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Authors: Christopher Paolini

Legado (33 page)

BOOK: Legado
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—¿Pues? Entonces, empieza —dijo, apretando las mandíbulas y bajando el cuerpo, listo para sufrir otra derrota.

Arya le clavó la mirada achicando los ojos, lo cual enfatizó los rasgos angulosos de su rostro y le dio una expresión maligna.

—Muy bien —respondió.

Se lanzaron el uno contra el otro con un grito de guerra. El furioso entrechocar de sus aceros resonó a su alrededor. Lucharon una y otra vez hasta que estuvieron cansados, sudorosos y cubiertos de polvo.

Eragon tenía el cuerpo cubierto de magulladuras. Y, a pesar de ello, continuaron enfrentándose con una determinación funesta, desconocida hasta ese momento en sus combates. Ninguno de los dos pidió acabar con esa lucha brutal.

Saphira, tumbada encima de un trecho de hierba verde en un extremo del campo, los observaba. Durante casi todo el rato evitó comunicarle a Eragon lo que pensaba para no distraerlo, pero alguna que otra vez no se pudo reprimir y le hizo una breve observación sobre su técnica o la de Arya. Todos sus comentarios fueron de gran ayuda para el chico, que, además, sospechaba que la dragona había intervenido en más de una ocasión para evitarle un golpe especialmente peligroso: en esos casos, sus brazos y sus piernas parecían moverse con mayor ligereza, o un poco antes de lo que él había previsto, y cada vez que eso sucedía, notaba un cosquilleo en la nuca. Ese cosquilleo significaba que Saphira estaba interviniendo en alguna parte de su conciencia. Al final, Eragon le pidió que dejara de hacerlo.

Debo ser capaz de hacerlo por mí mismo, Saphira
—dijo—.
No podrás ayudarme cada vez que lo necesite.

Puedo intentarlo.

Lo sé. Yo haría lo mismo contigo. Pero esta montaña debo subirla yo, no tú.

Saphira hizo una mueca.

¿Para qué quieres subir, si puedes volar? Nunca vas a llegar a ninguna parte con esas piernas tan cortas que tienes.

Eso no es cierto, y tú lo sabes. Además, si volara lo haría con unas alas prestadas, y con ello solo obtendría una victoria inmerecida.

La victoria es la victoria, y la muerte es la muerte, se consiga como se consiga.

Saphira…
—repuso él en tono de advertencia.

Pequeño.

A pesar de todo, y para alivio de Eragon, a partir de ese momento Saphira lo dejó luchar por sus propios medios, aunque continuó vigilándolo con gran celo.

Los elfos que cuidaban de él y de la dragona también se habían reunido en un extremo del campo. Su presencia incomodaba a Eragon, pues le desagradaba que alguien más —aparte de Saphira y de Arya— fuera testigo de sus errores, pero sabía que los elfos no consentirían en irse a sus tiendas. A pesar de todo, su presencia sí resultaba útil en un sentido, pues evitaba que los guerreros estuvieran allí observando el enfrentamiento entre un Jinete y un elfo. Los hechiceros de Blödhgarm no necesitaban hacer nada en concreto para disuadir a los posibles fisgones, pues su mera presencia ya resultaba lo bastante intimidante para mantenerlos alejados.

Cuanto más luchaba contra Arya, más frustrado se sentía Eragon.

Ganó dos de los combates por los pelos y con desesperación, y también gracias a algunos ardides que tuvieron éxito, más debido a la suerte que a su habilidad, ardides que Eragon nunca se atrevería a intentar en un enfrentamiento real, a no ser que su vida hubiera dejado de importarle. Pero aparte de esas dos aisladas victorias, Arya continuaba derrotándolo con una facilidad desesperante.

Al fin, la rabia y la frustración que sentía estallaron, y Eragon perdió todo sentido de la mesura. Inspirándose en los métodos que le habían aportado sus pocos éxitos, levantó la espada con intención de descargarla sobre Arya como si golpeara con un hacha de batalla.

Justo en ese momento, una mente tocó la conciencia de Eragon, y este supo al instante que no se trataba ni de Arya ni de Saphira ni de los elfos, pues era la de un macho: no cabía duda de que era la de un dragón. Creyendo que se trataba de Thorn, replegó su mente y se apresuró a ordenar sus pensamientos para responder a ese ataque.

Pero antes de que lo consiguiera, oyó el eco de una potente voz resonar por los oscuros meandros de su conciencia. Fue como el sonido que hubiera producido una montaña al moverse.

Eragon
—dijo Glaedr.

El chico se quedó inmóvil, de puntillas y con la espada levantada por encima de la cabeza, sin descargarla. Notó que Arya, Saphira y los hechiceros de Blödhgarm también reaccionaban con sorpresa, y supo que ellos también habían oído a Glaedr. La sensación que producía la mente del dragón era muy parecida a la de antes —antigua, inabarcable y desgarrada por el dolor—, pero, por algún motivo, desde que Oromis había muerto en Gil’ead, Glaedr parecía poseído por la urgencia de hacer algo más que continuar sumergido en sus tormentos privados.

¡Glaedr-elda!
—dijeron Eragon y Saphira al mismo tiempo.

¿Cómo estás?

¿Estás bien…?

¿Has…?

Los demás también hablaban: Arya, Blödhgarm y dos elfos que Eragon no pudo identificar. Sus voces se mezclaron en un barullo incomprensible.

Basta
—dijo Glaedr en tono exasperado y cansado—.
¿Es que queréis llamar la atención de alguien indeseado?

Todos callaron de inmediato y esperaron a que el dragón continuara. Excitado, Eragon intercambió una mirada con Arya.

Glaedr no habló inmediatamente, sino que los observó durante un rato. Su presencia era una carga pesada para la conciencia de Eragon, pero estaba seguro de que los demás sentían lo mismo.

Entonces, con su voz sonora e imponente, Glaedr dijo:
Esto ya ha durado bastante… Eragon, no deberías pasar tanto tiempo batiéndote. Eso te distrae de asuntos más importantes. Lo que tendrías que temer no es la espada de Galbatorix, ni la espada de su boca, ni siquiera la de su mente. Su mayor talento consiste en su habilidad para penetrar hasta los últimos rincones de tu ser y obligarte a obedecer su voluntad. En lugar de continuar combatiendo con Arya, deberías concentrarte en mejorar tu dominio sobre tus propios pensamientos, pues todavía los tienes terriblemente indisciplinados.

¿Por qué, pues, insistes en estos absurdos intentos?

A Eragon se le ocurrieron multitud de respuestas, tales como que le gustaba cruzar la espada con la de Arya, a pesar de la irritación que le provocaba; que quería ser tan buen espadachín como fuera posible, el mejor del mundo, si podía; que el ejercicio lo ayudaba a tranquilizarse y lo mantenía físicamente en forma, y muchas otras respuestas. Pero se reprimió, pues, por un lado, quería mantener cierta privacidad y, por otro, no quería abrumar a Glaedr con un montón de información absurda que solo confirmaría la opinión que el dragón tenía sobre su falta de disciplina. A pesar de ello, no lo consiguió del todo, pues notó que Glaedr sentía cierta decepción.

Como respuesta, el chico ofreció sus mejores argumentos:
Si soy capaz de mantener a raya la mente de Galbatorix, aunque no pueda derrotarlo, si soy capaz de resistir, eso quizá también se decida por la espada. En cualquier caso, el rey no es el único enemigo que debería preocuparnos: está Murtagh, para empezar, ¿y quién sabe qué otras clases de hombres o seres tiene Galbatorix a su servicio? No fui capaz de derrotar a Durza yo solo, ni a Varaug, ni siquiera a Murtagh. Siempre he tenido ayuda. Pero no puedo seguir esperando que Arya, Saphira o Blödhgarm, me rescaten cada vez que tengo un problema. Tengo que ser mejor con la espada, y a pesar de ello no parece que esté haciendo ningún progreso, por mucho que lo intento.

¿Varaug?
—preguntó Glaedr—.
Nunca había oído ese nombre.

Entonces Eragon tuvo que relatarle a Glaedr la toma de Feinster, y le contó que él y Arya mataron al Sombra recién nacido, aunque Oromis y Glaedr habían fallecido —de distinta manera, pero ambos muertos— mientras batallaban en el cielo, encima de Gil’ead.

También le resumió lo que los vardenos habían hecho a partir de entonces, pues se dio cuenta de que Glaedr había permanecido tan aislado que no sabía nada de ellos. Eragon tardó unos cuantos minutos en explicarlo todo; durante todo ese tiempo, los elfos permanecieron quietos en el campo, mirando al infinito y con la atención dirigida hacia su interior, concentrados en el rápido intercambio de pensamientos, imágenes y emociones.

Se hizo un largo silencio mientras Glaedr reflexionaba sobre todo lo que acababa de averiguar. Pero cuando se dignó a hablar, lo hizo con cierta ironía:

Eres exageradamente ambicioso si tu objetivo consiste en ser capaz de matar Sombras de un modo impune. Incluso el más viejo y el más sabio de los Jinetes hubiera dudado en atacar solo a un Sombra. Ya has sobrevivido a dos encuentros con ellos, que es mucho más de lo que han conseguido la mayoría. Agradece el haber tenido tanta suerte y déjalo ahí. Querer derrotar a un Sombra es como querer volar por encima del sol.


—contestó Eragon—,
pero nuestros enemigos son tan fuertes como un Sombra, o incluso más, y es posible que Galbatorix cree a más Sombras solo para hacer más lento nuestro avance. Los utiliza alegremente, sin importarle la destrucción que puedan causar en las tierras.

Ebrithil
—intervino Arya—,
él tiene razón. Nuestros enemigos son extremadamente peligrosos…, como tú bien sabes
—añadió en tono más suave—.
Y Eragon no ha llegado a alcanzar el nivel que necesita. Si quiere estar preparado para lo que nos espera, debe llegar a la maestría. Yo he hecho todo lo que he podido para enseñarle, pero la maestría, al final, procede del interior de uno mismo.

También esta vez Glaedr tardó en responder.

Eragon tampoco ha adquirido maestría en dominar sus pensamientos, y eso también debe hacerlo. Ninguna de esas habilidades, la mental o la física, es de gran utilidad por sí sola. Pero, de las dos, la mental es la más importante. Solo es posible vencer a un hechicero y a un espadachín a la vez con la mente. Esta y el cuerpo deben estar en equilibrio, pero si tienes que elegir cuál entrenar primero, deberías elegir la mente. Arya…, Blödhgarm…, Yaela…, sabéis que es cierto. ¿Por qué ninguno de vosotros ha asumido la responsabilidad de continuar la formación de Eragon en esta área?

Arya bajó la mirada, un poco como una niña que sufre una regañina. A Blödhgarm, por su parte, se le pusieron los pelos de los hombros en punta, e hizo una mueca que dejó al descubierto sus colmillos blancos. Al final fue él quien se atrevió a responder. Lo hizo en el idioma antiguo, y fue el primero en emplearlo:
Arya está aquí en calidad de embajadora de nuestra gente. Yo y los míos estamos aquí para proteger la vida de Saphira Escamas Brillantes y de Eragon Asesino de Sombra, y esta ha sido una tarea lenta y difícil. Todos hemos intentado ayudar a Eragon, pero no es cosa nuestra entrenar a un Jinete, y tampoco lo intentaríamos cuando quien podría ser su maestro está vivo y presente…, a pesar de que ese maestro se muestre negligente con sus deberes.

La mente de Glaedr se oscureció de rabia, como si unas amenazantes nubes de tormenta se hubieran formado en su interior.

Eragon se distanció de la conciencia de Glaedr, un tanto receloso de su furia. El dragón ya no podía hacer daño físico a nadie, pero continuaba siendo peligrosísimo, y si perdía el control de su mente, ninguno de ellos podría soportar su poder.

La grosería y la insensibilidad de Blödhgarm sorprendieron a Eragon al principio, pues nunca había oído a un elfo hablarle así a un dragón, pero después de reflexionarlo, se dio cuenta de que Blödhgarm debía de haberlo hecho para provocar a Glaedr a salir de sí mismo, para evitar que volviera a retirarse dentro de su cascarón de tristeza. Eragon admiró la valentía del elfo, pero se preguntó si insultar a Glaedr era la mejor estrategia. Desde luego, no era la más segura.

Las amenazadoras nubes crecieron, iluminadas por los breves destellos de los relámpagos. Glaedr saltaba de un pensamiento a otro.

Te has pasado de la raya, elfo
—gruñó, hablando también en el idioma antiguo—.
No eres nadie para cuestionar mis actos. Ni siquiera puedes hacerte una idea de lo que he perdido. De no haber sido por Eragon y por Saphira, y por mi deber hacia ellos, hace tiempo que habría enloquecido. Así que no me acuses de negligencia, Blödhgarm, hijo de Ildrid, a no ser que desees ponerte a prueba contra el último de los grandes Ancianos.

Blödhgarm enseñó los dientes y siseó. A pesar de eso, Eragon detectó cierta satisfacción en el rostro del elfo. Para su consternación, oyó que este continuaba presionando a Glaedr:
Entonces no nos culpes por no haber hecho lo que es responsabilidad tuya, no nuestra, Anciano. Toda nuestra raza llora por tu pérdida, pero no puedes esperar que seamos indulgentes con tu autocompasión, ese enemigo que ha exterminado a casi todos los de tu raza y que también mató a tu Jinete.

La furia de Glaedr ya era un volcán. Negra y terrible, Eragon la sintió con tanta fuerza que le pareció que todo su ser iba a desgarrarse en dos, como una vela maltratada por el viento. Al otro lado del campo, los hombres soltaron las armas y se sujetaron la cabeza con una expresión de dolor en el rostro.

¿Mi autocompasión?
—dijo Glaedr, pronunciando cada sílaba como si fuera una maldición.

Eragon percibió que en los rincones más oscuros de la conciencia del dragón algo muy desagradable empezaba a cobrar forma, y supo que si eso conseguía materializarse sería causa de mucho dolor y arrepentimiento.

Entonces fue Saphira la que intervino. Su voz mental cortó las apasionadas emociones de Glaedr como un cuchillo penetra en el agua.

Maestro
—dijo—,
he estado preocupada por ti. Me alegra saber que estás bien y fuerte de nuevo. Ninguno de nosotros puede igualarte, y necesitamos tu ayuda. Sin ti, no tenemos ninguna esperanza de derrotar al Imperio.

Glaedr roncó, amenazador, pero no ignoró, ni interrumpió ni insultó a Saphira. Desde luego, sus halagos parecieron complacerlo, aunque solo fuera un poco. Eragon pensó que, después de todo, si los dragones eran sensibles a algo era al halago, como bien sabía Saphira. La dragona, sin dejar tiempo a que Glaedr dijera nada, continuó:

Puesto que ya no dispones de tus alas, permite que te ofrezca las mías. El aire está tranquilo; el cielo, claro; y sería una alegría volar bien alto, más alto que las águilas. Después de estar atrapado durante tanto tiempo dentro de tu corazón de corazones, debes de estar ansioso por dejar todo eso atrás y sentir las corrientes de aire de nuevo.

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