Authors: Christopher Paolini
Los vardenos superaban en número a los soldados, así que cuando Roran llegó al final de las escaleras, ya habían matado a tres cuartas partes de las fuerzas de defensa de la ciudad. Roran dejó que sus guerreros acabaran con los últimos soldados y se dirigió hacia una enorme puerta doble que quedaba a la izquierda del canal. Era tan grande que por ella hubieran podido pasar dos carretas de través.
Antes de llegar encontró a Carn, que estaba sentado al pie de la plataforma de la grúa y comía algo que llevaba en un saquito de piel.
Roran sabía que se trataba de una mezcla de manteca de cerdo, miel, hígado de vaca en polvo, corazón de cordero y bayas. La única vez que había intentado probarlo estuvo a punto de vomitar, pero unos cuantos bocados de esa mezcla podían hacer que un hombre aguantara un día entero de duro trabajo. El mago parecía profundamente agotado, lo cual preocupó a Roran.
—¿Puedes continuar? —le preguntó, deteniéndose un momento a su lado.
Carn asintió con la cabeza.
—Solo necesito un momento… Las flechas del túnel... y los sacos de harina y los bloques de pizarra… —Se puso otro trozo de comida en la boca—. Ha sido demasiado, todo a la vez.
Roran, más tranquilo, hizo ademán de marcharse, pero Carn lo retuvo cogiéndolo del brazo.
—Yo no he sido —le dijo, con los ojos brillantes de picardía—. Quiero decir que yo no te he quemado la barba. Deben de haber sido las antorchas.
Roran soltó un gruñido y continuó su camino en dirección a las puertas.
—¡En formación! —gritó, golpeando su escudo con el martillo—. Baldor, Delwin, iréis en cabeza conmigo. El resto, seguidnos en fila.
Escudos colocados, espadas desenvainadas y ballestas cargadas.
Probablemente Halstead todavía no sepa que estamos en la ciudad, así que no dejéis que nadie escape, para que no corra la voz…
¿Listos, pues? ¡Bien, seguidme!
Roran y Baldor —que tenía las mejillas y la nariz enrojecidas a causa de la explosión— desatrancaron las puertas y las abrieron, dejando al descubierto el interior de Aroughs.
Junto a la puerta de la muralla exterior de la ciudad se apiñaban decenas de casas de muros revocados con yeso. Por allí, el canal penetraba en Aroughs. Todos los edificios —fríos e inhóspitos, y cuyas oscuras ventanas recordaban a ojos negros y vacíos— parecían ser almacenes o algo parecido. A esa temprana hora de la mañana, era improbable que corriera alguien por allí que hubiera podido oír la lucha entre los vardenos y los guardias.
Pero Roran no tenía ninguna intención de quedarse para averiguarlo.
Unos tenues rayos de luz cruzaban horizontalmente la ciudad iluminando la parte superior de las torres y las almenas, las cúpulas y los inclinados tejados. Las calles y los callejones se encontraban todavía sumidos en la oscuridad, solo animada por algún apagado tono plateado. El curso del agua por el canal era negro, pero dejaba al descubierto algún que otro hilo de sangre en su superficie. En lo alto del cielo brillaba una estrella solitaria, una chispa furtiva en medio del manto clareante del cielo en el cual todas las otras joyas nocturnas se habían ocultado por la incipiente luz del sol.
Los vardenos avanzaban al trote. Las suelas de sus botas despertaban ecos en las calles pavimentadas.
Lejos, en la distancia, un gallo cantó.
Roran los condujo por el laberinto de edificios en dirección a la muralla interior de la ciudad. Pero no siempre elegía la ruta más directa, pues quería reducir las posibilidades de encontrar a alguien por las calles. Siguieron por callejones estrechos y sucios, tanto que a veces resultaba difícil ver dónde se ponían los pies.
Las alcantarillas de las calles rebosaban porquería, y el olor resultaba asqueroso. Roran deseó encontrarse en medio de los campos a los que estaba acostumbrado.
«¿Cómo puede alguien soportar la vida en estas condiciones? —se preguntó—. Ni siquiera los cerdos se revuelcan en su porquería.»
Cuando dejaron atrás la parte interior de la muralla empezaron a aparecer casas y tiendas: edificios altos, con vigas transversales en las fachadas, muros encalados y puertas con remaches de hierro.
Tras algunas de las ventanas cerradas se oían las voces amortiguadas de sus ocupantes, o el tintineo de los platos, o el chirrido de una silla arrastrada sobre un suelo de madera.
«Se nos está acabando el tiempo», pensó Roran. Estaba seguro de que al cabo de cinco minutos los habitantes de Aroughs ya habrían invadido las calles.
En ese momento, como para confirmar esa predicción, la columna de guerreros se encontró con dos hombres que salían de un callejón.
Cada uno llevaba dos cubos de leche fresca colgados de una larga vara que cargaban sobre el hombro. Se pararon en seco, sorprendidos al ver a los vardenos, y vertieron parte de la leche que transportaban.
Abrieron los ojos con asombro, dispuestos a proferir alguna exclamación de sorpresa.
Roran se detuvo y la tropa que lo seguía lo imitó.
—Si gritáis, os matamos —les dijo, con tono suave y amistoso.
Los hombres retrocedieron un poco, acobardados.
Roran dio un paso hacia delante.
—Si huis, os matamos.
Sin apartar los ojos de los dos atemorizados hombres, llamó a Carn. Cuando el hechicero llegó a su lado, le dijo:
—¿Puedes hacer que caigan dormidos?
El mago pronunció rápidamente unas frases en el idioma antiguo y acabó con una palabra que a Roran le pareció que sonaba a algo parecido a «
slytha
». Al instante, los dos tipos cayeron al suelo, inertes, vertiendo todo el contenido de los cubos sobre el suelo empedrado. La leche se desparramó por la calle, formando una delicada filigrana de hilos blancos y encharcándose en las junturas de las piedras del pavimento.
—Ponedlos a un lado —dijo Roran—, donde no se vean.
En cuanto sus guerreros hubieron apartado de la vista a los dos hombres, Roran ordenó a los vardenos que continuaran avanzando hacia la muralla interior. Pero no habían avanzado más de treinta metros cuando, al girar una esquina, se tropezaron con un grupo de soldados.
Esta vez, Roran no mostró clemencia: en cuanto los vio, corrió hasta ellos y descargó su martillo contra la clavícula del primero de los soldados sin darle tiempo a reaccionar. Y Baldor tumbó a otro con un golpe de espada de una fuerza inigualable, fuerza adquirida gracias a tantos años de trabajo en la forja de su padre. Los dos soldados que quedaban gritaron, alarmados, se dieron media vuelta y huyeron.
Desde atrás, alguien disparó una flecha que pasó volando por encima del hombro de Roran y fue a clavarse en la espalda de uno de los soldados, que cayó al suelo. Al cabo de un instante, Carn gritó:
—
¡Jierda!
Entonces, el cuello del último soldado se partió por la mitad emitiendo un fuerte chasquido. El hombre dio unos cuantos pasos más y cayó, sin vida, en medio de la calle. El soldado que tenía la flecha clavada en la espalda chilló:
—¡Los vardenos están aquí! ¡Los vardenos están aquí! ¡Dad la alarma, la…!
Roran corrió hasta él, desenfundó la daga y le cortó el cuello.
Luego limpió la hoja manchada de sangre con la túnica del soldado e incorporándose, dijo:
—¡Continuad, ahora!
Los vardenos, como si fueran un solo hombre, corrieron por las calles en dirección a la muralla interior de la ciudad. Cuando llegaron a un callejón que debía de encontrarse a unos treinta metros de ella, Roran hizo que los hombres se detuvieran y les indicó que esperaran.
Entonces avanzó despacio hasta el final del callejón y sacó la cabeza por la esquina. Delante de él vio la muralla de granito y un rastrillo.
El rastrillo estaba cerrado.
Por suerte, a la izquierda se veía una pequeña poterna que estaba abierta. Mientras Roran la observaba, un soldado salió corriendo por ella y se alejó en dirección al extremo oeste de la ciudad. Al verlo, Roran soltó una maldición. No estaba dispuesto a abandonar, no después de haber llegado tan lejos, pero se daba cuenta de que su situación era cada vez más precaria y de que no tenía ninguna duda de que al cabo de pocos minutos cesaría el toque de queda y descubrirían su presencia. Volvió a ocultarse tras la esquina y bajó la cabeza, concentrado.
—Mandel —llamó, chasqueando los dedos—. Delwin, Carn y vosotros tres —dijo, señalando a un trío de guerreros de fiero aspecto, unos hombres mayores que él que, por experiencia, seguramente tenían cierta habilidad en ganar batallas—. Venid conmigo. Baldor, tú te encargas del resto. Si no regresamos, poneos a salvo. Es una orden.
Baldor asintió con la cabeza y con gesto grave.
Roran y los seis soldados que acababa de elegir dieron un rodeo evitando la calle principal que conducía hasta la poterna y se acercaron al pie de la muralla —cuya base inclinada estaba cubierta de basura—, aproximadamente a unos ciento cincuenta metros del rastrillo y de la poterna abierta. En cada una de las torres de la puerta había un soldado apostado, pero en ese momento no estaban a la vista. Tampoco ellos podrían ver a Roran y a sus compañeros, a no ser que sacaran la cabeza por encima del borde de las almenas.
Roran susurro:
—Cuando hayamos traspasado la puerta, tú, tú y tú —e hizo un gesto hacia Carn, Delwin y uno de los guerreros— os dirigiréis al cuartel de la guardia que está al otro lado tan deprisa como podáis.
Nosotros tomaremos el de esta parte de aquí. Haced todo lo que sea necesario, pero abrid esa puerta. Quizá solo haya que girar una rueda, o tal vez tengamos que trabajar juntos para abrirla, así que no os dejéis matar. ¿Preparados?… ¡Ahora!
Roran corrió con todo el sigilo de que fue capaz resiguiendo la muralla hasta que llegó a la poterna y la cruzó. Ante él encontró una sala de unos seis metros de longitud que daba a una gran plaza con una fuente en el centro. Por la plaza, hombres vestidos con buenos trajes se apresuraban a un lado y a otro, y algunos llevaban rollos de pergamino bajo el brazo. Sin prestarles atención, Roran corrió hasta una puerta cerrada y, reprimiendo las ganas de abrirla de una patada, descorrió el cerrojo. Al otro lado encontró un lúgubre cuarto de la guardia con una escalera de caracol adosada a uno de los muros.
Subió corriendo la escalera y salió a una habitación de techos altos donde cinco soldados fumaban y jugaban a los dados alrededor de una mesa. Al lado de ellos había un enorme cabrestante sujeto con unas cadenas gruesas como los brazos de un hombre.
—¡Saludos! —dijo con voz grave y tono de mando—. Os traigo un mensaje de la mayor importancia.
Los soldados, sorprendidos, se pusieron en pie empujando los bancos hacia atrás, que chirriaron contra el suelo. Pero fueron demasiado lentos. Aunque breve, ese momento de indecisión era lo que Roran necesitaba para salvar la distancia que los separaba sin darles tiempo a que desenfundaran las espadas. Roran se lanzó contra ellos bramando y blandiendo el martillo en todas direcciones, acorralando así a los cinco hombres en una esquina de la sala. En ese momento llegaron Mandel y los otros dos guerreros, empuñando las espadas, y entre todos terminaron con los guardias al instante.
Roran, de pie ante el convulsionado cuerpo de uno de los guardias, escupió en el suelo y dijo:
—No confíes en los desconocidos.
La sala se había llenado de un olor nauseabundo. Roran se sintió como envuelto en un grueso y pesado manto hecho con las sustancias más asquerosas que uno pudiera imaginarse. No podía respirar sin marearse, así que se cubrió la nariz y la boca con el brazo para filtrar un poco el hedor. Procurando no resbalar en los charcos de sangre, los cuatro se acercaron al cabrestante y lo observaron con atención para averiguar cómo funcionaba.
En ese momento se oyó un sonido metálico seguido por el crujido de una puerta de madera y unos pasos por los escalones: un soldado estaba bajando por la escalera de caracol desde la torre de arriba.
Roran levantó el martillo y se dio media vuelta.
—Taurin, qué diablos va a…
El soldado, al ver al grupo de Roran y los cuerpos de los soldados en el suelo, enmudeció y se paró en seco. Uno de los guerreros de Roran tiró una lanza contra el soldado, pero este se agachó a tiempo y el arma rebotó contra la pared. El soldado soltó una maldición y se lanzó escaleras arriba subiendo casi a cuatro patas. Al cabo de un momento, oyeron que la puerta de la torre se cerraba con un fuerte golpe. El soldado sopló un cuerno y empezó a lanzar advertencias a la gente que se encontraba en la plaza.
Roran, con el ceño fruncido, volvió a dirigir su atención al cabrestante y dijo:
—Dejadlo.
Volvió a sujetarse el martillo bajo el cinturón y empezó a empujar con toda la fuerza de sus músculos la rueda que hacía subir y bajar el rastrillo. Los demás hicieron lo mismo y así consiguieron que, muy despacio, el mecanismo empezara a girar con el agudo chirrido del trinquete al ser forzado contra los dientes de la parte inferior de la rueda. Al cabo de unos segundos notaron que les resultaba más fácil girarla, y Roran pensó que debía de ser así gracias al grupo que había mandado al otro cuartel de la guardia. No tuvieron que subir el rastrillo del todo. Al cabo de otro minuto de sudoroso esfuerzo oyeron los fieros gritos de guerra de los vardenos: los hombres que esperaban al otro lado de la muralla estaban cruzando la puerta y entraban en la plaza.
Roran soltó la rueda, cogió el martillo de nuevo y se dirigió hacia la escalera. Los demás lo siguieron. Una vez fuera del cuartel de la guardia, vio que Carn y Delwin acababan de salir también por el otro lado de la puerta. Ninguno de ellos parecía estar herido, pero Roran notó que la mayor parte de los guerreros que los habían acompañado no se encontraba con ellos.
Mientras esperaban a que el grupo de Roran volviera a reunirse con ellos, Baldor y los vardenos se organizaron formando una sólido muro de hombres en un extremo de la plaza. Se colocaron los unos al lado de los otros, hombro con hombro, en cinco filas. Mientras Roran corría hacia allí, un gran contingente de soldados salió de uno de los edificios que se encontraba en el extremo más alejado y formaron en posición defensiva con las lanzas en ristre. Habría unos ciento cincuenta soldados: un número que sus guerreros podían vencer, aunque con un alto coste de tiempo y de vidas.
Sin embargo, Roran se sintió más desalentado todavía al ver que el mago de nariz aguileña al que había visto el día anterior se colocaba delante de las filas de soldados. Una vez allí, levantó los brazos creando dos pequeños nimbos de rayos negros alrededor de sus manos. Roran había aprendido mucho sobre magia gracias a Eragon, y sabía que, probablemente, los rayos eran más una exhibición que otra cosa. De todas maneras, exhibición o no, no tenía ninguna duda de que ese hechicero era peligrosísimo.