Authors: Christopher Paolini
Entonces vio que un soldado caía delante de él apretándose el vientre con las manos. Al cabo de un segundo, alguien lo agarró por el cuello del jubón y lo puso en pie. Era Baldor.
Roran examinó el golpe que había recibido: cinco eslabones de la cota de malla se habían roto, pero, aparte de eso, había aguantado.
Tenía sangre, y sentía un agudísimo dolor en el costado y en el cuello, pero no parecía que fuera una herida peligrosa. En todo caso no iba a perder el tiempo en averiguarlo. Todavía podía mover el brazo derecho —por lo menos, lo suficiente para continuar luchando— y eso era lo único que le importaba en ese momento. Alguien le pasó un escudo y se lo colocó. Luego, acompañado de sus hombres, Roran avanzó obligando a los soldados a apartarse a ambos lados de la ancha calle que salía de la plaza.
Muy pronto, al comprobar la apabullante fuerza de los vardenos, los soldados se batieron en retirada y huyeron por el laberinto de calles que se abría desde la avenida. Entonces Roran se detuvo un momento y decidió enviar a cincuenta de sus hombres a que cerraran el rastrillo y la poterna, ordenándoles que se quedaran allí para obstruir el paso a los posibles enemigos que quisieran entrar y perseguir a los vardenos por el corazón de la ciudad. La mayoría de los soldados debían de estar todavía apostados cerca de la muralla exterior, y Roran no tenía ningún deseo de librar una batalla contra ellos. Eso sería un suicidio, teniendo en cuenta el tamaño del ejército de Halstead.
A partir de ese momento, los vardenos encontraron muy poca resistencia, así que pudieron avanzar rápidamente por el centro de la ciudad en dirección al enorme palacio de Lord Halstead.
El palacio se elevaba varios pisos por encima de los demás edificios de Aroughs. Delante de él había un espacioso patio con un estanque artificial donde nadaban patos y cisnes. El palacio era hermoso: estaba ornamentado con grandes arcos, y tenía columnas y amplias terrazas destinadas a fiestas y bailes. A diferencia del castillo del centro de Belatona, este palacio se había construido pensando en el placer y no en la guerra.
«Debieron de creer que nadie podría traspasar sus murallas», pensó Roran.
En el patio había varias decenas de guardias y soldados que, al ver a los vardenos, cargaron contra ellos soltando gritos de guerra.
—¡Mantened la formación! —ordenó Roran a sus hombres.
El fragor de las espadas inundó el patio durante unos minutos. Ante la conmoción, los patos y los cisnes graznaron, alarmados, y batieron con furia las alas, pero ninguno de ellos se atrevió a traspasar los límites del estanque. Los vardenos no tardaron en derrotar a los guardias e, inmediatamente, penetraron en tromba en el interior del palacio.
El vestíbulo era un espacio con una decoración tan rica —las pinturas en los muros y en los techos, las molduras doradas, los muebles tallados, los dibujos de las baldosas del suelo— que Roran se quedó impresionado. La riqueza que hacía falta para construir y mantener un edificio como ese era algo que escapaba a su comprensión: una sola de las sillas de ese fastuoso vestíbulo valía más que toda la granja en la que él había crecido.
Por un pasillo lateral, tres sirvientas corrían a toda la velocidad que sus faldas les permitían.
—¡No dejéis que escapen! —gritó Roran.
Cinco hombres se separaron del cuerpo principal de los vardenos y salieron en persecución de las mujeres, atrapándolas antes de que llegaran al final del pasillo. Ellas empezaron a chillar y a debatirse con furia contra los guerreros, clavándoles las uñas, pero estos las llevaron a rastras hasta Roran.
—¡Ya basta! —gritó él cuando las tuvo delante.
Las mujeres dejaron de luchar, pero continuaron gimiendo y lamentándose. Le pareció que la mayor de las tres, una fornida matrona que llevaba el cabello plateado recogido en un desordenado moño y que tenía un manojo de llaves colgado de la cintura, parecía más razonable que las demás, así que le preguntó:
—¿Dónde está Lord Halstead?
La mujer irguió el cuerpo y levantó la cabeza con gesto altivo.
—Haced conmigo lo que queráis, pero no pienso traicionar a mi señor.
Roran se acercó a ella con gesto amenazador.
—Escúchame, y hazlo con atención —gruñó—. Aroughs ha caído, y tanto tú como todos los habitantes de esta ciudad estáis a mi merced. No puedes hacer nada para cambiar eso. Dime dónde está Halstead y dejaré que tú y tus compañeras os vayáis. No puedes evitar su destino, pero puedes hacer que las tres os salvéis.
Roran tenía los labios tan hinchados que casi no se le entendía cuando hablaba, y escupía sangre a cada palabra que pronunciaba.
—No me importa lo que me pase, señor —dijo la mujer con una valentía digna de un guerrero.
Roran soltó una maldición y golpeó el martillo contra el escudo, produciendo un estruendoso eco en el inmenso vestíbulo. La mujer se encogió.
—¿Es que has perdido el sentido común? ¿Es que Halstead es digno de que entregues tu vida por él? ¿Lo es el Imperio? ¿Y Galbatorix?
—No sé nada del Imperio ni de Galbatorix, señor, pero Halstead siempre ha sido amable con los sirvientes, y no pienso permitir que gente como vosotros lo cuelgue. Una escoria asquerosa y desagradecida, eso es lo que sois.
—¿Ah, sí? —exclamó Roran, clavándole los ojos con furia—. ¿Cuánto tiempo crees que podrás tener la boca cerrada si decido ordenar a mis hombres que te arranquen la verdad?
—Nunca conseguiréis que diga nada —afirmó ella, y Roran la creyó.
—¿Y qué me dices de ellas? —preguntó, indicando a las otras mujeres con un gesto de la cabeza. La más joven no debía de tener más de diecisiete años—. ¿Piensas permitir que las hagamos pedazos solo para salvar a tu señor?
La mujer sorbió por la nariz con expresión desdeñosa y dijo:
—Lord Halstead está en el ala este del palacio. Id por ese pasillo de ahí, cruzad la sala Amarilla y el jardín de flores de lady Galiana, y lo encontraréis.
Roran la escuchó, desconfiado. Esa capitulación le parecía demasiado rápida y fácil, dada la resistencia que había mantenido hasta ese momento. Además, se dio cuenta de que las otras mujeres habían reaccionado con sorpresa y con alguna otra emoción que no pudo acabar de identificar. «¿Confusión?», se preguntó. En todo caso, no habían reaccionado de la forma que él hubiera esperado en caso de que la mujer hubiera entregado a su señor. Estaban demasiado calladas, su expresión era excesivamente mansa, como si estuvieran escondiendo algo.
De las dos, la más joven era la que tenía mayor dificultad en ocultar sus sentimientos, así que Roran se giró hacia ella y le dijo:
—Tú, está mintiendo, ¿no es cierto? ¿Dónde está Halstead?
¡Dímelo!
Roran había utilizado el tono más amenazante del que había sido capaz. La chica abrió la boca y negó con la cabeza, aunque no consiguió emitir ningún sonido. Intentó apartarse de él, pero uno de los guerreros la sujetó. Roran se acercó todavía más a ella y la empujó con el escudo contra el guerrero, dejándola sin aire en los pulmones. Le puso el martillo sobre la mejilla y le dijo:
—Eres bastante bonita, pero si te rompo los dientes solo conseguirás que te cortejen los viejos. Yo he perdido un diente hoy, y he conseguido colocarlo en su sitio otra vez. ¿Lo ves? —preguntó, dedicándole una sonrisa que era más bien una desagradable mueca—. Pero yo me quedaré con los tuyos para que no puedas hacer lo mismo. Serán un buen trofeo, ¿verdad?
Roran levantó el martillo y la chica gritó.
—¡No! Por favor, señor, no lo sé. ¡Por favor! Estaba en sus habitaciones, reunido con sus capitanes, pero luego él y lady Galiana se iban al muelle por el túnel, y…
—¡Thara, eres una idiota! —exclamó la matrona.
—Un barco los está esperando allí, y no sé dónde está ahora, pero, por favor, no me golpee, no sé nada más, señor, y…
—Sus habitaciones —ladró Roran—. ¿Dónde están?
Sollozando, la chica se lo dijo.
—Soltadlas —dijo Roran cuando ella hubo terminado.
Las tres mujeres salieron corriendo del vestíbulo y los tacones de sus zapatos resonaron un rato en la sala.
Entonces Roran condujo a los vardenos por el enorme edificio siguiendo las indicaciones de la chica. Muchos hombres y mujeres a medio vestir se cruzaron con ellos, pero nadie hizo nada para impedirles el paso. Por todas partes se oían gritos y chillidos. Roran deseó taparse los oídos con las manos.
A medio camino se encontraron en un atrio en cuyo centro se elevaba la enorme estatua de un dragón, y Roran se preguntó si se trataba de Shruikan, el dragón de Galbatorix. Mientras lo cruzaban, oyó un sonido seco y notó que algo le golpeaba en la espalda. Cayó sobre un banco de piedra y se agarró a él.
«Dolor.»
Era una agonía, era un dolor que lo dejaba sin capacidad de pensar, un dolor que nunca antes había experimentado, tan intenso que se hubiera cortado la mano para quitárselo. Era como si le hubieran puesto un hierro candente en la espalda.
No se podía mover…
No podía respirar…
Incluso el menor cambio de postura le provocaba un tormento insoportable.
Todo a su alrededor se sumió en la sombra. Oyó que Baldor y Delwin gritaban. Luego, Brigman —tenía que ser precisamente él— estaba diciendo algo que Roran no pudo comprender. De repente el dolor se hizo diez veces más fuerte. Con un supremo esfuerzo de voluntad se obligó a quedarse completamente quieto. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
Brigman le decía:
—Roran, tienes una flecha en la espalda. Hemos intentado atrapar al arquero, pero ha escapado.
—Duele… —dijo Roran, sin respiración.
—Eso es porque la flecha se te ha clavado en las costillas. De no haber sido así, te hubiera atravesado. Tienes suerte de que no te haya dado unos centímetros más arriba o más abajo, de que no te haya dado en la columna ni en el omóplato.
—Sácamela —respondió Roran apretando la mandíbula.
—No podemos. Tiene la punta dentada. Y no la podemos empujar para que pase hasta el otro lado. Tenemos que abrir para sacarla. Yo tengo experiencia en esto, Roran. Si confías en mí, lo puedo hacer aquí mismo. O, si lo prefieres, podemos esperar a encontrar a un curandero. Debe de haber alguno en el palacio.
Aunque no le gustaba ponerse en manos de Brigman, Roran no podía continuar aguantando el dolor, así que dijo:
—Hazlo aquí… Baldor…
—¿Qué, Roran?
—Coge a cincuenta hombres y encuentra a Halstead. Pase lo que pase, que no escape. Delwin…, quédate conmigo.
Baldor, Delwin y Brigman mantuvieron una breve discusión de la que Roran solo pudo oír unas cuantas palabras sueltas. Luego un buen número de vardenos abandonó el atrio, que quedó bastante más silencioso.
A instancias de Brigman, un grupo de guerreros fue a buscar sillas en una habitación cercana. Luego las hicieron pedazos y encendieron un fuego en el camino de gravilla, al lado de la estatua, y en él colocaron la punta de una daga. Roran sabía que Brigman la utilizaría para cauterizar la herida después de haber sacado la flecha para contener la hemorragia.
Mientras esperaba en el banco, entumecido y tembloroso, Roran se concentró en controlar la respiración. Inhalaba despacio y superficialmente para minimizar el dolor. Aunque le resultó difícil, vació la mente de todo pensamiento: lo que había sido y lo que podría ser no tenía importancia. Solo importaba la regular inhalación y la exhalación de aire por las fosas nasales.
Cuatro hombres lo levantaron del banco y lo tumbaron boca abajo en el suelo. Estuvo a punto de desmayarse durante el proceso.
Alguien le puso un guante de piel en la boca, lo cual hizo que le dolieran aún más los labios. Al mismo tiempo, unas manos callosas lo sujetaron por los brazos y las piernas para inmovilizarlo.
Roran miró hacia atrás y vio que Brigman se acababa de arrodillar a su lado con un cuchillo de caza de hoja curvada en la mano. El cuchillo empezó a descender hacia él. Roran cerró los ojos de nuevo y mordió con fuerza el guante.
Inspiraba.
Exhalaba.
Y entonces el tiempo y el recuerdo dejaron de existir para él.
Roran se encontraba sentado ante la mesa con los hombros hundidos, y jugueteaba con una copa de piedras incrustadas, mirándola sin ningún interés.
Ya había caído la noche, y la única luz que había en la lujosa habitación procedía de dos velas que descansaban encima de la mesa y del pequeño fuego de la chimenea, delante de la vacía cama con dosel. Todo estaba en silencio, solamente se oía el crepitar de la madera en el fuego.
Roran giró la cabeza hacia la ventana: una ligera brisa salobre se colaba por ella haciendo ondear las finas cortinas blancas. Se alegró al sentir su caricia fría sobre la piel enfebrecida. Desde ahí veía Aroughs, que se extendía ante el palacio. Algunas hogueras de los vigías punteaban las negras calles, y el resto de la ciudad se encontraba a oscuras y tranquila. Pero se trataba de una tranquilidad inusual, pues todo el mundo se había escondido en sus casas.
Cuando la brisa cesó, dio otro trago de vino procurando no hacer ningún esfuerzo con el cuello al tragar. Una gota le cayó en la herida del labio y Roran se puso tenso, aguantando la respiración, mientras esperaba a que el dolor pasara. Luego dejó la copa encima de la mesa, al lado del plato con el pan y el cordero, y de la botella de vino medio vacía, y volvió a dirigir la atención al espejo que había entre las dos velas. Continuaba sin mostrar nada más que su propio rostro demacrado, amoratado y ensangrentado. Además, había perdido una buena parte de la barba del lado derecho de la cara.
Apartó la mirada del espejo: ya contactaría con él cuando quisiera.
Mientras tanto, Roran esperaría. Era lo único que podía hacer: sentía demasiado dolor para conciliar el sueño.
Volvió a coger la copa y la hizo rodar entre sus manos.
El tiempo iba pasando.
En plena noche, la imagen del espejo empezó a temblar, como la superficie rizada de un lago de aguas plateadas. Roran parpadeó y lo miró con los ojos borrosos y entrecerrados.
El rostro ovalado de Nasuada apareció ante él. Su expresión era tan grave como siempre.
—Roran —dijo, a modo de saludo y con voz clara y fuerte.
—Lady Nasuada.
El chico se incorporó todo lo que pudo, que fue muy poco.
—¿Te han capturado?
—No.
—Entonces deduzco que Carn está muerto o herido.