Lazarillo Z (6 page)

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Authors: Lázaro González Pérez de Tormes

Tags: #Fantástico, Zombi

BOOK: Lazarillo Z
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Volví a subir, cerré la puerta y recoloqué la mesa en su sitio. La condenada pesaba lo suyo, y me dije que ése era el castigo que la vida deparaba a los curiosos. Me preocupé de dejarla exactamente donde estaba; sólo faltaba que además de no encontrar nada que mereciera la pena me ganara otra reprimenda por meter las narices donde no debía. Y, la verdad, no habría vuelto a pensar en todo ello si no hubiera sido porque varios días más tarde vi que el clérigo había movido la mesa. La había devuelto a su sitio, sí, pero no con la misma precisión. No es que le concediera demasiada importancia, pero lo cierto es que me extrañó.

Proseguí con mi apacible y aburrida existencia durante otro mes. Cuatro largas semanas de esa paz tan anhelada como insulsa. Ahora que ya no tenía ni el misterio del sótano, los días se me hacían eternos y me dejé mecer en ellos como un gato que ronronea al sol. Tenía seguridad, comida, incluso la compañía de un amo que, si bien era parco en palabras, al menos no tenía la mano tan larga como su antecesor.

Las cosas empezaron a torcerse un sábado: aquel día comimos después de la misa, como era habitual. Los sábados era costumbre cocinar una cabeza de carnero, y yo había ido al mercado a por ella. Quiero dejar claro aquí que, a pesar de su talante bondadoso, ciertos alimentos eran sólo para el amo, así que, mientras yo me tomaba un caldo sustancioso con pan, él la había engullido entera: ojos, lengua, cogote, sesos… hasta la carne que tenía en las quijadas había arrancado sin pausa. Había algo casi obsceno en su forma de comer; lo hacía de manera voraz, masticando con cuidado, royendo todos los huesos. Intenté no mirarlo demasiado: la verdad era que me repugnaba un poco. Tanto que, esa noche, no fui capaz de beberme la infusión que de vez en cuando me preparaba mi amo: discretamente la tiré cuando no miraba. No tenía el estómago para hierbas.

Aquella misma noche, cuando ya estaba en la cama, oí que el clérigo salía de casa. Recordé lo que tantas veces me había contado el ciego: no era raro que los hombres de Dios cayeran en pecados del infierno, que luego confesaban a Él directamente, sin intermediarios. Era probable, me dije con una sonrisa, que después de la cabeza de carnero que se había metido entre pecho y espalda mi amo tuviera ganas de otras cosas… Dicen que los placeres, como las penas, se llaman entre sí. En cualquier caso, no era asunto mío: mejor no ver lo que no quieren que veas, me repetí. Y me dormí sin dar más vueltas al tema.

Supuse que mi amo estaría de especial buen humor al día siguiente, pero, para mi extrañeza, no fue así. De hecho se le veía ojeroso; su sermón matutino fue menos elocuente que otras veces, algo que achaqué a que había dormido menos de lo habitual. Estuvo todo el día como ausente, y yo me cuidé de no cruzarme demasiado en su camino: se notaba a las claras que no tenía ganas de hablar, y yo sabía por propia experiencia que a los amos taciturnos era mejor evitarlos. A pesar de mis esfuerzos, me dirigió un par de miradas altivas, impropias de él. Y, más raro aún, se acostó sin cenar. ¿Sería para compensar la lujuria con el ayuno?, me pregunté, sonriendo.

Ojalá pudiera contar lo que sigue de otro modo. Ojalá pudiera decir que actué de manera distinta a como lo hice. Pero no fue así: los años me han enseñado a asumir los errores. Ni siquiera pido perdón por ellos la vida es una suma de actos, unos nobles y otros indignos, y no merece la pena enorgullecerse ni implorar comprensión. Cada uno carga con su pasado, y sólo cabe esperar que, al final, la balanza se incline hacia el lado positivo. Empezaría así una etapa de mi vida que preferiría no haber vivido y sólo puedo aducir en mi defensa que, como en tantos otros casos, la comodidad se impuso al honor. Al fin y al cabo, me repetí durante esos meses engañándome con el más absoluto cinismo, yo no cometí maldad alguna. Sólo hice oídos sordos a lo que sucedía en el sótano.

Ahora, con una larga vida a mis espaldas, puedo explicarme lo que en esos días, siendo un muchacho inexperto, me llenaba de desconcierto. Ahora sé que hay almas llenas de dobleces, que sucumben a las más perversas pasiones mientras al mismo tiempo fingen una honradez lisa e incólume. El clérigo de Maqueda poseía una de ellas, y su sótano era el escenario donde daba rienda suelta a sus más bajos instintos. Empecé a atar cabos poco después, ya que la repetición de acontecimientos era innegable: cada pocas semanas, mi amo tenía un día tenso en el que se mostraba impaciente, ávido… En esos días yo no hacía nada a derechas, y las regañinas eran constantes; cuando anochecía, su ánimo parecía sosegarse, aunque se trataba de una falsa calma: me hablaba con afecto, como si quisiera disculparse, e insistía para que tomara la infusión de hierbas que, según sus propias palabras, «me haría descansar como un bendito». Al día siguiente la apatía reinaba en la casa, y la mesa que cerraba el paso hacia la puerta del sótano amanecía movida.

¿Qué queréis que os diga? Supongo que sabéis lo que hice. Una de esas noches fingí beber y no bebí; fingí dormir y no dormí. Oí el ruido de la pesada mesa al ser arrastrada y al clérigo salir luego de casa. Con el corazón en un puño esperé a que volviera. Lo hizo, de madrugada, pero no venía solo.

Oí su voz que hablaba en susurros, y otra, infantil e inocente, que contestaba. Salí de mi cuarto de puntillas y me aposté en las sombras: clérigo y compañía, una niñita de corta edad, una de esas chiquillas sucias que mendigan por las plazas, descendieron la escalera del sótano; la puerta se cerró tras ellos. Me acerqué a ella y escuché. Poco después los susurros cesaron, pero el silencio resultaba más aterrador que cualquier grito. Era un silencio teñido de dolor y de muerte. Un silencio del que fui callado cómplice durante varios meses.

Como os he dicho, con el tiempo llegué a predecir cada «incidente», cada noche de horror; con el tiempo aprendí a cerrar los ojos y a taparme los oídos. Nunca hice preguntas: callé y seguí como si nada pasara, por cobardía o por instinto de supervivencia. Opté por beberme la infusión y dormir, para así no tener que oír lo que sucedía en la casa… Cuando al día siguiente circulaba el rumor de que había desaparecido otro niño (y supe entonces que lo mismo le daba que fueran de uno u otro sexo) fingía sorpresa y soportaba la hipocresía del clérigo, que lo achacaba a Satán y a sus secuaces, quienes «no se detenían ante nada en sus actos malignos». Y alguna vez que me atreví a comentar que un ruido me había despertado durante la noche, aquel monstruo, ladino como una serpiente, culpaba a aquellos ratones que yo había perseguido y decía: «Luego bajaré a ver qué pasa». Mentiría si dijera que no pensé en marcharme, en huir de aquella casa depravada, pero el bienestar ganaba la partida a las dudas. No me di cuenta de que en cada una de esas noches mi alma se manchaba, mi mente se embrutecía, mi corazón se volvía más duro: sin ser consciente de ello empezaba a descender por el pozo de la maldad, a sumergirme en sus aguas. Los ojos del ciego me perseguían en sueños, el remordimiento dolía como la peor de las palizas, pero al mismo tiempo resultaba reconfortante; ésa era mi penitencia: las pesadillas, el insomnio, las náuseas. Sabía que podía hacer algo, que en mis manos estaba la llave de ese sótano. Pero, y me avergüenza decirlo aquí, decidí callar. Mirar hacia otro lado. No oír. Vivir como si eso no estuviera existiendo. No he sido el único, pero eso, lo sé, no me disculpa.

Por extraño que parezca fue un velatorio lo que cambió por fin mi vida. El clérigo iba a las casas de los enfermos graves para darles la extremaunción y yo rezaba por sus almas con un fervor inusitado, a sabiendas de que, si morían, la familia nos regalaría un buen banquete. Eran momentos, además, en que salía a la luz la otra cara del clérigo: la amable, paternal… Los parientes del difunto encontraban consuelo en sus suaves palabras y yo observaba la escena y me reconciliaba con él, aunque no dejaba de preguntarme cómo alguien podía ser tan bueno y malvado a la vez. Intentaba ver en ese sacerdote considerado al mismo hombre que, al menos una vez al mes, salía a la caza de criaturas perdidas, metía a una en el sótano y hacía con ella Dios sabe qué.

Regresábamos de uno de esos velorios: el muerto en cuestión había sido un anciano enfermo y todo se había despachado con bastante premura. Hacía una noche serena y la luna resplandecía, casi completa. El clérigo miró hacia el cielo estrellado y suspiró. Bajé la cabeza, ya que sabía lo que significaba ese gemido. Anduve tan cabizbajo que no advertí que mi amo se había detenido; cuando me percaté de que lo había dejado atrás volví la mirada. Y entonces la vi.

Tardé unos instantes en reconocerla. La niña de los ojos raros, la misma que había curado con la lengua mis heridas sangrantes. Estaba sentada en un portal, sola. La luz de la luna iluminó su cara pálida; desde donde yo estaba no alcanzaba a ver sus ojos de dos colores y sentí la inevitable tentación de acercarme. Di un paso adelante, pero la figura del clérigo, inmóvil, cual estatua de piedra, me frenó. El rostro de mi amo, tan amable sólo media hora atrás, dejaba entrever una lucha feroz, como si dos seres distintos intentaran apoderarse de esas facciones: si os digo que en él convivían la piedad y la lascivia no me creeréis, y sin embargo así era. Incluso extendió una mano, sin ciarse cuenta, y acarició el aire. «Pobre niñita —le oí murmurar—. Tan sola a estas horas…»

Me sorprendí a mí mismo al decir, con voz muy firme:

—Vamos, señor. Es muy tarde.

Asintió con la cabeza, distraído, y mantuvo la mirada fija en aquella figurilla solitaria durante unos instantes más. Luego, casi a regañadientes, siguió andando y enseguida apresuró el paso. Supe que quería llegar a casa cuanto antes, dejarme allí y volver a salir antes de que la niña se alejara del lugar donde estaba. Lo supe. Apreté con fuerza la llave de la puerta del sótano que llevaba en el bolsillo. Su tacto metálico fue como un latigazo que me recorrió el brazo. No iba a dejar que le hiciera nada a esa niña… a ella no.

Tal y como sospechaba, el clérigo abandonó la casa en cuanto pensó que yo estaba dormido. Tembloroso, me levanté del jergón en cuanto oí que se cerraba la puerta de la calle. De puntillas me acerqué al sótano provisto de una vela encendida. En la otra mano llevaba la llave. La coloqué en la cerradura y la giré con suavidad; se abrió la puerta y ante mí apareció aquella escalera de piedra, media docena de toscos escalones de altura desigual. Olía a cerrado, a humedad; una telaraña se enredó en mis pies descalzos. Mis ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, y levanté la vela para ver mejor. Reconocí de nuevo aquel espacio rectangular, cochambroso y sucio, y a diferencia de en mi visita anterior, noté en él algo siniestro. El basto colchón seguía tirado en el centro, aunque ahora ya no tenía que preguntarme para qué servía; vi una rata que lo cruzaba de lado a lado deprisa, asustada por la repentina luz. Dirigí mis pasos hacia la arqueta y esta vez, sin contemplaciones, rompí la cerradura de un puñetazo. Su contenido me estremeció: era un osario… media docena de cráneos y multitud de huesecillos aparecían diseminados dentro. Volví a cerrarla ahogando un gemido de repulsión.

Busqué un lugar donde ocultarme; no fue difícil, cualquier rincón serviría: sólo tenía que apagar la vela en cuanto oyera abrirse la puerta. En realidad no sabía muy bien qué pensaba hacer. Sabía que no podía dejar que hiciera daño a esa niña. Que se lo impediría fuera como fuese. Pensé entonces que necesitaría un arma, algo con que golpear al clérigo, y rápidamente cogí un tablón suelto que había cerca del colchón. Con él cerca me sentí más seguro. El corazón me latía como si quisiera estallar; acurrucado, esperé y esperé. Mi sombra se dibujaba en la pared, mucho más grande que yo, agazapada, preparada para atacar. La misma rata que había huido de mí me observaba desde el rincón opuesto, inmóvil. Me enseñó los dientecillos y lanzó un chillido. Me levanté y la amenacé con el tablón, pero no se movió, así que se lo arrojé con todas mis fuerzas. Le di de pleno y me permití una sonrisa de satisfacción. Me incliné para recuperarlo, esperando ver al ani- malejo aplastado en el suelo. Pero, al cogerlo, vi que aquel roedor seguía vivo, mirándome, como si no hubiera recibido golpe alguno. Y entonces me percaté de que no era el único. Salían de todos los rincones, llenaban el suelo, descendían por las paredes. Corrían hacia mí. Un repugnante ejército de ratas de distintos tamaños, hambrientas, agresivas. Noté un mordisco en el tobillo y pegué un salto. La vela cayó al suelo. Afilados dientecillos me recorrían las piernas y herían mis pies descalzos. Intenté zafarme de ellas a puntapiés, pero se adherían a mis dedos. Los chillidos eran ensordecedores. Y entonces, cuando creía ya que mis días terminarían ahí, devorado por un hatajo de ratas inmundas, se abrió la puerta del sótano. Como si obedecieran la señal de un general invisible, los bichos se replegaron. Volvieron a sus posiciones fundiéndose en la oscuridad. Incapaz de arrastrarme hacia el rincón donde me había ocultado por miedo a encontrarme con ellas, permanecí inmóvil.

La luz descendía los escalones. Dos personas bajaban: el clérigo… y la niña. Se detuvieron junto al colchón. Por suerte, el hombre me daba la espalda y al mismo tiempo su cuerpo evitaba que me viera la cría. Apenas podía verla yo, pero sabía que era ella. No me digáis cómo, lo sabía. Mis dedos buscaron la tabla y me quedé muy quieto, mirándolos fijamente desde el suelo. Como una rata más, me dije.

—Aquí estarás mejor que en la calle —susurró mi amo, y su mano bajó la capucha que cubría los cabellos.

Ella se apartó un poco, lo bastante para que yo entrara en su ángulo de visión. Sus ojos bicolores expresaron sorpresa durante un instante. Negó con la cabeza de manera casi imperceptible.

—¿No te gusta? —preguntó el clérigo. Había algo pastoso en su voz, sonaba distinta. Vi cómo se llevaba la mano a la entrepierna mientras hablaba.

La niña se volvió hacia él y le sonrió.

—¿Voy a dormir ahí? —preguntó mientras señalaba el colchón.

—Sí —dijo él—. Pero no temas, no te dejaré sola… No quiero que te asustes de los ratones.

La niña se sentó en el colchón y miró a su alrededor. El clérigo se acercó a ella y la besó en la frente, como haría un buen padre. Luego se dejó caer de rodillas, a su lado.

—¿Te dan miedo las ratas?

La niña asintió.

—Son unos animales feos, pero no dejaremos que le hagan daño a una chiquilla tan guapa como tú.

Me maldije al comprobar que, desde donde me hallaba, si daba un solo paso más entraría en el ángulo de visión del clérigo. Ella me daba la espalda; él la abrazó.

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