás se pasaba a las cabinas individuales, que podían cerrarse con llave, los baños, las duchas y los panales para dormir. La pared posterior de aquel gigantesco recinto estaba ocupada por una especie de supermercado con bar. Unas fachadas de cristal hasta el suelo garantizaban vistas a la calle y al mercado. Aparte de los vigilantes del recibidor, no había personal. Todo estaba automatizado. En teoría, no había necesidad de salir nunca del Cyber Planet, suponiendo que alguien estuviera dispuesto a satisfacerse durante el resto de su vida con comida rápida y refrescos. La cadena atraía a sus clientes con ofertas fijas de hasta un año, con las que uno no tenía que hacer nada más salvo recorrer, con una de aquellas gafas, los universos virtuales, ya fuera como observador pasivo o como creador activo. Allí se soñaba, se malsonaba, se vivía y se moría.

Jericho pagó por veinticuatro horas. Cuando entró en el recinto, casi la mitad de las tumbonas estaban ocupadas, y la mayoría estaban situadas a lo largo de la fachada de cristales. Por razones inescrutables, la mayor parte de los clientes buscaban la cercanía de la calle, a pesar de que, gracias a las gafas y los auriculares, permanecían completamente aislados del mundo exterior. Jericho divisó un sitio libre desde el cual tenía una vista completa del Wongs World y del cruce donde estaba aparcado su coche, se echó en la tumbona y pulsó el botón situado en la patilla de sus gafas. El frente se reflejó en los cristales. Entonces el detective se introdujo en el oído el receptor a distancia de su móvil y se preparó para pasar una larga noche.

O varias.

Tal vez Yoyo ya hubiera puesto pies en polvorosa, y él y Zhao estaban allí agazapados, como dos idiotas, en aquella estación de servicio donde la gente acudía a repostar pesadillas.

Jericho bostezó.

De repente fue como si algo absorbiera la luz de las calles. El frente de tormenta se vertió sobre Quyu y dejó caer un torrente de una agua negra como la pez. En unos pocos segundos, la calle estaba llena de basura flotante, la gente corría como loca de un lado para el otro, con los hombros encogidos, como si eso la ayudara a no quedar del todo empapada. Los consecutivos bombardeos de breves y violentos truenos se aproximaron. Jericho miró hacia el cielo partido en dos por las descargas eléctricas.

Era el preámbulo de un naufragio.

Al cabo de una hora, todo había pasado, pero la calle se había transformado temporalmente en una versión en miniatura del río Yangtsé; la basura atascada había formado una graciosa reproducción de la presa de las Tres Gargantas. La tormenta se alejó tan rápidamente como había llegado, y aquel consomé de suciedad inició su retirada, arrastrando consigo los exponentes de una sociedad de desecho y dejando tras de sí innumerables ratas ahogadas que, gracias al vapor que ascendía desde la calle, conferían a la escena un aspecto teatral. Una hora más tarde, una bola abrasadora de color rojo intenso había ganado la batalla contra las nubes y dispensaba su fuego sobre unas calles despobladas de turistas. El Wongs World dio entonces la bienvenida a una clientela de figuras pálidas, mujeres que salían de carpas y cobertizos —la insípida promesa de la noche— o se apostaban en el cruce, escasas de ropa.

Hacia las once, un joven soltó un profundo suspiro en la tumbona situada junto a Jericho, se arrancó las gafas de los ojos, se incorporó y arrojó una cascada de vómito líquido entre sus piernas. Los sistemas de autolimpieza de la tumbona se activaron con un zumbido, absorbieron aquello y cubrieron la superficie de desinfectante.

Jericho le preguntó si podía ayudarlo en algo.

El joven, de apenas unos dieciséis años, le dedicó un insulto dicho entre dientes y salió dando tumbos en dirección al bar. Estaba demacrado, su mirada ya no notaba la presencia de las cosas. Al cabo de un rato regresó masticando algo, algo que ni siquiera él mismo debía de saber con exactitud lo que era. Jericho sintió la urgencia de hacerle comprender el grado de deshidratación que experimentaba su cuerpo y regalarle una botella de agua, una botella que, probablemente, el joven, en gratitud, le habría arrojado en pleno rostro. Si algo había quedado en sus ojos era la llameante agresividad de los que temen perder sus últimas ilusiones.

Y ninguno de los escáneres emitía aún la señal salvadora.

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