Authors: Schätzing Frank
—No, Gerald —suplicó ella—. Sólo veinticuatro horas, deme tan sólo veinticuatro horas, ¡en cualquier buena novela policíaca se conceden esas veinticuatro horas! Mañana bien temprano volaré a Vancouver, luego todo será elevado a la condición de asunto del jefe, y todo Greenwatch se pondrá a trabajar en la historia. Mañana por la noche sabré lo que haya de esa conferencia de marras, para quién trabaja Gudmundsson, y si no es así, le juro que subiremos a la policía a nuestro carro. Ésa es mi promesa para usted, usted sólo debe darme ese tiempo.
Palstein miró con sus melancólicos ojos y suspiró.
—Muy bien. ¿A cuántas personas les ha mostrado las fotos de Gudmundsson y del asiático?
—A algunas. Nadie sabe quién es el gordo.
—¿Y el asunto de Ruiz?
—Hay tres o cuatro personas que están al tanto. Pero la única que lo sabe todo soy yo.
—Entonces, por lo menos hágame un favor. Déjelo todo hasta que llegue a Vancouver. Hasta ese momento, no haga nada que pueda sacar más cochinillas de debajo de las piedras.
—Hum. Está bien.
—¿Me lo promete? —preguntó él, desconfiado.
—Palabra de honor de una india. Ya sabe lo que eso significa Para mí.
—Claro —sonrió el empresario—.
Shax'saani Keek?
—Cuídese, Gerald.
—Y usted, llámeme cuando haya llegado a Vancouver.
—Lo haré inmediatamente.
Keowa puso fin a la conexión. La imagen de Palstein se desvaneció. Algo confundida, la periodista comprobó que se sentía atraída por aquel hombre de una manera muy peculiar. Aunque era un melancólico, cultivaba un amor abstracto por las matemáticas y escuchaba la extravagante música de compositores vanguardistas muertos. Además, era más bajito y delgado que ella, de aspecto casi frágil y pelo escaso; en fin, era el opuesto absoluto del tipo masculino y de anchos hombros que a ella le gustaba. Tenía rasgos bien proporcionados, eso sí, aunque no eran especialmente marcados, sólo sus ojos aterciopelados tenían algo que la conmovía. Pensativa, Keowa miraba la pantalla apagada cuando, de repente, alguien movió una silla frente a ella, ruidosamente.
—Me muero de hambre —dijo su aprendiz—. ¿Dónde está la carta?
Keowa guardó el teléfono móvil.
—Espero que te hayas aplicado. Te cambio unos filetes por más datos. Siempre en una relación proporcional.
—Pues lo que traigo debería bastar para un chuletón de un kilo —dijo el joven, extendiendo sobre la mesa una docena de papelitos—. Presta atención. He telefoneado a Eagle Eye, la empresa de seguridad que provee los guardaespaldas de Palstein. Los he abordado con la historia de la periodista amenazada que necesita protección por andar investigando un tema muy candente; también les he dicho que hace poco conociste a Gudmundsson, del que te había hablado, en los mejores términos, tu amigo Palstein, blablablá. Me han dicho que Gudmundsson era un profesional independiente y que, en estos momentos, estaba bastante ocupado con la protección del ejecutivo petrolero, tendrían que ver si todavía tenía capacidad libre; en cualquier otro caso, pondrían a tu disposición otro equipo hecho a tu medida. Por cierto, ya te conocían.
Keowa enarcó las cejas.
—¿Ah, sí?
—De tus reportajes en la red. Se mostraron bastante entusiasmados con la idea de proteger a Loreena Keowa.
—Qué halagüeño. ¿Trabajan con mucha gente de fuera?
—Casi sólo con ellos. La mitad son ex policías, el resto se compone de hombres de las tropas especiales,
rangers
del Ejército y Boinas Verdes. Otros estuvieron antes en ejércitos privados que operan a nivel global. Hay, además, ex agentes de inteligencia especializados en logística y en la obtención de información, preferentemente de la CIA, el Mossad y el Bundesnachrichtendienst alemán. En especial, los alemanes tienen excelentes contactos, me dijeron, y también los israelíes, por supuesto, pero a veces también llegan extraviados a Eagle Eye algunos tipos del KGB, o incluso chinos y coreanos. Si uno lo solicita, ponen a tu disposición el currículo de cualquier colaborador. ¡No tienen secretos! Al contrario. Los currículos forman parte de su reputación.
—¿Y Gudmundsson?
—Es mitad islandés, de ahí el nombre. Se crió en Washington. Fue un ex miembro de las tropas especiales, los Seals, tiene formación como francotirador y ha estado metido en toda clase de asuntos sucios. A los veinticinco años se unió a un ejército privado llamado Mamba.
—No me suena de nada.
—A principios del milenio operaban en Kenia y Nigeria, y luego continuaron hasta convertirse en una empresa parecida registrada en África occidental, la African Protection Services, cuya abreviatura es APS.
—Hum, África.
—Sí, pero desde hace cinco años ha vuelto a residir en Estados Unidos. Pone su mano de obra a disposición de distintas empresas de seguridad privadas, como Eagle Eye y otras. Es, en toda regla, un jefe de proyectos.
Keowa reflexionó. ¿África? ¿Desempeñaba algún papel el sitio donde hubiera trabajado Gudmundsson antes? Lo que sí estaba claro era que había traicionado a un cliente de la empresa que le daba trabajo. ¿Estaría Eagle Eye detrás de todo? Eso no podía descartarse ni darse por sentado. Aquella empresa era considerada seria, y sus servicios eran reclamados por figuras prominentes del mundo de la economía y el espectáculo. Lo interesante era que Eagle Eye hubiera contratado a Gudmundsson justo por la fecha en que desapareció Ruiz. ¿Qué había hecho Gudmundsson entre el 2 y el 3 de septiembre de 2022? ¿Dónde estaba aquella noche en que Ruiz se había esfumado? ¿En Perú, tal vez?
—¿Y esto es todo? —preguntó Keowa—. ¿No hay nada más?
—¡Venga ya! ¡No está nada mal!
—Bueno, esto dará para unas patatas asadas —dijo ella, sonriendo—. ¡Bien, de acuerdo, de acuerdo! ¡También para dos raciones de churrasco!
30 de mayo de 2025
En los escenarios dibujados por los exobiólogos, la vida extraterrestre era posible también allí donde uno menos se la esperaba. Criaturas singulares habitaban en chimeneas volcánicas, resistían vivir en océanos de azufre y amoníaco, germinaban bajo las corazas de ciertos satélites cubiertos de hielo o se deslizaban, con letárgica majestuosidad, por la multicolor vertical celeste de Júpiter, como gigantes alados con forma de mantas marinas, cuyos compartimentos corporales, llenos de hidrógeno, los preservaban de ser aplastados contra el núcleo metálico de aquel gigante gaseoso.
A las seis y media de la mañana, una de esas criaturas se aproximaba a Berlín.
La luz fría e intensa del alba hizo que su piel reluciera cuando tomó la curva y empezó a descender. Su envergadura alcanzaba casi unos cien metros. El fuselaje y las alas se unían sin costuras y desembocaban en una diminuta insinuación de cabeza, la cual, comparada con el tamaño total, daba fe de una inteligencia rudimentaria. Sin embargo, las apariencias engañaban. En realidad, allí se concentraba la eficiencia de cálculo de cuatro sistemas informáticos autónomos que mantenían en el aire aquel cuerpo imponente, bajo la supervisión del piloto y el copiloto.
Era el único vuelo de Air China que en esos momentos se dirigía a Berlín. Tenía capacidad para mil pasajeros. Sus constructores, que ya no estaban dispuestos a atornillar las alas a unos tubos, habían creado un cuerpo hueco, plano y simétrico que tenía asientos hasta en las puntas de sus alas, todo un milagro de la aerodinámica. Empotrados en la popa estaban los motores del gigante. Su diámetro, de dimensiones exorbitantes, desarrollaba su elevada fuerza de propulsión incluso durante los pequeños giros y, al mismo tiempo, la forma de raya favorecía la fuerza ascensional y no generaba casi ninguna turbulencia, lo que reducía el consumo y disminuía el ruido de vuelo a unos soportables sesenta y tres decibelios. Los constructores habían renunciado incluso a las ventanas en favor de la aerodinámica. En su lugar, unas cámaras diminutas situadas a lo largo del fuselaje transmitían el mundo exterior a unas pantallas de 3D que simulaban las ventanillas de cristal habituales. Aquel vuelo se convertía en un lujo de los sentidos. Los malestares se presentaban en todo caso en los asientos baratos de las puntas de las alas, que, durante el vuelo en curva, se elevaban o descendían hasta unos veinticinco metros y sufrían los tirones de cualquier turbulencia.
Sin embargo, el hombre que ahora regresaba con paso ligero a su asiento desde el servicio de masaje de a bordo disfrutaba de un alojamiento en el salón platino. Allí, las cámaras de simulación transmitían nada menos que la perspectiva de la cabina de los pilotos, un panorama fascinante con una representación espacial perfecta. El hombre se dejó caer en el asiento y bajó los párpados. Su asiento estaba situado exactamente en la línea axial del avión, una enorme casualidad, a la vista del escaso plazo con que se había hecho la reserva. En cualquier caso, las personas que habían comprado el billete para él conocían muy bien sus preferencias. En correspondencia, habían sabido mimar la fortuna. Sabían que él habría viajado igual en una de las puntas de las alas, en la cesta de un globo, atado a la parte inferior de un zepelín o entre las garras del pájaro
Roc,
en lugar de darse por satisfecho con el asiento situado justo al lado del centro. El centro era el centro, era algo que no se debatía. Cuanto más pequeña fuera la desviación del ideal, tanto menos la soportaba él, y tanto más sentía el apremio de corregir de inmediato la mácula.
Bañados por la luz del sol, vio los alrededores de Berlín, atravesados por superficies verdes, arterias de agua y relucientes lagos. Luego vio la ciudad en sí misma, una caja tipográfica con tipos de diferentes épocas. Las sombras se alargaban bajo la luz matutina. El ala volante describió una curva de ciento ochenta grados, descendió en dirección al suelo, pasando disparada por encima de bloques de edificios, jardines y avenidas, y continuó descendiendo cada vez a mayor velocidad. Por un momento, desde su expuesta atalaya, pareció como si fueran a clavarse de frente en la pista, pero entonces el piloto levantó la nariz del avión y tocaron suelo de un modo apenas perceptible.
Igual de imperceptible fue el cambio que se produjo en el ambiente dentro del avión. El futuro, insertado durante las últimas horas en el aire y en la buena fe, cobraba una fuerza real. Surgieron conversaciones, se guardaron rápidamente revistas y libros, y el avión alcanzó la posición de parada. Unas esclusas del tamaño de portones se abrieron, y el flujo de pasajeros empezó a repartirse por la vastedad del aeropuerto. El hombre cogió su equipaje de mano y fue uno de los primeros en salir del aparato. Desde entonces, sus datos ya estaban guardados en el sistema del aeropuerto local. Menos de veinte minutos después del despegue en Pudong, la compañía Air China había transmitido su expediente a las autoridades alemanas; además, también ahora les pasaban las grabaciones realizadas por las cámaras de a bordo. Cuando se acercó a las puertas de control, el ordenador alemán ya sabía lo que había comido y bebido durante el vuelo, lo que había leído, las películas que había visto, con qué azafatas había flirteado o a cuál le había gruñido, cuántas veces había visitado los servicios... El sistema disponía, además, de un portafolio digital con una prueba de voz, huellas dactilares, de iris y, por supuesto, conocía la primera dirección de su estancia en Berlín, el hotel Adlon.
El hombre, primero, colocó su teléfono móvil y luego su mano derecha sobre la superficie del escáner, dijo su nombre y miró a la cámara de la esclusa automatizada mientras el ordenador leía sus coordenadas RFID, la identificación por radiofrecuencia. El sistema comparó los parámetros, lo identificó y lo dejó pasar. Directamente detrás de la puerta automatizada se alineaban unos mostradores ocupados por personas de carne y hueso. Dos mujeres policías metieron su equipaje a través del aparato de rayos X y le hicieron preguntas sobre el propósito de su visita. Él les respondió con amabilidad pero ligeramente ausente, como si ya, en sus pensamientos, estuviera en la próxima reunión. Las agentes quisieron saber si era la primera vez que estaba en Berlín. Él dijo que sí; lo cual era cierto, ya que jamás había visitado antes la ciudad. Sólo cuando le devolvieron su móvil, él dejó que su tono de voz se insuflara de cierta cordialidad y les deseó a las dos agentes un buen día, que ojalá no tuvieran que pasar totalmente detrás de aquella ventanilla. Al hacerlo, miró a la más joven de las dos policías a los ojos y le hizo llegar el mensaje no verbal de que no tendría nada en contra, por ejemplo, de pasar esa maravillosa y soleada mañana berlinesa con ella.
Una breve y conspirativa sonrisa le llegó aleteando, pero eso fue lo más extremo que la joven se permitió. Con dicha sonrisa le decía: «Eres, sin duda, un tipo muy bien parecido, y llevas un traje hecho a medida; nosotras, las dos, sabemos muy bien lo que queremos, así que gracias por las flores y ahora vete al diablo.» Su voz, en cambio, le dijo:
—Bienvenido a Berlín, Zhao Xiansheng. Que disfrute de su estancia.
Zhao continuó. Le gustaba que la gente, en aquel país, supiera emplear la forma correcta de dirigirse a las personas. Desde que el chino era asignatura obligatoria en la mayoría de las escuelas europeas, uno podía moverse por el mundo con la certeza de que la gente no confundiría el nombre de pila y los apellidos de los nombres tradicionales chinos, a los que añadiría el apelativo correcto para «señor» o para «señora». En la salida lo esperaba un hombre pálido y calvo con ojos de San Bernardo y mofletes. Era alto y de complexión fuerte, y llevaba una chaquetilla de cuero cerrada hasta el cuello.
—Failté,
Kenny —dijo el hombre en voz baja.
—Mickey. —Xin lo saludó con un sonoro golpe en el hombro, sin disminuir un ápice su paso—. ¿Cómo les va a los demás miembros del IRA?
—Han muerto un par de ellos. —El calvo le siguió el paso—. Apenas tengo contacto. ¿Bajo qué nombre has venido?
—Zhao Bide. ¿Está todo organizado?
—Todo en el bote. Por cierto, en Dublín hubo un gran retraso. Llegué aquí después de medianoche, un vuelo de mierda, pero en fin, da igual.
—¿Y las armas?
—Están listas.
—¿Dónde?
—En el coche. ¿Quieres ir primero al hotel o vamos directamente al Muntu? Aunque todavía está oscuro. Y el piso, situado encima, también. Deben de estar durmiendo aún.
Xin reflexionó. Una semana antes, cuando su gente había descubierto la nueva identidad de Vogelaar, Mickey Reardon había estado una vez en el Muntu y había inspeccionado el local y sus posibles accesos. En el norte de Irlanda, su especialidad eran las instalaciones de alarma. Desde la caída del IRA, él, como muchos de sus antiguos miembros, trabajaban en el mercado libre y aceptaban también de vez en cuando encargos de servicios secretos extranjeros como el Zhong Chan Er Bu. Habitualmente, Xin prefería colaborar con socios más jóvenes, pero Mickey, aunque ya cercano a los sesenta, mantenía una buena forma física, sabía manejar armas y reconocía cualquier sistema electrónico de alarma con los ojos vendados. Xin había colaborado varias veces con él y, finalmente, lo había propuesto a Hydra. Desde entonces el irlandés formaba parte del equipo de Kenny. Puede que no fuera un genio intelectual, pero, en cambio, no hacía preguntas innecesarias.