L'auberge. Un hostal en los Pirineos (17 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Sabía que quizás era una precaución excesiva, pero no quería correr ningún riesgo subiendo sólo con neumáticos de invierno. En el trayecto desde St. Girons ya había visto varios coches abandonados en la carretera, uno de ellos posado en precario equilibrio al borde del empinado ribazo del río, del cual partían profundas marcas de neumático y un reguero de pisadas de quien había tenido que salir de él con precipitación.

Stephanie miró a través del espacio a duras penas despejado por el limpiaparabrisas, rodeado de una compacta pared de nieve.

No recordaba haber visto caer tanta en todo el tiempo que llevaba allí; no dejaba de hacerlo y borraba las marcas que ella misma había dejado hacía tan sólo unos minutos. Chloé iba a estar contentísima, sobre todo porque coincidía con el principio del fin de semana.

Stephanie sonrió dirigiéndose hacia la rotonda de Kerkabanac, donde se desviaba de la carretera de St. Girons. Ya faltaba poco. Con la misma ilusión de siempre, inició la subida del valle que la llevaría a casa.

¡A casa! Sólo de pensarlo le dieron ganas de reír.

Ella, la mujer de sangre gitana cuyo ex marido había amenazado una vez con clavarle los pies al suelo de la cocina para domar su pasión por viajar, había encontrado por fin un lugar donde quería permanecer durante más de una semana, y precisamente era Picarets, un sitio de lo más tranquilo. De ninguna manera había previsto que aquello pudiera ocurrir cuando las circunstancias la habían obligado a huir cargando con una niña de dos años. Buscaban un refugio y habían hallado un hogar.

Lo malo era que costaba mucho encontrar trabajo en la zona. Habían llegado con una pequeña maleta y un maletero lleno de herramientas de jardinería, y desde entonces Stephanie se había ido ganando la vida a duras penas, realizando trabajos temporales en verano y dependiendo de las prestaciones sociales y de las ocasionales clases de yoga que se le presentaban en invierno. Aquello era insuficiente, sin embargo. Dentro de poco Chloé tendría que ir al instituto de Seix y en cuestión de no tanto tiempo quizá seguiría estudios universitarios, cosa que ella quería animarla a hacer.

Aquello exigía dinero, no obstante.

Había pasado todo el trayecto desde Toulouse haciendo cálculos y planes. Con el trabajo en el hostal podría empezar a ahorrar un poco y durante el tiempo libre se concentraría en su proyecto de jardinería orgánica. Comenzaría despacio, con algunos desplazamientos a los mercados de la zona en primavera y otoño, lo que le permitiría ir acumulando una clientela de base a lo largo de los años siguientes, hasta que estuviera en condiciones de abrir su propio centro.

Ya sabía incluso dónde quería instalarlo: justo después del colmado de La Rivière, en un solar desocupado situado en la orilla del río. Aunque estaba invadido de maleza, con varios árboles que habría que cortar, era el sitio ideal, al lado del área de aparcamiento municipal, donde podrían dejar los coches sus clientes. Después de una consulta en la oficina del catastro, quedó entusiasmada al enterarse de que la propietaria era Josette. Seguro que ella le alquilaría el terreno por una suma módica.

Convencida de que aquél era el inicio de algo de envergadura, Stephanie estaba impaciente por hacer partícipe de sus proyectos a Chloé. Antes, con todo, debía llegar a su punto de destino sana y salva.

Con marcha corta, la subida resultaba lenta por aquella carretera que en muchos tramos había quedado reducida a un solo carril, ya que la gente había cortado los árboles caídos en la calzada sólo lo justo para permitir un mínimo de tráfico. A nadie le gustaba permanecer mucho rato a la intemperie con aquel tiempo y era más que probable que cayeran otros árboles. Stephanie lamentaba no haber puesto la sierra en el maletero antes de irse a Toulouse; le habría procurado más tranquilidad.

Viendo que las condiciones eran cada vez más adversas, se puso alerta y, abandonando toda proyección de futuro, movió el torso a uno y otro lado tratando de escrutar el bosque a su paso, con la esperanza de percibir alguna señal de alarma.

Bajó la ventanilla para poder oír mejor, aunque tampoco podría haber hecho nada en caso de que cayera algún árbol. De nada serviría pisar el freno llegado el momento porque entonces se arriesgaría a ir a parar al río.

Un sonoro crujido le produjo un sobresalto, haciéndole agarrar el volante con fuerza. Sonó otro más y después el lento chasquido de la madera rajada. Procuró dominar el pánico, clavando la vista en la carretera. No percibió ningún movimiento. Luego lo vio por el retrovisor: un enorme fresno se desplomó unos metros más atrás, provocando un leve temblor en la furgoneta.

Tragó saliva.

Fue por poco. Si hubiera salido unos minutos más tarde de Toulouse o tardado un poco más en poner las cadenas…

Sacudió la cabeza para espabilarse. De nada servía pensar aquellas cosas. En cuestión de minutos llegaría al área de descanso de enfrente del hostal. Se centró en la carretera, rezando por que en la escuela hubieran tenido la sensatez de no admitir alumnos ese día para que el autobús escolar no tuviera que realizar esa ruta.

Después de la última curva se encontró con un panorama devastador. Allí había caído toda una franja de árboles y ante sí tenía un montón de ramas y troncos y si no andaba errada, un cable eléctrico. Con los dientes apretados, rogó por que a alguien de la compañía eléctrica se le hubiera ocurrido desconectar la corriente.

Cuando por fin divisó el hostal la inundó una oleada de alivio. Aparcó en el área de reposo, donde habían quitado la nieve, y paró el motor. Seguiría a pie desde allí. Después de aquel viaje no se sentía con ánimos para conducir más y, a juzgar por los coches abandonados a su alrededor, no era la única que había tomado aquella decisión. Primero tendría que averiguar si debía esperar o no el autobús escolar.

Cogió el bolso y conectó el móvil. Maldita sea. Estaba sin batería.

Las luces del hostal brillaban con una atractiva calidez al otro lado de la carretera. Llamaría desde allí y tal vez la invitarían a un café antes de emprender la subida. Además, aquella era una buena ocasión para saber cómo había ido la inspección. De ese modo podría permitirse, a modo de celebración, comprar una pizza en el camión que las vendía en Seix para la cena del día siguiente. Siempre y cuando parase de nevar, claro.

Con el bolso en la mano, siguió el camino trazado por la máquina quitanieves hasta la puerta del hostal. Después de sacudirse las botas, accionó la manecilla y entró.


Bonjour!

Paul y Lorna estaban sentados a la mesa más próxima, de espaldas a ella. Paul apoyaba el brazo en los hombros de Lorna.


Bonjour… Ça va?
—Stephanie levantó la voz y Paul se volvió y se puso en pie.

—Stephanie… hola. Perdón, no es un buen momento…

—¿Pasa algo?

Ahora que se encontraba en el interior con la puerta cerrada, Stephanie percibía la tensión, como si hubieran aspirado el aire de la sala.

—No… sí… Mierda.

Paul levantó los brazos y los dejó caer, desmadejados, como si de una marioneta se tratara. Luego desvió la vista hacia Lorna y Stephanie imitó su ejemplo.


Merde!
¿Qué ha pasado?

Lorna se enjugó los ojos, hinchados y enrojecidos, con las mejillas todavía mojadas de lágrimas.

—No pasamos la inspección.

Stephanie enarcó las cejas hasta la raíz del pelo.

—¿De verdad? —preguntó—. ¿No la pasaron?

Paul asintió con la cabeza.

—Pero pueden seguir con el negocio, ¿no?

Lorna le tendió la carta y se fue, incapaz de seguir hablando del asunto. Aún no había cerrado la puerta cuando sonó la airada reacción de Stephanie.

—¡Los hijos de su madggge! No pueden cegggaggg el hostal. ¡No es legal! ¡Tenemos que pgggotestaggg! —Volvió a leer la carta, lo cual no hizo más que avivar su enfado—. ¿Los han llamado? ¿A la
mairie
? ¿Han hablado con el alcalde?

Paul volvió a asentir con resignado aire de cansancio.

—El Ayuntamiento está cerrado hasta después de Año Nuevo. Eso ha dicho el contestador. —Esbozó una irónica sonrisa—. Alguien ha calculado muy bien el tiempo.

Stephanie emitió un quedo silbido. Ese alguien sabía lo que hacía, desde luego.

—¿Y cuáles son las consecuencias para usted y para Lorna?

—Tenemos que cancelar todas las reservas para Nochevieja como mínimo. Y debemos conseguir el dinero para una nueva caldera y el depósito de gasoil.

—¿Y pueden?

—Francamente, no lo sé. —Volvió a coger la carta, la plegó y la introdujo en el sobre—. Lo siento, Stephanie, pero esto también la afecta a usted.

Stephanie se mordió el labio, previendo lo que iba a añadir.

—Lo siento muchísimo, pero no vamos a poder contratarla, al menos en un futuro inmediato.

ϒ

Stephanie no reparó en la cegadora nieve, ni en el viento que le azotaba la falda, ni en el frío que la calaba hasta los huesos. Estaba demasiado enfurecida. Lo único que veía era una masa roja mientras bajaba las escaleras y se dirigía a la carretera. Más allá percibió, apenas visible, un panda azul aparcado delante del colmado. Casi sin ser consciente de su decisión, se dirigió a grandes zancadas hacia él.

Los muy cabrones, jugando de esa manera con la vida de las personas… ¿Y por qué? Todo por una sórdida pugna política. Aquello la sublevaba.

Necesitaba ese trabajo. El municipio necesitaba personas como Paul y Lorna. Pero los carcamales del Ayuntamiento no lo veían así. Ellos sólo veían que eran gente de fuera y eso les causaba pánico. Por eso conspiraban contra ellos, para hacerles perder pie hasta que se hartaran y se fueran por decisión propia.

Sabía muy bien lo que era. Debía reconocer que había gente que se había portado bien con ella y Chloé desde que llegaron, pero también eran muchos los que deseaban que se fueran. Y si se salían con la suya con esas martingalas utilizadas contra los Webster, quién sabía qué problemas tendría que afrontar ella cuando quisiera abrir su
garden center
.

Volvió a lanzar una maldición, cada vez más colérica, caminando cabizbaja hacia la tienda, sin reparar en el tractor que le venía de frente, despejando la nieve a su paso. Cuando por fin se dio cuenta era demasiado tarde: no tenía posibilidad de apartarse. Sólo le dio tiempo a vislumbrar una cara regordeta y una gorra naranja antes de que se le vinieran encima.

Fuuuuuuuuuuuuuuuuaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhhh.

De las palas de la máquina se alzó una pared arqueada de nieve que la cubrió de pies a cabeza. Durante una fracción de segundo dejó de respirar, mientras su cuerpo tomaba conciencia de la súbita inmersión glacial.

—¡Eh, cabrón! —alcanzó a gritar por fin, tan rabiosa que había perdido toda elocuencia.

La máquina quitanieves ya se había alejado, sin embargo, y ella tuvo que continuar en dirección al colmado como un muñeco de nieve que hubiera permanecido demasiado tiempo expuesto al sol.

—¿Habéis visto eso? —comentó Christian entre risas, señalando a la persona que se acercaba a través de la ventisca—. La quitanieves la ha recubierto de pies a cabeza. ¡Parece el abominable hombre de las nieves!

Véronique rio entre dientes, pero Josette apenas esbozó una breve sonrisa que, al desaparecer, le dejó el rostro pensativo y envejecido.

Christian y Véronique estaban preocupados por ella. Se había quedado trastornada desde la noche de la reunión del Ayuntamiento y por más que le dijeran, no había forma de convencerla de que ella no era la culpable de todo el embrollo del hostal.

—¿No te parece gracioso? —preguntó Christian.

Con un suspiro, Josette siguió limpiando el cristal de la vitrina de los cuchillos, pasando con desgana el paño por la inmaculada superficie con aire completamente ausente.

Christian miró a Véronique, pero antes de que pudiera decir nada, la puerta se abrió de golpe dando paso al muñeco de nieve. En tres zancadas en las que Christian creyó reconocer una forma de movimiento familiar, se plantó delante de él y, alargando un brazo rebozado de nieve, le propinó una sonora bofetada.

—¡Cabrón!

Christian retrocedió a causa de la sorpresa y también impulsado por un instintivo deseo de quedar fuera del alcance de otra posible agresión. Luego escrutó la figura que tenía ante sí mientras se deshacía la nieve que le tapaba la cara, dejando visibles unos destellantes ojos verdes y unos rizos pelirrojos.

—¿Stephanie? Pero ¿se puede saber qué…?

Ella ya había dado media vuelta y había salido de la tienda dando un portazo.

—¿Qué le has hecho? —preguntó Josette, demostrando un indicio de interés por la vida por primera vez desde hacía días.

—Nada… nada de nada —farfulló Christian mientras se acariciaba la mandíbula, que ya adquiría una tonalidad morada—. Aparte de reírme de ella hace un momento. Pero no puede ser por eso, ¿no?

—¡Por supuesto que no! —replicó Verónique con irritación—. Seguro que le has hecho algo que le ha sentado mal —afirmó con voz cargada de desaprobación y… un punto de decepción.

Sí, parecía decepcionada.

Christian sacudió la cabeza, clamando su inocencia bajo la suspicaz mirada de las dos mujeres.

—¡Pues si no le has hecho nada, mejor será que vayas detrás de ella y lo aclares! —le ordenó Josette—. Y dile que vuelva aquí, que le daremos ropa seca para cambiarse. ¡Anda, ve! ¿A qué esperas?

—¡Tiene miedo a que le vuelva a dar una bofetada!

Ruborizado por lo certero de la observación de Véronique, Christian se apresuró a salir de la tienda.

Stephanie ya había recorrido un buen trecho cuando la alcanzó. Aún mantenía los hombros encogidos por la rabia mientras se le iba desprendiendo la nieve de encima.

—¿Stephanie? ¿Estás bien?

La mirada que le asestó le produjo frío en el cuerpo. Enseguida dio un respingo viendo que ella levantaba la mano. Esa vez, sin embargo, sólo fue para quitarse los restos de nieve de la cara.

—¿Bien? ¿Me preguntas si estoy bien?

Respiró hondo para calmarse antes de darle la espalda, dispuesta a seguir caminando.

—Espera. —Christian le apoyó la mano en el hombro, que estaba completamente empapado—. Por favor, Stephanie. Al menos vuelve a la tienda y cámbiate de ropa. Te vas a poner enferma.

Stephanie sintió que la rabia se disipaba ante su evidente solicitud y de repente tomó conciencia de la gelidez y de los escalofríos que le recorrían el cuerpo.

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