L'auberge. Un hostal en los Pirineos (10 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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—La policía, el alcalde, alguien del Servicio Departamental de Incendios y Ayuda de Ariège, alguien del Departamento de Veterinaria y otro más. No sé qué significan las siglas DDE.

Con los hombros caídos, Paul se pasó la mano por la cara.

—¡O sea que un policía, un bombero, el alcalde, uno que no se sabe y un veterinario! Menuda visita… No nos vendría mal alguien que nos ayudará a entender esto.

—Sí, pero ¿quién?

Lorna dejó la carta sobre la mesa, sintiendo que se le manifestaban los primeros síntomas de migraña en el ojo izquierdo.


Bonjour! Hello!
¿Molesto? ¡Traigo pastel!

Como un ángel caído del cielo, Stephanie apareció en la puerta de atrás, con un plato en la mano y Chloé a un lado.

—¡Stephanie! —exclamó Lorna—. ¡La persona que necesitábamos!

—Bueno… eso es. —Stephanie se apoyó en el respaldo y se encogió de hombros—. Tienen una inspecsión el lunes pgggóximo.

Se quitó la cinta del pelo, provocando una explosión de rizos, y luego se puso a masajearse el cuero cabelludo. Es que eso de hablar inglés era muy difícil, con todas aquellas terminaciones en «ing» y esa pronunciación tan rara, que le recordaba a cuando a Annie Estaque le daba un ataque de tos.

—Una inspección. El lunes. ¡Y hoy es viernes! —Paul sacudió la cabeza con incredulidad—. Parece un plazo muy corto.

—Y todavía no sabemos qué es lo que van a inspeccionar —añadió Lorna.

—Igual es lo que han dicho. ¿De gggutina?

—Puede. Aunque parece… No sé, algo más grave. ¿Y quién es ese tipo? ¿Ese monsieur Dupuy?

Stephanie miró el nombre escrito en negrita y sintió una opresión en el pecho, igual que cuando había leído por primera vez la carta. Volvió a encogerse de hombros, tratando de adoptar un falso aire de despreocupación.

—¿Chrrristian? Es sólo un, eh, ¿cómo dissen, teniente de alcalde?

—Pero ¿por qué ha solicitado la inspección?

—No lo sé.

No podía responder otra cosa. No tenía ni idea de por qué se había decretado una inspección. En todo el tiempo en que había trabajado en el hostal, nunca había tenido noticia de que el viejo Loubet recibiera ninguna visita oficial; por eso tenía el presentimiento de que aquello iba a ser algo más que una mera medida de rutina.

Lo más desconcertante, con todo, era la participación de Christian. En la carta se lo mencionaba claramente como promotor de la inspección, y eso era lo que preocupaba a Stephanie. Había algo que no encajaba, pero hasta que no tuviera más información era mejor no manifestar su inquietud.

—Quizá Stephanie tenga razón, Lorna. Igual es sólo una inspección de rutina y no hay de qué preocuparse.

—Mmm. —Lorna no parecía convencida—. Habría sido un detalle que él mismo hubiera traído la carta y hubiera explicado de qué se trataba. Me gustaría haberlo conocido antes de que empezara a presionar. ¡Podría haber elegido un mejor momento por lo menos! —Abarcó con un ademán el caos de objetos que los rodeaba—. Nos va a llevar todo el fin de semana despejar esto, o sea que no sé cómo vamos a prepararnos para una inspección.

Aunque no lo entendía todo, Stephanie captó lo esencial y tuvo que morderse la lengua para no salir en defensa de Christian.

—Bueno, ahora es demasiado tarde para hacer algo. El Ayuntamiento estará cerrado. Pero, en vista de que tenemos pastel, ¿le apetece a alguien un café? —dijo, volviéndose hacia la cafetera que emitía un quedo silbido detrás de la barra—. Si es que consigo hacer que funcione la máquina, claro. —Tiró del filtro para desprenderlo y después de llenarlo de café recién molido, lo volvió a colocar en la máquina—. Crucemos los dedos —murmuró al tiempo que apretaba el botón sin obtener resultado—. Maldita máquina.

—¡Hay que dagggle una bofetada! —aconsejó Stephanie.

—¿Cómo?

—Una bofetada. Hay que dagggle una bofetada. Jussto ahí.

Inclinó el torso por encima de la barra y Paul se apresuró a apartarse sin saber qué se proponía. Sin hacerle caso, Stephanie propinó un sonoro golpe en un costado de la máquina, que enseguida exhaló un gorgoteo, tras lo cual comenzó a bajar el café a la taza.

—Ah, entiendo. Una bofetada. A la máquina, claro. ¿Cómo no? —Paul procuró no mirar a Lorna, que se fue riendo a la cocina, a buscar platos y un cuchillo—. ¿Cómo sabía eso, Stephanie?

—Yo tgggabajé aquí.

—¿Qué trabajó aquí? ¿Para monsieur Loubet?

Stephanie asintió y luego resolvió que quizás aquel era el momento oportuno para sincerarse.

—Para segggle franca, por eso he venido. He tgggaído mi cugggículum. ¿No nessesitagggán una camagggeggga?

Le tendió la página de DIN A4 que tanto le había costado llenar en el ordenador de Christian. La verdad era que no se le daba nada bien aquello de la tecnología. Observó con ansiedad cómo Paul paseaba la vista por aquella exigua página mientras Lorna leía por encima de su hombro. Era asombroso lo anodina que resultaba una vida resumida tan sólo en la faceta laboral.

Stephanie miró por la ventana, contenta de ver a Chloé que llegaba saltando por las escaleras de atrás con
Tomate
a los tobillos. El silencio que se había instalado en la sala comenzaba a hacérsele insoportable.

—Ha hecho muchas cosas distintas —señaló Lorna cuando Chloé entró con la gata.

Consciente de que aquel era el punto en que las entrevistas tomaban siempre una mala dirección, Stephanie se puso a retorcer con nerviosismo la cinta del pelo.

—Vendimia, elaboración de quesos, clases de yoga, cantante de un grupo. ¡Caramba! —Lorna la miró con una franca sonrisa—. ¡Ha llevado una vida muy interesante!

—¡Sí! —abundó Paul—. ¡Fascinante! Pero ¿por qué dejó el hostal? ¿Cuánto estuvo aquí, dos años en total?

En la cabeza de Stephanie surgió, con la velocidad del rayo, una mentira. Después miró a Chloé que, apoyada en su costado, la observaba.

No podía hacer eso, ni siquiera en un idioma que su hija no entendería.

—Bueno… —titubeó—. Me pussiegggon en la puegggta.

—¿La pusieron en la puerta? —inquirió Paul.

—Creo que se refiere a que la despidieron.

—¿Que la despidieron? ¿Por qué?

—Un cliente me pellisscó el tgggasegggo, así que le demostgggé que eso no me gustaba.

—Bien hecho —aprobó Lorna—. ¿Qué le hizo?

Stephanie respiró hondo antes de proseguir por la vía de la verdad.

—¡Le puse un plato de
cassoulet
en la cabessa!

Lorna dejó escapar una aguda carcajada, que sobresaltó a la madre y a la hija.

—¡Excelente! —exclamó Paul, con una sonrisa de oreja a oreja—. Genial.

—¿No es malo? —preguntó Stephanie, un tanto perpleja.

Paul sacudió la cabeza y miró a Lorna, que se secaba una lágrima provocada por la hilaridad.

—Creo que es exactamente lo que necesitamos, ¿no te parece?

—Desde luego. ¿Puede empezar después de Navidad?

Stephanie estaba boquiabierta. Había sido así de sencillo. Iba a tener un trabajo, y con unos patronos encantadores, no como ese viejo verde de Loubet que, cuando no la timaba con el sueldo, siempre intentaba hacérselo con ella en el cuarto de la lavadora. Bueno, aquellos ingleses eran quizás un poco locos para darle el empleo así de entrada, pero eran buenas personas.

—Sí —aceptó por fin con un hilo de voz.

Después dispensó unas frases en francés a Chloé, que la miró con ojos desorbitados.

—¿Te han dado el trabajo? ¿Y les has dicho lo del
cassoulet
?

—Sí.

Chloé observó a la pareja, que se encontraba atareada detrás de la barra preparando el café y cortando el pastel. Sorprendente: querían emplear a su madre. Aunque, bueno, todavía no habían probado el pastel de especias, y sabiendo cómo cocinaba su madre aquello iba a ser interesante.

—A ver, para que quede claro —dijo Lorna mientras se instalaban a la mesa—. El señor Loubet la despidió porque incomodó a un cliente.

—No, no fue poggg eso. A monsieur Loubet le daba igual el cliente.

—Ah. ¿Y entonces por qué?

—¿Poggg qué? ¡Pogggque desperdissié el
cassoulet
, poggg supuesto!

Paul y Lorna volvieron a estallar en risas ante la mirada indiligente de Stephanie. Al fin y al cabo, era verdad lo que decían
des anglais
. No entendían nada de los franceses ni de su comida.

—¡Uf, mamá! ¡Está horrible!

Chloé escupió el bocado de pastel en el plato y se apresuró a tomar un buen trago de Orangina para quitarse el gusto de la boca.

—¿Qué puñetas pasa?

Stephanie dio un mordisco al pastel justo a tiempo para ver que a Lorna y Paul comenzaba a atragantárseles el suyo. Lo masticó y lo encontró bueno. Ligero, meloso, con un suave aroma de… cayena.

—Aghhh… —Cogió el café y bebió a grandes sorbos, mientras Paul y Lorna hacían lo mismo—. Lo siento muchísimo —logró disculparse por fin cuando dejó de arderle la lengua—. ¡Cgggeo que me he equivocado! He puesto pimienta de cayena en lugaggg de canela.

—¡Esto sí que es un pastel de especias! —bromeó Paul, apartando el plato.

—Pegggo no me van a quegggeggg tgggabajando en la cossina, ¿no?

—¡No! —repusieron al unísono Paul y Lorna, y los cuatro se echaron a reír otra vez.

—Gracias por la visita —dijo Lorna mientras se despedía en la puerta de Stephanie y su hija—. Nos ha ayudado mucho.

—No ha sido nada, de vegggdad.

—Y gracias por el pastel —añadió Paul con irónica cortesía y una pícara sonrisa.

—¡Cuando quiegggan! Ya me contagggán cómo va lo del lunes.

—Sí —prometió Paul—, aunque seguramente es una inspección de rutina y no hay de qué preocuparse.

—Y además —abundó Lorna—, ¿qué es lo peor que podría pasar? Seguro que el alcalde no permitiría que nos cerrasen el negocio pese a lo que pueda estar tramando ese monsieur Dupuy. Es demasiado simpático.

Stephanie volvió la cabeza, aquejada de nuevo de la misma opresión en el pecho. Algo iba a salir mal, lo intuía. En cuanto a la fe que Lorna tenía en el alcalde, ella que lo conocía desde hacía tiempo sabía que era infundada.

Con un esfuerzo que procuró disimular, volvió a encararse hacia ellos sonriendo.

—Segugggo que tiene gggassón, Logggna —dijo mientras le daba primero a Lorna y después a Paul un beso en ambas mejillas.

Después se alejó cogiendo a Chloé de la mano, con un sentimiento de pesadumbre pese a haber conseguido el trabajo. Tenía la extraña sensación de estar obrando como Judas Iscariote.

Capítulo 6

E
l lunes 15 de diciembre amaneció con el manto de escarcha más tupido que había dado hasta entonces el invierno, dejando los árboles blancos destacados sobre el intenso azul del cielo. Allá arriba en Fogas, las montañas relucían con el sol de la mañana, magnificadas en medio del prístino aire.

No obstante, la belleza que el hielo confería al pueblo tenía también sus inconvenientes. Delante del Ayuntamiento, la carretera resultaba peligrosa pese a la gravilla que habían esparcido la noche anterior, pues la fina capa de hielo transformaba la empinada pendiente en una trampa mortal, intransitable salvo para los más temerarios conductores.

Serge Papon apartó los molestos visillos que su esposa insistía en colgar en todas las ventanas para mirar hacia la carretera. Pese a que era aún temprano, Pascal Souquet subía con medidos pasos la colina en dirección a la oficina, impulsado por la ambición de acudir al trabajo, a despecho de sus zapatos artesanales italianos, cuya suela no ofrecía un buen agarre en el suelo.

En la carnosa cara de Serge se dibujó una maliciosa sonrisa mientras observaba el avance de su teniente de alcalde haciendo equilibrios con los brazos y las piernas temblequeantes. Con un esfuerzo final, se precipitó hasta la verja del Ayuntamiento, a cuyos pilares de piedra se aferró antes de entrar en la zona de aparcamiento prácticamente indemne.

—¡Pelagatos!

Serge dejó caer el visillo algo decepcionado. Ver caerse de culo a Pascal habría sido un comienzo sensacional para el que iba a ser un día transcendental en la historia de Fogas.

Al oír una tos que sonó en la habitación de arriba, Serge se apartó de la ventana para dirigirse a la cocina, donde preparó una infusión de hierbas. Con cara de repugnancia por el olor que despedía, la puso en una bandeja junto a un plato de cruasanes, procurando no reparar en el aspecto amazacotado y deforme que presentaban.

Emitió un gruñido de contrariedad.

¿Por qué no habría una panadería en Fogas? El próspero horno de su juventud, situado al lado del colmado de La Rivière, había cerrado a principios de los años sesenta junto con la gasolinera y la carnicería, y ahora el municipio sólo contaba con el pan que traían a mediodía a la tienda desde una panadería de la zona del Col de Port. No había forma de comer cruasán recién hecho para el desayuno, ni tampoco
chausson de pomme
. Tenían que conformarse con aquella porquería industrial de supermercado que no era buena ni para alimentar a los cerdos.

Serge reprimió la irritación, haciendo gala de gran control. Tras añadir a la bandeja un pequeño jarrón con pensamientos, inició con cautela el ascenso de la escalera, pues sus retorcidas manos ya no eran tan estables como antaño. Después atravesó la habitación, intentando evitar al máximo los tablones que más crujían, y colocó la bandeja en la mesita contigua a la cama.

El haz de luz que entraba a través de los postigos medio abiertos le permitió ver apenas el pálido y demacrado rostro de su mujer, arrebujado entre las sábanas. Con cuidado para no despertarla, le apartó suavemente un mechón de cabello que tenía atravesado encima de los ojos.

Había vuelto a pasar una mala noche. Aquello parecía haberse vuelto algo recurrente, como si el diagnóstico que habían recibido a principios de mes hubiera desencadenado la plena magnitud de la enfermedad.

Serge volvió la espalda a la cama, ahuyentando los pensamientos que amenazaban con abrumarlo. Saldrían adelante, como siempre. Y en ese preciso momento, él tenía mucho que hacer.

ϒ

En Picarets, la helada también causaba problemas. Stephanie miraba por la ventana de la cocina el amplio jardín posterior que tenía la secreta esperanza de llegar a convertir en un
garden center
orgánico. El plástico del invernadero presentaba unas líneas blancas, que seguramente darían lugar a una multitud de grietas, y el estiércol del ruibarbo se había transformado en un sólido terrón de hielo. Sosteniendo la humeante taza de café con ambas manos, se preguntó si el frío habría respetado las plantas más delicadas que estaba cultivando.

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