L'auberge. Un hostal en los Pirineos (14 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Desde el otro lado de la carretera oyeron el ahogado grito que provocó la descarga de doscientos voltios en las capas de grasa de aquel culo.

—… eléctrica? Ay, Dios mío, eso tiene que doler —murmuró Lorna.

Paul no la escuchó. Estaba demasiado ocupado tratando de sofocar la risa, que ya le hacía rodar lágrimas por la cara.

Como si nada, el hombre prosiguió con paso apurado y se dirigió con una mano en el trasero a la entrada del cercado de al lado. Tras mirar furtivamente en torno a sí, levantó el pestillo y abrió la verja.

—¿No es ese el campo donde está…

—¡El toro! —musitó Paul mientras una tonelada de fiera se abalanzaba resoplando hacia la libertad.

Con los ojos en blanco y la boca espumeante,
Sarko
meneaba la cabeza para ver mejor al blanco de su ataque, que lo provocaba con aquel color naranja de la gorra.

Paul y Lorna observaron boquiabiertos cómo el individuo renunciaba a moverse con disimulo para correr a refugiarse en el prado de al lado, cubriendo con trémulas piernas aquella corta distancia mientras el animal franqueaba la puerta tras él. Intuyendo que aquella era una buena ocasión, el toro bajó la imponente cabeza y arremetió contra el abultado objetivo que presentaba el trasero del fugitivo, con los cuernos preparados para desgarrarle la carne y proyectarlo al infinito. Entonces, justo cuando parecía que lo inevitable iba a ocurrir, en un acceso de inspiración suscitado por el terror el hombre se quitó la boina naranja y la arrojó hacia la carretera al tiempo que volvía a precipitarse bajo la valla eléctrica, sin poner mientes en la posible descarga.

Durante una fracción de segundo, el toro se detuvo sin saber qué blanco perseguir: si la gorda masa de carne o el disco anaranjado que aún volaba frente a él, impulsado por la brisa. En el momento en que los últimos rayos del sol iluminaron la boina, haciéndola vibrar con su luz, el animal volvió a cargar contra ella. Cuando bajaba, el borde de la boina quedó insertado en la punta del cuerno y por más que el toro sacudió la cabeza, la prenda siguió colgando delante de él, exacerbando aún más su furia. Salió iracundo a la carretera, mugiendo y bramando, sin lograr deshacerse de aquel objeto por más deprisa que corría.

Habiéndose cerciorado de que no había peligro en la carretera, el individuo volvió a pasar bajo el alambre, consiguiendo eludirlo del todo esa vez, y luego se encaminó a un sendero que confluía más arriba con el camino en el que se encontraban Paul y Lorna. Lo miraron subir jadeando el empinado trecho en dirección a Fogas.

Luego guardaron silencio unos minutos, impresionados por el drama del que acababan de ser testigos.

—Bueno, me parece que ya ha quedado decidido —aventuró por fin Paul.

—Sí. ¿De vuelta por donde hemos venido?

Paul asintió y después regresaron al pueblo, mirando de vez en cuando en derredor por si regresaba el toro.

Capítulo 8

J
osette no se encontraba detrás del mostrador cuando Christian paró delante del colmado. Véronique, en cambio, sí estaba. Sentada en el taburete, se hallaba enfrascada en la lectura de un libro que mantenía apoyado en el aparador de vidrio. Llevaba el pelo suelto, libre del pasador de plata con el que normalmente se lo recogía y que había dejado al lado, como si se lo hubiera quitado en un momento de frustración en la comprensión del que sin duda debía de ser un arduo texto para ella. De repente frunció el entrecejo mientras recorría con el dedo las palabras de la página, tratando de hallarles un significado. Con un suspiro, se puso a releer el pasaje.

Mirándola furtivamente desde fuera, Christian tuvo la impresión de que se veía diferente. Parecía… ¡joven! Y casi bonita. Sacudió la cabeza y, recordándose a sí mismo que era Véronique Estaque, entró en la tienda.

Véronique experimentó un sobresalto al oír la puerta y, ruborizada, retiró el libro del aparador para ocultar la tapa en el regazo.

—¿No será otro ejemplar de las
Vidas de santos
? —se burló Christian, saludándola con una sonrisa.

Sin morder el anzuelo, Véronique escondió más el libro.

—¿Quién es esta vez? ¿Bernardette? ¿Francisco de Asís? ¿O la devota pastora santa Germaine, patrona de nuestra amada parroquia?

Christian ladeó la cabeza juntando las manos en actitud suplicante y frunció los labios adoptando una piadosa expresión. Al final Véronique estalló en risas.

—¡Te vas a pudrir en el infierno, monsieur Dupuy! —exclamó, entre veras y bromas.

Christian echó la cabeza atrás con una cara de desprecio diametralmente opuesta a la beatífica actitud de antes.

—Bueno, habrá muchos de este municipio que me harán compañía. ¿Y dónde está la santa Josette? Vamos a llegar tarde.

—¿No te ha llamado Fatima?

—¿Fatima Souquet? ¿Para qué me iba a llamar?

—Ha venido hace un cuarto de hora a recoger a Josette —explicó Véronique, desconcertada—. Ha dicho que tu madre la había llamado para decir que ibas a retrasarte y pedirle que acompañara a Josette a la reunión.

Entonces fue Christian el que se quedó extrañado.

—¿Qué mamá ha llamado a Fatima? Pero si detesta a esa mujer.

Se rascó la cabeza y al sacar el móvil exhaló una maldición. Como le sucedía a menudo, había olvidado conectarlo, así que era posible que lo hubieran llamado y no se hubiera dado cuenta.

—Qué raro —murmuró, conectando el aparato antes de guardarlo en el bolsillo—. Fatima no es muy dada a hacer favores.

—No tiene nada de malo, ¿no?

—Hombre, yo esperaba poder hablar con Josette durante el camino, por lo de la votación, ya sabes. —Christian miró el reloj y se encaminó a la puerta—. ¡Uuy! Tendré que procurar alcanzarla antes de que comience la reunión. Hasta luego.

La puerta golpeteó tras él y después el Panda se alejó a toda velocidad dejando a Véronique de nuevo sola en su taburete. Sola con excepción de Jacques que, sentado en la nevera, había presenciado toda la conversación. Con sigilo, se deslizó hasta el suelo mientras Véronique sacaba el libro y lo ponía encima del mostrador. Cuando lo tuvo abierto en la página que le había causado dificultades, apoyó la cabeza en las manos y volvió a reanudar la lectura.

Jacques cruzó la sala sin ser visto y se agachó debajo del mostrador para leer el título de grueso tomo. En la portada había un hombre con una tupida barba blanca que tenía todo el aspecto de un santo, pero con aquella distancia y sin las gafas, no pudo distinguir el título.

Justo cuando se estiraba, con un leve crujido de huesos, Véronique acabó perdiendo la paciencia con el libro y lo cerró de golpe. Jacques, del susto, tuvo que agarrarse al vidrio. Apresurándose a retirar la mano para no dejar ninguna marca en el impoluto mostrador de cuchillos, contuvo la respiración y después alargó el cuello para ver mejor aquel ejemplar que causaba tanto desasosiego a Véronique.

Leyó el título una vez. Extrañado, lo volvió a leer. Después se echó a reír. Para sus adentros, desde luego.


¡El pensamiento de Karl Marx!
—Véronique lanzó un bufido burlón—. ¡Sería mucho más sencillo leerlo si fuese sólo uno!

Suspirando, volvió a abrir el libro, resignada a su suerte, siguiendo con el dedo el laborioso avance en la página. Jacques la observaba, con su expresión grave y concentrada mientras con la mano izquierda tocaba constantemente la cruz de plata que llevaba colgada a modo de gesto tranquilizador.

Véronique Estaque, el pilar de la iglesia del municipio de Fogas, leía filosofía comunista. ¿Adónde iban a ir a parar? Volvió a desplazarse hacia la entrada e instalándose otra vez encima de la nevera, se concentró de nuevo en la cuestión, mucho más acuciante, que había ocupado su mente desde que Josette se había ido a la reunión.

¿Qué estaría tramando Fatima?

Josette se sentía muy incómoda. Curiosamente, Fatima Souquet se estaba comportando con una amabilidad extrema y aquello no era normal. Por si no hubiera tenido bastante con soportar el nerviosismo con que conducía por aquella carretera llena de curvas en la que casi se iba a la cuneta, presa de pánico, cada vez que se encontraban con un coche de frente, ahora tenía que escuchar su parloteo acerca de su maravillosa familia y su estupendo marido y ya empezaba a estar harta. Por eso experimentó cierto alivio cuando el alcalde comenzó a reclamar silencio. Pero ¿dónde estaba Christian?


Bonsoir!
Perdonad que llegue tarde.

Christian entró con precipitación en la sala mientras los demás tomaban asiento; atrayendo la mirada de Josette entre la masa de cabezas, le pidió con un gesto que le reservara una silla. Antes de que pudiera llegar a su lado, no obstante, el alcalde lo llevó aparte para hablar un momento con él y la silla contigua a Josette quedó de repente ocupada, ni más ni menos que por Geneviève Souquet.


Bonsoir
, Josette. ¿Cómo van las cosas? —preguntó, mirándola con sus aires de toulousina.

—Bien, bien —respondió ella automáticamente, pendiente de Christian y el alcalde.

En más de una ocasión había percibido que cuando Christian quería irse, el alcalde le hacía otra pregunta o planteaba otro tema, manteniéndolo a su lado.

—Ojalá acabemos pronto con esto —exclamó Geneviève con cierta irritación, mirando el reloj como si el hecho de tener que asistir a la reunión municipal le estropeara su breve descanso en las montañas.

René Piquemal tenía, al parecer, tanta prisa como ella.

—¿La reunión va a ser para esta noche o qué? —exclamó a voz en cuello—. ¡Algunos tenemos ganas de ir a casa a comer caliente!

—¡Christian no! —bromeó Alain Rougé, provocando un coro de risas.

Christian recibió las chanzas con una sonrisa fatalista y aprovechó la ocasión para alejarse del alcalde e ir al encuentro de Josette. Justo cuando se dio cuenta de que el asiento de al lado estaba ocupado, comenzó a sonarle el móvil en el bolsillo. Con un gesto de disculpa, se dirigió a la puerta. Al abrirla, Bernard Mirouze entró en la sala, sin resuello y cubierto de barro, con alguna que otra rama de zarza prendida en el pantalón. Christian no se fijó, sin embargo, en la insólita apariencia del
cantonnier
porque estaba demasiado ocupado intentando oír a la persona que lo había llamado.

Cuando la puerta se cerró detrás de Christian, el resto de los miembros del Ayuntamiento repararon por primera vez en Bernard.

—Pero ¿qué te ha pasado? —preguntó Monique Sentenac cuando el hombre avanzó a trompicones hacia la silla más próxima, aquejado por una repentina flojera en las piernas.

—¿Te has peleado con un jabalí o qué? —bromeó Alain.

—¡Menudo jabalí, lo tenías que ver!

—¿Por qué? ¿Es que llevaba boina?

—Sí, Bernard, ¿dónde está tu boina?

Las burlas prosiguieron y hasta Pascal esbozó una mueca despreciativa que supuso un cambio en su habitual expresión de arrogancia. El alcalde no reía, sin embargo. Miraba con gran seriedad al
cantonnier
y Josette creyó advertir algún tipo de comunicación entre ellos, una especie de cabeceo. Fuera lo que fuese, aquello sirvió de estímulo al alcalde, que enseguida dio unas palmadas para reclamar silencio. Estaba leyendo el orden del día cuando Christian asomó, muy pálido, a la puerta.

—Perdón. Me tengo que ir.
Sarko
se ha vuelto a escapar y papá no lo encuentra. Cree que podría haber ido cerca del borde de la vieja cantera. —Lanzó una mirada a Josette—. Ya sabes qué es lo que quiero votar, Josette.

A continuación se fue, dejando un quedo murmullo de inquietud producido por las personas que comprendían su preocupación. Que el toro cayera a la cantera y se rompiera una pata era sólo uno de los potenciales peligros. También podía ocurrir que saliera a la carretera y causara un accidente. Todo ganadero procuraba evitar aquella eventualidad, que podía acarrearle la ruina económica.

El alcalde se puso en pie y en la sala se hizo el silencio.

—Teniendo en cuenta el aprieto en que está Christian —planteó con gravedad—, propongo que dejemos a un lado el orden del día con excepción de la cuestión principal y convoquemos otra reunión para Año Nuevo. Así podremos acabar más temprano y ayudar a Christian a localizar el toro.

—¡Excelente idea! —aprobó Alain.

Todos los demás se mostraron de acuerdo y aplaudieron la muestra de camaradería del alcalde. La única excepción fue Geneviève Souquet, quien se puso a murmurar que no veía por qué iba a tener que desplazarse otra vez desde Toulouse sólo porque un idiota de agricultor era incapaz de controlar a su toro. Por suerte para ella, sólo Josette alcanzó a oír sus quejas, a las que por otra parte hizo oídos sordos. Estaba demasiado preocupada con la perspectiva de tener que afrontar la reunión sin la presencia de Christian.

—Y ahora pasemos a la cuestión cuatro —prosiguió el alcalde—: la propuesta de cierre obligatorio del Auberge des Deux Vallées a raíz de los problemas detectados en la inspección de higiene y seguridad que tuvo lugar el lunes 15 de diciembre.

Josette juntó las manos bajo la mesa, sintiendo el peso de la responsabilidad como un collar de plomo que le colgara del cuello. Respiró hondo y pensó en Jacques. Sí, sería capaz de hacerlo.

El trayecto desde Fogas en el coche de Fatima fue peor, si cabía, que el de ida, dado que cuando la reunión terminó había anochecido del todo y las curvas resultaban más difíciles con la oscuridad. La única ventaja en lo que a Josette respectaba era que con las arduas condiciones para conducir, Fatima permanecía callada. Así era mejor, porque Josette no estaba de humor para hablar.

Al final resultó que no fue capaz. No pudo convencer al consejo municipal de que al municipio le beneficiaba que el hostal siguiera abierto. No logró contrarrestar sus argumentos en los que aludían a la salud y la seguridad, y lo peor fue que no pudo impedir que el alcalde tergiversara sus palabras hasta el punto de presentarlas como expresiones de apoyo a su postura.

Había fracasado de manera estrepitosa y, a consecuencia de ello, iban a cerrar el hostal y sólo Dios sabía qué iba a ser de monsieur y madame Webster.

A ella le faltaba la labia del alcalde o el calmado aplomo de Christian, que instaba a la gente a sentarse a escucharlo. En cambio, se había aturullado cuando le habían presentado el informe en el que se detallaban los problemas del hostal, la fuga del depósito de gasoil y su proximidad con la vetusta caldera. Tuvo que reconocer que eran cuestiones de seguridad importantes, con lo cual no hizo más que prestar argumentos al alcalde.

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