Legado (76 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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La lluvia se hizo más intensa. A Eragon no le gustaba el repiqueteo del agua contra los charcos, porque aquel ruido informe hacía más difícil detectar el de los pasos de cualquier intruso. Desde su primera noche en Vroengard, no había encontrado ni rastro de los extraños personajes encapuchados que había visto moviéndose por la ciudad, ni había percibido ninguna actividad mental. Aun así mantenía la guardia, y no podía evitar la sensación de que iban a ser atacados en cualquier momento.

La luz gris del día fue tornándose oscura y una noche profunda y sin estrellas cubrió el valle. Eragon amontonó más leña sobre la hoguera; era la única luz que tenían en la casa-nido, y en proporción aquel fuego amarillo era como una pequeña vela perdida en aquel inmenso espacio. Junto a la hoguera, el suelo vidriado reflejaba la luz de las brasas y brillaba como una hoja de hielo, iluminando las briznas de color de su interior, que distraían a Eragon de sus cavilaciones.

Eragon no cenó. Tenía hambre, pero estaba demasiado tenso como para que la comida le sentara bien y, en cualquier caso, tenía la sensación de que la comida le haría pensar más despacio. La cabeza siempre le funcionaba mejor con la barriga vacía.

Decidió que no volvería a comer hasta que descubriera su nombre verdadero, o hasta que tuviera que abandonar la isla.

Pasaron varias horas. Hablaron poco entre ellos, aunque Eragon percibía las variaciones de humor y de pensamiento de Saphira, igual que ella notaba las suyas.

Entonces, cuando Eragon estaba a punto de sumirse en sus sueños de vigilia, no solo para descansar, sino también con la esperanza de que el sueño le aportara una nueva perspectiva, Saphira emitió un
¡yauu!
, alargó la pata derecha y golpeó el suelo con ella.

Varias ramas de la hoguera se desmoronaron, lanzando un chisporroteo hacia el oscuro techo.

Alarmado, Eragon se puso en pie de un salto y desenvainó
Brisingr
, al tiempo que escrutaba la oscuridad que se abría más allá del semicírculo de piedras en busca de enemigos. Tardó un instante en darse cuenta de que Saphira no estaba preocupada ni furiosa, sino eufórica.

¡Lo he conseguido!
—exclamó la dragona. Arqueó el cuello y lanzó un chorro de llamas azules y amarillas hacia lo alto del edificio—.
¡Ya sé mi nombre!
—Dijo una frase en el idioma antiguo, y Eragon sintió que su mente reverberaba con un sonido como el de una campana y, por un momento, las puntas de las escamas de Saphira brillaron con una luz interior, y por un instante la vio como si estuviera hecha de estrellas.

El nombre era solemne y majestuoso, pero también tenía algo triste, porque la definía como la última hembra de su raza. En aquellas palabras, Eragon percibió el amor y la devoción que Saphira sentía por él, así como otros rasgos que componían su personalidad. La mayoría los reconoció; algunos no. Sus defectos eran tan prominentes como sus virtudes, pero la impresión general que daba era de fuego, de belleza y de grandeza.

Saphira se estremeció desde la punta del morro al extremo de la cola y ahuecó las alas.

Sé quién soy
—declaró.

Bien hecho, Bjartskular
—dijo Glaedr. Eragon notó lo impresionado que estaba—.
Tienes un nombre del que sentirte orgullosa. No obstante, yo no volvería a decirlo, ni siquiera para tus adentros, hasta que estemos en la…, en la torre a la que hemos venido. Debes tener el máximo cuidado de ocultar tu nombre, ahora que lo conoces.

Saphira parpadeó y volvió a agitar las alas.

Sí, maestro
—respondió, visiblemente emocionada.

Eragon envainó
Brisingr
y se acercó a Saphira. Ella bajó la cabeza hasta su altura. Eragon le acarició la mandíbula y luego apoyó la frente contra su duro morro y la abrazó con toda la fuerza que pudo, sintiendo el duro contacto de sus escamas contra los dedos. Unas lágrimas cálidas le bañaron el rostro.

¿Por qué lloras?
—preguntó ella.

Porque… Tengo mucha suerte de estar unido a ti.

Pequeño.

Hablaron un rato más, ya que Saphira tenía ganas de comentar lo que había aprendido de sí misma. Eragon se mostró encantado de escuchar, pero no podía evitar sentir cierta amargura por no haber sido capaz de adivinar su nombre verdadero.

Entonces Saphira se acurrucó en su lado del semicírculo y se dispuso a dormir, dejando al chico cavilando a la luz mortecina de la hoguera. Glaedr se mantuvo despierto y en guardia, y en alguna ocasión Eragon le hizo alguna consulta, pero la mayor parte del tiempo se mantuvo en silencio.

Las horas pasaron lentamente, y él se sentía cada vez más frustrado. Se le estaba acabando el tiempo —de hecho, tendrían que haber partido en busca de los vardenos el día anterior— y por mucho que lo intentara no se veía capaz de describirse a sí mismo tal como era.

Calculó que sería casi medianoche cuando dejó de llover.

Eragon se agitó, nervioso, intentando decidirse; por fin se puso en pie, demasiado tenso como para permanecer sentado.

Voy a dar un paseo
—le dijo a Glaedr.

Esperaba que el dragón le planteara objeciones, pero en cambió Glaedr le respondió:

Deja aquí tus armas.

¿Por qué?

Encuentres lo que encuentres, tienes que afrontarlo solo. No puedes aprender de qué estás hecho si confías en que algo o alguien te ayude.

Eragon pensó que aquello tenía sentido, pero aun así dudó antes de soltarse el cinto con la espada y el puñal y quitarse la cota de malla. Se puso las botas y la capa aún húmeda y colocó las alforjas que contenían el corazón de corazones de Glaedr al lado de Saphira.

En el momento de dejar atrás el semicírculo de piedra, Glaedr le dijo:

Haz lo que debas, pero ten cuidado.

En el exterior de la casa nido, Eragon se encontró con montones de estrellas y una luz de luna que se filtraba a través de los huecos entre las nubes y le permitía orientarse mínimamente.

Dio unos saltos verticales mientras se preguntaba hacia dónde ir y luego se puso en marcha, con un trote ligero, hacia el corazón de la ciudad en ruinas. Al cabo de unos segundos afloró la frustración que sentía y echó a correr con todas sus fuerzas.

Mientras escuchaba el sonido de su respiración y el ruido de sus pasos sobre los adoquines, se preguntó: «¿Quién soy yo?». Pero no encontró respuesta.

Corrió hasta que los pulmones empezaron a fallarle, y luego siguió corriendo, y cuando ni sus pulmones ni sus piernas aguantaban más, se paró junto a una fuente cubierta de hierbas y apoyó los brazos en ella para recobrar el aliento.

A su alrededor se levantaban las siluetas de enormes edificios: moles cubiertas de sombras que recordaban una vieja cadena de montañas en ruinas. La fuente se encontraba en el centro de un enorme patio, cubierto en gran parte por fragmentos de piedra.

Se irguió, separándose de la fuente, y lentamente dio media vuelta.

A lo lejos oía el profundo y sonoro croar de las ranas toro, un curioso y penetrante sonido que adquiría especial intensidad cuando se unía al coro una de las ranas de mayor tamaño.

Unos metros más allá, una losa de piedra agrietada le llamó la atención. Se acercó, la agarró por los bordes y, de un tirón, la arrancó del suelo. Haciendo un gran esfuerzo con los músculos de los brazos, avanzó tambaleándose hasta el extremo del patio y dejó caer la losa más allá, en la hierba.

Aterrizó con un suave pero satisfactorio ¡zump!

Volvió hasta la fuente, se desabrochó la capa y la colgó del borde de la escultura. Luego fue hasta la siguiente piedra del suelo —una cuña recortada desprendida de un bloque más grande— y metió los dedos por debajo, levantándola para echársela al hombro.

Durante más de una hora se empleó a fondo para limpiar el patio.

Algunas de las piedras caídas eran tan grandes que tuvo que usar la magia para moverlas, pero en la mayoría de los casos se bastó con las manos. Lo hizo de un modo metódico, avanzando y retrocediendo por el patio, y a cada resto de piedra que encontraba, fuera pequeño o grande, se paraba y lo retiraba.

El esfuerzo enseguida le dejó cubierto en sudor. Se habría quitado la túnica, pero los bordes de piedra eran en muchos casos afilados y se habría cortado. Aun así, fue acumulando una serie de morados en el pecho y los hombros, y se arañó las manos bastantes veces.

El esfuerzo le ayudó a calmarse y, como requería poca concentración, le permitió seguir pensando en lo que era y lo que podría ser.

A mitad de su tarea autoimpuesta, cuando por fin se concedió un descanso después de trasladar un trozo de cornisa especialmente pesado, oyó un siseo amenazante, levantó la vista y vio un snalglí —este con un cascarón de al menos dos metros de altura— deslizándose en la oscuridad a una velocidad asombrosa, con el cuello bien estirado. Su boca sin labios era como un corte asestado en la tierna carne, y tenía aquellos ojos bulbosos plantados sobre él.

A la luz de la luna, la carne del snalglí brillaba como plata, igual que el rastro de babas que dejaba tras de sí.


Letta
—dijo Eragon, poniéndose derecho y sacudiéndose unas gotas de sangre de las magulladas manos—.
Ono ach néiat threyja eom verrunsmal edtha, O snalglí.

Al pronunciar su advertencia, el caracol frenó su avance y echó los ojos atrás. Cuando estaba a unos metros, se detuvo del todo, volvió a sisear y giró a la izquierda, rodeando a Eragon.

—Oh, no, no hagas eso —murmuró, girándose él también, y echó una mirada por encima del hombro para asegurarse de que no se le acercaba ningún otro snalglí por detrás.

El caracol gigante parecía darse cuenta de que ya no podría pillarle por sorpresa, así que se detuvo y se quedó siseando y agitando los ojos.

—Suenas como una tetera olvidada en el fogón —le dijo Eragon.

Los ojos del caracol se balancearon aún más rápido y entonces cargó contra él, agitando los extremos de su grueso vientre.

El chico esperó hasta el último momento, se echó a un lado y dejó que el snalglí pasara de largo.

—No eres muy listo, ¿verdad? —se mofó, dándole una palmadita en el cascarón al pasar. Se apartó con un paso de baile y empezó a burlarse de la criatura en el idioma antiguo, usando todo tipo de nombres insultantes.

El caracol parecía rebufar de rabia; tenía el cuello hinchado y abría la boca cada vez más, escupiendo baba al tiempo que siseaba.

Una y otra vez cargó contra Eragon, y en cada ocasión él se apartaba de un salto. Al final el snalglí se cansó del juego. Se retiró unos cinco metros y se quedó mirándolo con sus ojos como puños.

—¿Cómo consigues cazar algo con lo lento que eres? —le preguntó Eragon en tono burlón, y le sacó la lengua.

El snalglí volvió a sisear, pero esta vez dio media vuelta y se sumió en la oscuridad.

Eragon esperó unos minutos para asegurarse de que se había ido antes de volver a sus piedras.

—A lo mejor debería llamarme Burlador de Caracoles —murmuró mientras empujaba un trozo de columna, haciéndolo rodar por el patio—. Eragon
Asesino de Sombra, Burlador de Caracoles
… Desde luego asustaría a cualquiera allá donde fuera.

Era entrada la noche cuando por fin echó la última piedra a la franja de césped que rodeaba el patio. Y allí se quedó, jadeando. Tenía frío, hambre y estaba cansado, y le dolían los arañazos de las manos y de las muñecas.

Había acabado en la esquina noreste del patio. Al norte se abría un enorme pabellón que había quedado destruido en gran parte durante la batalla; lo único que quedaba era un fragmento de las negras paredes y una única columna cubierta de hiedra en el lugar donde antes estaba la entrada.

Se quedó mirando la columna un buen rato. Por encima brillaba un cúmulo de estrellas —rojas, azules y blancas—, visibles a través de un hueco entre las nubes, refulgentes como diamantes tallados. Sintió una extraña atracción, como si su aparición significara algo que debiera tener en cuenta.

Sin pensárselo dos veces, caminó hasta la base de la columna —abriéndose paso por entre montones de escombros—, levantó las manos todo lo que pudo y se agarró a la hiedra por un tallo grueso como su antebrazo y cubierto por miles de pelillos.

Tiró de la enredadera. Aguantó el envite, así que dio un salto y empezó a trepar. Primero una mano y luego la otra, fue escalando la columna, que debía de tener unos cien metros de altura, pero que le parecía más alta a medida que iba alejándose del suelo.

Sabía que aquello era una insensatez, pero se sentía insensato.

A media ascensión, los tallos más pequeños de la planta empezaron a separarse de la piedra al cargarlos con su peso. A partir de aquel momento, tuvo la precaución de agarrarse solo al tallo principal y a algunas de las ramas laterales más gruesas.

Cuando llegó arriba, las fuerzas casi le habían abandonado. El capitel de la columna aún estaba intacto; formaba una superficie cuadrada y plana lo suficientemente grande como para sentarse y aún le sobraban casi dos palmos por cada lado.

Agotado por el esfuerzo, Eragon cruzó las piernas y apoyó las manos en las rodillas con las palmas hacia arriba, sintiendo el alivio que le proporcionaba el contacto del aire sobre la piel desgarrada.

A sus pies se extendía la ciudad en ruinas: un laberinto de estructuras fragmentadas en muchas de las cuales resonaban extraños lamentos ancestrales. En algunos lugares, donde había charcas, veía las tenues luces de las ranas toro, como farolillos vistos desde lejos.

«Ranas farolillo —pensó, de pronto, en idioma antiguo—. Así es como se llaman: ranas farolillo.» Y supo que estaba en lo cierto, porque las palabras encajaban como una llave en la cerradura.

Entonces posó la mirada en el cúmulo de nubes que le habían impulsado a trepar. Respiró más despacio y se concentró en mantener un flujo continuo y regular de aire en los pulmones. El frío, el hambre y los temblores que le producía la fatiga le otorgaron una peculiar sensación de clarividencia; le parecía flotar por encima de su cuerpo, como si el vínculo entre su conciencia y su cuerpo se hubiera atenuado, y le invadió una sensación de conciencia extrema con respecto a la ciudad y a la isla entera. De pronto se volvió extraordinariamente sensible a los movimientos del viento y a cualquier sonido u olor que llegara a lo alto de la columna.

Allí sentado, pensó en más nombres, y aunque ninguno le describía del todo, sus fracasos no le desanimaron, porque sentía la mente demasiado despejada como para que cualquier revés perturbara su ecuanimidad.

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