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Authors: Schätzing Frank

Límite (153 page)

BOOK: Límite
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—De nada, es sólo que...

—¿Quién es usted? ¿La maldita Gestapo?

—Eh. —Jericho tomó a Tu por los hombros e intentó que se sentase de nuevo, lo que fue como intentar atrasar un parquímetro—. Nadie te está acusando de nada. Ellos tienen que verificar nuestra versión. ¿Por qué, sencillamente, no le cuentas...?

—¿Que le cuente qué? —Tu le clavó la mirada—. ¿A quién? ¿A ése? ¿Tengo que contarle cómo la policía me trató durante medio año de mi vida, hasta el punto de que todavía hoy me levanto empapado en sudor cuando sueño con eso? ¿Que tengo miedo a dormirme y que todo vuelva a empezar de nuevo en mis sueños?

—No, sólo... —Jericho se detuvo. ¿Qué acababa de decir su amigo?

—Tian —dijo Yoyo, poniéndole una mano sobre el puño.

—No, ya estoy harto —dijo el chino, quitándosela de encima y soltándose del agarre de Jericho—. Quiero irme a un hotel. ¡Ahora mismo! Quiero hacer una pausa, que me dejen en paz aunque sea por una hora.

—No tendrá que ir a un hotel —dijo Edda Hoff—. Tenemos habitaciones para huéspedes en el Big O. Puedo pedir que le preparen una.

—Pues hágalo.

El hombre del MI6 colocó el librito delante de él en la mesa y desatornilló su torso para dirigirse hacia donde estaba Tu, que ya se marchaba.

—El interrogatorio no ha acabado. No puede irse así como...

—Claro que puedo —dijo Tu al salir—. Si necesita a algún imbécil al que poner bajo sospecha, escójase a sí mismo.

A Jericho le habría gustado preguntarle a Tu —normalmente tan sereno y dueño de sí, en cuya casa, hacía pocos días, había estado entrando y saliendo la policía china— qué había desatado de aquella forma su temperamento, pero la fuerza centrífuga de las investigaciones lo arrastró de una conversación a la otra. Su amigo desapareció bajo el cuidado de la notablemente atenta Edda Hoff, y el investigador del MI6 continuó con lo suyo. Hasta que llegó Jennifer Shaw le quedaron todavía unos pocos segundos de ácido malestar, sobre todo teniendo en cuenta que Yoyo, la guardiana de aquellos oscuros secretos, tenía la mirada clavada al frente, conjurada con Tu en la desgracia.

—Creo que, una vez más, sabes algo que yo no sé —dijo el detective.

La joven asintió en silencio.

—Y lo que sabes no me incumbe.

—No puedo contártelo —repuso Yoyo volviendo la cabeza hacia él. Sus ojos brillaron como si el arranque de ira de Tu hubiera abierto nuevas grietas en el dique de su autodominio.

Poco a poco, a Jericho empezaba a parecerle que toda la familia Chen, junto con su acaudalado mentor, estaba al borde de un ataque de nervios, siempre en peligro de reventar debido a la presión de flatulencias traumáticas. Fuera lo que fuese lo que ocupaba la mente de la joven, empezaba a sacarlo de quicio.

—Entiendo —gruñó.

Y, en efecto, lo entendía. El fenómeno de la lengua paralizada, aun cuando uno tuviera ganas de hablar, le resultaba familiar. En silencio, contempló sus dedos, agrietados, con las uñas romas y las cutículas sin arreglar. De algún modo, poco atractivo. Era un hombre aseado, pero no se cuidaba. Cita de Joanna. Hasta entonces, Jericho no había podido encontrar una diferencia entre ambos, pero en ese momento no le habría gustado darse a sí mismo la mano. No se quería nada. Yoyo no se quería, Chen tampoco, y Tu, la roca, sobre quien parecía reposar todo egocentrismo, tampoco se quería a sí mismo, lo que resultaba sorprendente. ¿Quedaba alguna cabeza en la que el pasado no reposara, creando una capa de moho?

Jennifer Shaw entró en la habitación.

—He oído que ya no tienen ganas de continuar con la conversación.

—Ha oído mal —dijo Yoyo, enjugándose los ojos—. De lo que no tenemos ganas es de que gente que no conoce nuestra historia quiera plantar su culo de elefante sobre nuestro estado de ánimo.

—El SIS ha cerrado su compilación de datos. —Shaw repartió un delgado montoncito de papeles—. Los tres son personas creíbles.

—Oh, gracias.

—En realidad, pueden reunirse ya con su amigo Tian. Les estoy muy agradecida, y lo digo en serio. —Los ojos grises y azulados de la mujer decían exactamente lo mismo y un poco más.

—¿Pero...?

—Les estaría mucho más agradecida si continuaran ayudándonos a esclarecer todo este asunto.

—Nos alegramos de que nos permita participar —dijo Jericho.

—Entonces, ese punto queda aclarado para satisfacción de ambas partes, supongo —dijo Shaw, y se sentó—. Ustedes están familiarizados con el mensaje cifrado, han podido especular sobre las partes que faltan con más intensidad que nosotros, tuvieron contacto con Kenny Xin, conocen la participación de Pekín en los golpes de Estado llevados a cabo en África, la
mini-nuke
coreana, una conspiración que opera a espaldas de todas las instituciones estatales. ¿Querrían oír algo ahora que no sepan, sólo para variar? ¿Les dice algo el nombre de Gerald Palstein?

—Palstein... —Jericho exploró cada rincón de su memoria—. Nunca he oído ese nombre.

—Es una figura del ajedrez. Una torre, o más bien una reina, movida por las circunstancias. Palstein es el director estratégico de EMCO.

—¿EMCO, el gigante petrolero?

—Un gigante petrolero que se desmorona. Más bien se trata del número uno de los consorcios conservadores, y actualmente parece sucumbir por una sobredosis de helio 3. La misión de Palstein debía ser salvar EMCO, pero en lugar de ello no le ha quedado más remedio que suspender ciertos proyectos de exploración, cerrar filiales una tras otra y mandar al paro a comunidades enteras. Desde el lado de la política no sucede mucho. Tanto más notable resulta que Palstein no dé por perdida la partida. En oposición a la jefatura de la empresa, se ha interesado desde hace años por las energías alternativas, y de un modo especial por nosotros. Le habría gustado cerrar un trato con nosotros, pero por entonces pensaba que nos dedicábamos a ensayar con viajes en el tiempo y rayos
beam.
No se tomaron el tema en serio, es decir, el del helio 3, el ascensor espacial, etcétera, y cuando apareció el efecto misionero de los hechos, ya nadie los tomaba en serio a ellos. Palstein, sin embargo, parece firmemente decidido a ganar la pelea.

—Suena quijotesco.

—Eso sería subestimarlo. Gerald Palstein no es el tipo de persona que lucha contra molinos de viento. Él sabe que ya no puede derrotar al helio 3, por lo que quiere entrar en el negocio. El único camino posible pasa a través de nosotros, y EMCO aún no está arruinado del todo. Sólo que hay un montón de gente que preferiría ver cómo los miles de millones que quedan se invierten en el aseguramiento social de los empleados. Palstein, por el contrario, propaga la idea de que el mejor seguro es la subsistencia del consorcio, y que el dinero es mejor invertirlo en proyectos que ayuden a su preservación. Posiblemente eso trajo como consecuencia que le dispararan con un fusil.

—Un momento —dijo Jericho, prestando más atención—. Sobre eso se dijo algo en la red. ¡Un atentado a un directivo del ramo petrolero! ¡Ya me acuerdo! Fue el mes pasado en Canadá. Estuvieron a punto de acertarle.

—Le acertaron, pero por suerte sólo le dieron en el hombro. Pocos días antes, él y Julian habían negociado una participación de EMCO en Orley Space. En ese encuentro se acordó que Palstein viajara a la Luna con el grupo para la inauguración no oficial del Gaia. Él se había ganado ese puesto desde hacía años, pero con una herida de bala y un brazo en cabestrillo no se vuela a la Luna.

—Entiendo. Y su lugar pasó a ocuparlo Carl Hanna. El tipo del que Orley sospecha, sobre cuyo rastro ha puesto usted a Norrington.

Los dedos de Shaw se deslizaron por el tablero de la mesa. En la pantalla apareció la cara de un hombre, de rasgos duros, cejas poderosas, barba y pelo cortado al milímetro.

—Carl Hanna, inversionista canadiense. O, por lo menos, así se presenta él. Por supuesto que Norrington lo verificó cuando se estaba conformando el grupo. Y ahora ya no es necesario poner bajo la lupa a gente como Mukesh Nair u Oleg Rogachov...

—Rogachov —repitió Yoyo.

Shaw señaló una pila de hojas impresas.

—Les he confeccionado una lista de los invitados a ese viaje en compañía de Julian. Hay algunos que podrían resultarles más conocidos. Finn O'Keefe, por ejemplo...

—¿El actor? —Los ojos de Yoyo brillaron—. ¡Claro!

—O Evelyn Chambers. Todos conocen a la reina de las presentadoras de la televisión americana. Miranda Winter, protagonista de diversos escándalos, la flor y nata de la prensa del corazón, pero el dinero gordo lo tienen los auténticos inversionistas. La mayoría de ellos son gente muy conocida; Hanna, en cambio, era como una hoja en blanco para nosotros. Hijo de diplomático, nacido en Nueva Delhi, se mudó a Canadá y allí realizó estudios de ciencias económicas en Vancouver, bachiller en artes y ciencias. Luego se metió en el negocio de la Bolsa y las inversiones, siempre con esporádicas estancias en la India. Se estima que posee una fortuna de quince mil millones de dólares tras haber heredado mucho dinero y haberlo invertido con acierto, sobre todo en el ramo del petróleo y el gas natural y, más tarde, en el momento justo, en el campo de las energías alternativas. Tiene participaciones en la empresa Lightyears, de Warren Locatelli, en la de Marc Edwards, Quantime Inc., y en muchas otras. Según los datos de que disponemos, pretendía invertir desde el principio en el helio 3, pero en un inicio el asunto le resultó demasiado vago.

—Y eso cambió, según sabemos ahora.

—Y, con ello, la predisposición para una inversión. Hace un año y medio, con motivo de un torneo de vela organizado por Locatelli, conoció a Julian y a Lynn, su hija. Había simpatías, pero lo decisivo fue cuando Hanna, pensando en voz alta, dijo que tenía intenciones de subvencionar el programa espacial de la India, debido a sus antiguos vínculos con ese país. Y eso fue, en definitiva, lo que hizo que Julian se decidiera. Para esa fecha, el grupo que viajaría a la Luna ya estaba conformado, pero Julian le ofreció un viaje para el año siguiente. —Shaw hizo una pausa—. Usted es un investigador experto, Owen. ¿Cuántas partes del currículo de Hanna podrían ser falsas?

—Todo —respondió Jericho.

—Hay constancia de sus participaciones como inversor.

—¿Desde cuándo?

—La entrada de Hanna en Lightyears se produjo hace dos años.

—Dos años no son nada. Las largas estancias en el extranjero y la posibilidad de que haya nacido fuera son el uno más uno de cualquier pequeño agente. Es precisamente en esos países donde cualquier investigación se va al traste, a nadie le asombra allí que una partida de nacimiento desaparezca. Las chapuzas de las autoridades locales están a la orden del día. Lo segundo, su condición de inversionista. Es la tapadera por excelencia. El dinero no tiene personalidad, no deja una huella duradera. Nadie puede demostrar quién ha estado invirtiendo realmente ese dinero ni desde cuándo. Con un poco de preparación, uno puede sacarse del sombrero a alguien como Hanna, y cualquiera estaría dispuesto a jurar que es un conejo. ¿Lo conoce personalmente?

—Sí. En ese sentido es simpático. Atento, amable, no es muy hablador. El típico solitario.

—¿Pasatiempos? Seguro que serán actividades que pueda practicar en solitario.

—Bucea.

—El buceo, el montañismo..., son los intereses típicos de muchos agentes e investigadores encubiertos. Ni aquí ni allá necesita testigos.

—Toca la guitarra.

—También encaja. Un instrumento crea la impresión de autenticidad y le granjea simpatías. —Jericho apoyó el mentón entre las manos—. Y ahora seguro que usted piensa que Palstein debía ser sacrificado para dejar libre su puesto para Hanna.

—Estoy convencida de ello.

—Pues yo no —objetó Yoyo—. ¿Acaso no podrían haber añadido a Hanna al grupo si éste hubiera suplicado un poco? Quiero decir, una persona más o menos, por eso no es necesario dispararle a nadie.

Shaw negó con la cabeza.

—Cuando se trata de viajes al espacio, el asunto es algo distinto. Uno va a un lugar en el que no hay recursos naturales, ni para el desplazamiento ni para el mantenimiento de la vida. Cada bocanada de aire que usted respira, cada bocado que toma, cada trago de agua hay que calcularlo de antemano. Cualquier kilo de más a bordo de un transbordador espacial se refleja en el consumo de combustible. Ni siquiera el ascensor espacial constituye en ese sentido una excepción. Cuando está lleno, lo está. En un vehículo que se acelera hasta doce veces por encima de la velocidad del sonido, nadie quiere viajar de pie.

—¿Y qué le ha dicho Norrington hasta el momento?

—Bueno, el currículo parece estar limpio. Está trabajando en ello.

—¿Y está usted completamente segura de que Hanna es nuestro hombre?

Shaw guardó silencio por un momento.

—Mire, su amigo fallecido..., Vogelaar, deja caer una serie de insinuaciones que apuntan hacia China y al Grupo Zheng, sobre todo. Antes los malos eran los rusos, ahora son los chinos. ¿Acaso debe preocuparnos que Hanna sea tan chino como un perro de montaña galés? Si verdaderamente Pekín está detrás del ataque, no podrían haber hecho nada mejor que enviar allí arriba a un occidental, para que viajara de modo oficial en nuestro ascensor y recibiera una invitación al Gaia. Alguien que pudiera moverse libremente allí arriba. Pero, Owen, yo estoy segura de que Hanna es nuestro hombre. El propio Julian nos ha entregado la confirmación, antes de que la conexión se cortara.

Yoyo echó una ojeada a la lista de huéspedes y la apartó de nuevo.

—Eso quiere decir que cuanto más sepamos sobre el atentado a Palstein, tanto mejor entenderemos lo que está sucediendo en la Luna. ¿Dónde tiene su sede el tipo? ¿Dónde está la sede de EMCO? ¿En Estados Unidos?

—En Dallas —dijo Shaw—. Texas.

—Estupendo. Siete, no, seis horas de diferencia. El amigo Palstein está haciendo su pausa para almorzar. Llámelo.

Shaw sonrió.

—Precisamente me proponía hacer eso mismo.

DALLAS, TEXAS, ESTADOS UNIDOS

El despacho de Palstein estaba situado en el piso diecisiete de la central de EMCO, en la vecindad de varias salas de conferencias y reuniones, que, a modo de sótano mal impermeabilizado, se llenaban nuevamente cada hora con las sucias aguas de las malas noticias, cada vez que uno las creía ya vacías. La reunión en la que había estado prisionero durante dos horas no era una excepción. Un proyecto de exploración ante las costas de Ecuador, a tres mil metros de profundidad en el mar, que había empezado como una osada y prestigiosa empresa, era en la actualidad una herencia herrumbrosa. Dos plataformas sobre las que había que preguntarse si era mejor trasladarlas a tierra o bien hundirlas, una decisión, esta última, que no era tan fácil de asumir tras la legendaria debacle de Brent-Spar.

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