—No recuerdo haberlo visto la otra vez, ¿y tú? —preguntó.
—No. No es algo que hubiéramos olvidado así como así. ¿No había aquí una foto o algo por el estilo?
—Sí, tienes razón. Lo recuerdo bien: era una foto… una vista aérea del hostal.
—Pues el señor Loubet debe de haber decidido llevársela y dejarnos a nosotros esto. ¡No le combinaría mucho en su casa de la costa!
Las risas nerviosas con que acogieron el comentario produjeron un lúgubre eco en el corredor que les causó un nuevo sobresalto.
—Echemos un vistazo a las habitaciones —propuso Paul, procurando disimular su desasosiego—. Quiero subir al desván antes de que anochezca.
Reacia a darle la espalda al animal disecado, Lorna se acercó a su marido sin poder dominar la aprensión.
Les costó poco inspeccionar las siete habitaciones y la lavandería dispuestas a ambos lados del pasillo. Aparte del carácter chillón del papel pintado y de la carcoma de los armarios, supervivientes tal vez de la época napoleónica, el único problema potencial radicaba en los colchones. Cuando habían visitado el hostal la vez anterior, todas las camas estaban hechas, con pulcras sábanas de lino y colchas de alegre colorido. Ahora, sin ninguna tela por encima, los colchones evidenciaban el desgaste del uso en sus numerosas manchas y algún que otro muelle roto. Algunos de los somieres tampoco se veían en buen estado; uno estaba sujeto con una cuerda y otro apoyado en una pila de ladrillos para suplir la ausencia de una pata.
Con la luz de la linterna, Lorna agregó los detalles a la lista de cosas pendientes. Comenzaba a pensar que había pecado de optimista al llevar sólo un cuaderno. La lavandería, sobre todo, habría reclamado una página entera, ya que la mayoría de las sábanas eran demasiado viejas o estaban demasiado manchadas para servir de algo, y las toallas, de tan gastadas, no tenían nada de esponjosas.
—¿Estás lista para ir al desván? —preguntó Paul mientras Lorna acababa de escribir y guardaba el cuaderno en el bolsillo.
—Ay, sí. No puede ser peor de lo que ya hemos visto.
Paul abrió la puerta y retrocedió con celeridad, dedicándole una irónica mueca.
—¡Yo no estaría tan seguro!
Lorna siguió con la vista la luz de la linterna que desaparecía en la oscuridad de la escalera, iluminando antes la densa masa de telarañas entretejidas sobre el umbral.
—Las damas primero —le susurró Paul al oído, propinándole un suave empujón en la espalda.
—Pues muchas gracias —murmuró ella, apartando las polvorientas hebras con el mango de su linterna.
Subieron juntos las escaleras, agachados para evitar en la medida de lo posible las telarañas, hasta que pudieron enderezarse al salir al alargado desván, donde la luz exterior que se filtraba por las claraboyas hizo por fin innecesarias las linternas.
—¡De momento no parece muy acogedor para vivir! —comentó Lorna mientras paseaba la mirada por el tosco suelo y las curvadas vigas cubiertas de hollín y suciedad bajo la pizarra del tejado.
Habían calculado que transcurriría al menos un año antes de que pudieran iniciar las obras necesarias para convertir aquel enorme espacio en una zona de vivienda para ellos. Hasta entonces, tendrían que conformarse con uno de los dormitorios del piso de abajo.
—No, pero quedará estupendo. —Paul se encaminó a la claraboya más cercana y se colocó de puntillas para mirar a través del pequeño retazo de vidrio, opaco a causa de los años—. ¡Mira! Se ven los picos más altos desde aquí —anunció con entusiasmo.
Al apartarse para dejar sitio a Lorna, pisó un charco.
—Pero ¿qué…?
Paul bajó la vista hacia el plástico dispuesto bajo la ventana, donde el agua se acumulaba en torno a su pie, y enseguida comprendió.
—Tiene que haber una gotera —afirmó, palpando con creciente pánico la madera del marco de la ventana—. Aquí. Toca. ¡Está empapado!
Lorna no lo escuchaba, sin embargo. Estaba mirando horrorizada el suelo del desván, con el sinfín de sacos de fertilizante vacíos que pensaban que alguien había tirado allí simplemente para deshacerse de ellos.
—¡Mierda! —maldijeron al unísono.
Contenta de encontrarse de nuevo fuera, Lorna volvió a dar un apretón en el hombro de Paul antes de sentarse a su lado, sin saber si le quedaban muchos ánimos para poder insuflárselos a él.
—Por dios, ¿cómo se puede deteriorar tanto una propiedad en cinco meses?
Paul emitió un gruñido, con la cabeza todavía gacha y la mirada perdida en la alfombra de hojas secas que tapizaba el suelo.
—Bueno, al menos ahora ya sabemos lo mal que está —continuó Lorna, esforzándose por demostrar más optimismo del que sentía—. Y las goteras aguantarán hasta que nos la entreguen dentro de un mes.
Después de inspeccionar el techo de pizarra habían identificado cuatro filtraciones principales que reclamaban una reparación urgente; luego, una observación más minuciosa del techo de las habitaciones había puesto en evidencia manchas y abombamientos. Conscientes de que no podían hacer gran cosa de inmediato, recorrieron el desván buscando algo más indicado que los plásticos para colocar debajo de las goteras, pero sólo encontraron ratoneras ya desactivadas y cantidades aún superiores de excrementos de ratón que atestiguaban la ineficacia de las trampas.
Al final encontraron la solución. Al cabo de media hora, después de vaciarlas precipitadamente en una bolsa de basura, colocaron cuatro latas de salsa boloñesa caducada debajo de las peores goteras.
—Lo vamos a transformar, ya verás —aseguró Lorna, inclinándose hacia Paul—. Sólo necesitaremos tiempo.
—¡Y gran cantidad de dinero!
Lorna observó su cabeza gacha y sus hombros caídos.
—¿Quieres anular la compra? —propuso—. Aún no es demasiado tarde. Perderíamos el depósito, pero quizá sea mejor que seguir adelante.
Como si captara su estado de ánimo,
Tomate
saltó hasta el brazo de la silla de plástico en la que estaba sentado Paul y se frotó contra él, produciendo una especie de gemido.
Paul levantó la cabeza y alargó instintivamente la mano para acariciar a la gata.
—No quiero retirarme. Bueno, creo. No sé… Pero es que ahora se ve muy diferente de cuando estuvimos aquí en verano. Es el tejado… el depósito de gasoil… ¡todo! Parece mentira que no nos diéramos cuenta antes.
Lorna asintió con la cabeza. Sabía muy bien a qué se refería Paul. Después de bajar del desván, la inspección del sótano sólo había servido para acabar de anonadarlos. Aparte de los dos congeladores, que se encontraban en un estado similar al de la nevera de la cocina, habían descubierto también una pequeña pero peligrosísima fuga en el gigantesco tanque de gasoil que ocupaba la mitad de aquel inmenso espacio. El peligro radicaba en su proximidad con la vieja caldera. Paul, que era ingeniero, sabía que habría que cambiarlos los dos y tenía una idea bastante precisa de su precio.
—¡Y eso sin contar las cagadas de ratón! —añadió Lorna con una sonrisa.
Paul soltó una espontánea carcajada. Sobresaltado por el ruido, la gata saltó al suelo y se fue brincando por la hierba.
—Sí, las cagadas de ratón. ¡Hasta en la puñetera caja registradora! —Sacudiendo la cabeza con incredulidad, se puso en pie y tendió la mano a Lorna—. Tienes razón —dijo, tirando de ella para abrazarla—. Saldremos adelante.
Lorna exhaló un suspiro de alivio mientras hundía la cara en su forro polar. Pese a todos los problemas que habían detectado, tenía la certeza que aquella era la buena vía.
—Venga, vamos. —Paul se separó de ella y cogió del suelo la bolsa de basura repleta de salsa boloñesa—. Devolvámosle la llave al de la inmobiliaria antes de que se vaya a su casa.
Acompañados de la gata, rodearon el edificio para dirigirse a la verja. Justo cuando llegaban, por la carretera de enfrente desembocó un baqueteado Panda 4x4 que salió a la carretera principal en dirección al pueblo. Al pasar por su lado, el conductor hizo sonar el claxon y los saludó alegremente con la mano. Paul y Lorna le devolvieron el saludo, percibiendo sólo una rizada masa de cabello rubio.
—¡Eso ha sido una buena señal! —comentó Paul mientras depositaba la bolsa en el contenedor de basura—. ¡Necesitaremos estar bien con los vecinos para que el negocio llegue a funcionar!
Tras subirse al coche se alejaron hacia St. Girons. Aposentada de nuevo en la pila de leña, la gata apoyó la cabeza en las patas, preguntándose qué le depararía lo que quedaba de día.
—¡
I
diota! —Christian se descargó una firme palmada en la frente—. ¡Idiota, más que idiota! —Volvió a propinarse un cachete, que resonó en el exiguo espacio del coche.
Había sido una reacción instintiva, así de simple. También había sido una estupidez que había demostrado sin margen de duda que él, Christian Dupuy, no estaba hecho para todos aquellos subterfugios.
¿En qué pensaba?
El virus de la lengua azul: eso era lo que había provocado el desliz. Había pasado el día en una reunión del sindicato agrícola en Foix, la capital departamental, escuchando a los diversos expertos que hablaron de los recientes brotes de la enfermedad en el departamento de Ariège y de las repercusiones económicas que ésta tenía en las explotaciones de toda la zona. Así, tampoco era tan de extrañar que, con lo preocupado que estaba con el asunto, al salir a la carretera principal y ver a alguien en la verja del hostal hubiera saludado con la mano. Se trataba de un reflejo automático en una persona acostumbrada a conocer a todos sus vecinos.
La conclusión era que ahora era igual de falso que el alcalde. Se ponía a saludar a un hombre mientras iba a una reunión convocada para destruir su negocio.
Christian se rascó la cabeza tal como hacía en situaciones de estrés. Aquellos eran realmente tiempos duros. En toda la región, el brote de lengua azul había diezmado vacas y ovejas entre finales de verano y comienzos de otoño, y las consecuencias se hacían sentir en el bolsillo de todo el mundo. Hasta el momento había tenido la suerte de que la enfermedad no hubiera afectado su pequeña explotación de Picarets, pero aun así había tenido que gastar en una cara tanda de vacunas los escasos beneficios que esperaba haber obtenido.
Y ahora el alcalde lo incluía en sus triquiñuelas.
Muy contrariado, cambió de marcha con un crujido al aproximarse al colmado y frenó con más brusquedad de la que pretendía. Desconectando el motor, miró hacia la ventana donde había vislumbrado a varias personas.
Sólo le faltaba eso: Véronique Estaque. Viéndola apoyada en el mostrador, con la tela de la falda ajustada que realzaba sus formas, sintió un repentino sudor en las manos.
¿Acaso Dios quería ensañarse con él? ¿Con todo lo que estaba pasando, su cerebro tenía que concentrarse en la curva del trasero de Véronique Estaque?
Desviando la vista, resolvió aguardar unos minutos antes de entrar en la tienda. Desesperado por mirar hacia cualquier lado salvo hacia la ventana, dejó errar la vista por la carretera hasta el hostal, que resplandecía con el último sol de la tarde.
«¿Está bien lo que hacemos?», se preguntó, atormentado por el maquiavelismo del plan expuesto por el alcalde la noche anterior. Se despertó de madrugada y permaneció despierto sopesando los pros y los contras de la estrategia que éste proponía hasta que el gallo lo sacó de la cama. Tuvo que reconocer que el alcalde y Pascal tenían su parte de razón, aun cuando la solución era un tanto drástica.
Lo que había decantado su toma de postura fue el restaurante. Antes él cenaba allí una vez por semana como mínimo, disfrutando de la comida, libre del regusto a carbón y ceniza que caracterizaba la que le cocinaban en casa. La boca se le hacía agua sólo de pensar en la sublime salsa boloñesa de madame Loubet y su tradicional
cassoulet
, cuya receta guardaba con celo. En su humilde opinión, nadie podía superar su magnífica cocina casera, y menos aún unos ingleses.
Las medidas que iban a tomar eran pues necesarias, porque si el restaurante no funcionaba, el municipio sufriría las consecuencias tanto desde el punto de vista económico como financiero, dado que una proporción considerable de los ingresos municipales provenían del impuesto profesional que el restaurante debía pagar. Con toda la franqueza del mundo, se podía afirmar que el establecimiento estaba abocado al fracaso si estaba al mando un anglosajón.
Apretando los dientes para combatir la aversión que le producía tener que participar en la reunión, Christian abrió la puerta del coche.
«Despachemos el asunto de una vez», pensó.
—Ssshegurrroquetienequehaberrrotrraforrrmadesssholucionarrressshto.
Annie Estaque abrió una pausa para recobrar el aliento y volvió a ajustarse la dentadura postiza en la boca, con lo cual Josette tuvo tiempo para reparar en Christian, que caminaba hacia la puerta con aire abatido y una cara de preocupación poco habitual en él.
—Bueno, pues aquí tenemos a la persona a quien se le podría ocurrir —dijo Josette mientras Christian franqueaba despacio la puerta.
—¿Ocurrir qué? —preguntó, inclinándose para besar las curtidas mejillas de Annie, llenas de surcos y arrugas causados por toda una vida de trabajo en el campo.
—Alguna otra manera de arreglar esa cuestión del hostal. Véronique acaba de hacernos un resumen de lo que se dijo anoche y Annie no cree que el plan del alcalde sea muy bueno.
Como si quisiera subrayar su posición, ésta soltó un bufido y después tosió con fuerza tapándose la boca con la manga de la chaqueta de punto.
—¡Por Dios, mamá! —la reprendió Véronique con asco y la cara ruborizada de vergüenza cuando Christian se inclinó para saludarla.
—¿Y bien? —inquirió Josette, mientras recibía los dos besos que Christian le dio en ambas mejillas.
—Y bien, ¿qué?
—¿Tienes tú una idea mejor?
Christian se apoyó pesadamente en el mostrador, no tanto para aligerar el peso en las piernas como para no chocar con las ristras de embutidos colgados del techo.
—Es algo difícil.
Annie volvió a emitir un bufido.
—Noveoquétienededifícil. Elhossshtalessshtávendidoyssshansssheacabó.
Véronique asintió con la cabeza. Aquella fue una de las raras ocasiones en que se la vio manifestarse de acuerdo con la mujer a quien le mortificaba tener que considerar su madre.
—Parece poco justo confabularse así contra los recién llegados. Son métodos casi intimidatorios. Y la propuesta del alcalde es exagerada, por no decir algo peor.