Con unánime sensación de alivio, todos salieron afuera, donde la niebla había escampado dejando un cielo tan azul que les resultó casi cegador después de la penumbra del sótano. Los miembros de la comisión se despidieron y al cabo de un momento, Paul y Lorna se encontraron de pie en la entrada, un tanto desconcertados y sin tener el menor indicio de si la inspección se había desarrollado bien o no.
—¿Ya está? —preguntó Lorna mientras la furgoneta de la policía se alejaba, con los agentes enfrascados en una nueva discusión.
—Supongo que sí.
Por la reja vieron que el alcalde estrechaba la mano a monsieur Peloffi de la DDE, quien no había dicho ni una palabra en todo el rato y cuya función todavía ignoraban ellos. Éste se fue en su coche mientras monsieur Gaillard, monsieur Chevalier y el alcalde se encaminaban al bar.
—¡Seguro que se van a tomar un pastís! —aventuró Paul cuando los tres cruzaron el puente.
—Al menos habrían podido decirnos algo.
—¿Qué? ¿Que se iban a tomar una copa?
—¡No! —contestó Lorna—. ¡Si estamos en regla o no!
—Sí, sí. Era de esperar que el alcalde nos hubiera dado alguna pista. Bueno, al menos ya ha pasado, y ya conoces el dicho —Paul abrazó a Lorna y la estrechó contra sí con un evidente sentimiento de alivio—: la falta de noticias son buenas noticias.
Lorna lamentó no poder compartir su optimismo. Sin saber por qué, sospechaba que sus problemas no habían hecho más que empezar, y para sus adentros, echaba la culpa a aquel tal monsieur Dupuy que no se había presentado.
—Vamos a ver, para que no haya margen de confusión. —Serge Papon dejó el vaso de pastís en la mesa y miró a la cara a monsieur Chevalier—. ¿Me está diciendo que en la cocina no había nada estropeado ni sospechoso? ¿Ni siquiera el aceite?
—¡Exacto!
Serge sostuvo la mirada un poco más, percibiendo que con ello ponía incómodo al hombre.
—Ahhh. ¿Y usted qué? —inquirió, desplazando la atención hacia monsieur Gaillard.
—La caldera y el depósito de gasoil. No me han parecido en perfectas condiciones.
El rostro de Serge se adornó con una sonrisa.
—Siga.
—Bueno, para empezar el depósito tiene una fuga. Además, está demasiado cerca de la caldera, que es muy vieja.
—¿Qué aconseja, pues?
—Un depósito nuevo, mejor si está situado fuera del hostal en lugar de en el sótano, y una caldera nueva. Aparte, que se construya un muro ignífugo alrededor de la caldera, se instale un interruptor de emergencia fuera del muro y un mecanismo para poder parar el flujo de combustible del depósito en caso de emergencia.
Monsieur Gaillard levantó la mirada del bloc de notas y alargó la mano hacia su bebida.
—Parece muy grave —señaló con seriedad Serge—. Lo suficiente como para cerrar el establecimiento.
Monsieur Gaillard esbozó una mueca y acto seguido se encogió de hombros.
—No necesariamente. Evidentemente no puedo dar mi visto bueno hasta que hayan realizado esas mejoras, y también querría disponer de un certificado de un electricista que acredite que no hay defectos en la instalación. Aun así, pueden seguir trabajando con su beneplácito y podríamos fijar una fecha límite para que todo esté en regla… ¿digamos de un año, quizá?
Serge se arrellanó en la silla, que en aquel caso había encarado hacia el fuego tras la experiencia del día anterior, y se acarició la barbilla.
—¿De modo que existe un peligro potencial para los clientes? —preguntó.
—Hombre sí, supongo que sí, pero…
—¿Y no es el objetivo de una inspección certificar que los establecimientos como éste son seguros?
—Sí, pero…
—Entonces deberíamos recomendar que lo cierren a la espera de que se instalen las mejoras.
Monsieur Gaillard depositó con lento gesto el vaso en la mesa y se volvió para mirar a monsieur Chevalier, a quien casi se le saltaban los ojos de las órbitas a causa del asombro. En todos los años en que llevaban inspeccionando locales en el departamento del Ariège habían encontrado muchos en condiciones bastante peores que el Auberge des Deux Vallées y jamás un alcalde había propuesto su cierre. Normalmente peleaban con uñas y dientes y utilizaban todo su poder para mantener abiertos los negocios. Lo que el alcalde Papon proponía parecía contraproducente, tanto para el municipio como para los propietarios.
—No lo entiendo —apuntó por fin monsieur Gaillard—. ¿Por qué querría cerrarlo?
Serge sonrió, con un frío pliegue en los labios que no llegó a afectarle la mirada.
—Me limito a obrar por el bien del municipio.
Monsieur Gaillard reprimió un escalofrío y apuró el resto de la bebida para disimular.
—Llegado el caso, la decisión de cerrar el hostal no me corresponde a mí —afirmó mientras se enjugaba el bigote—. Eso es cosa del Ayuntamiento. Yo puedo dejar en suspenso el resultado de la inspección. Lo que ustedes decidan hacer al respecto no depende de mí.
Acto seguido, se levantó y abandonó el bar. No quería tener nada que ver con los manejos del municipio de Fogas. Eso sí, compadecía a los nuevos propietarios del hostal.
ϒ
Annie Estaque había calculado a la perfección el tiempo. Desde el colmado, vio que el bombero abandonaba con paso firme el bar y se iba hacia su coche, manifiestamente molesto por la conversación en la que había participado, la misma que habían estado escuchando a escondidas ella y Josette.
—Tendrá que someterlo a la aprobación del consejo municipal —declaró Josette—. No puede cerrarlo sin más.
Annie soltó un bufido, sacudiendo la cabeza.
—Lovaacerrrrarrrr, fíjatebienenloquetedigo.
Cogió las asas de la bolsa, mucho más liviana de lo normal habida cuenta de que ya había comprado casi todo el viernes.
—¿Seguro que no necesitas nada más, Annie? —preguntó Josette, dándole a entender con la mirada que había desentrañado el verdadero motivo que la había llevado al colmado.
Annie soltó una carcajada a modo de respuesta y abandonó la tienda justo cuando Serge Papon salía del bar. El alcalde pasó a su lado sin reparar en su presencia, absorto en sus pensamientos mientras se dirigía a su coche. Ella lo miró alejarse, sin darse cuenta de que había estado conteniendo el aliento hasta que respiró hondo, como si quisiera limpiarse los pulmones después de haber inhalado un mal olor. Echó a andar por la carretera sin saber cuál sería el próximo paso que iba a dar, pero convencida de que éste se iba a producir.
Cuando llegó a la altura del hostal, oyó un portazo y por el rabillo del ojo vio a una mujer joven que, proveniente de la parte de atrás del edificio, se acercaba cabizbaja a la verja. Annie siguió su camino e inició el ascenso por la carretera de Picareis, con el oído atento para discernir de qué lado iría la mujer. No cabía duda de que la estaba siguiendo, con aquellos pasos rápidos que eran distintivos de quien había vivido años en una ciudad. Véronique también se comportaba así cuando volvió de estudiar en Toulouse, siempre con prisas y movimientos precipitados. En Fogas se le pasó pronto. ¿Para qué diablos tenía que darse uno prisa allí? Aquello sólo estaba justificado si uno entraba por equivocación en un campo donde estuviera un toro rabioso como
Sarko
, se dijo Annie riendo entre dientes.
—
Bonjour!
—La mujer la había alcanzado y estaba a punto de seguir adelante cuando pareció titubear—. ¿Puedo ayudarla?
Señaló la bolsa que Annie casi había olvidado, de tan ligera como le resultaba. Estaba a punto de responder con su habitual negativa cuando tomó conciencia de que aquella podía ser una oportunidad de oro. Un regalo de Dios, como diría Véronique, aunque ella desde luego ya no creía en aquellas cosas.
—Grrrraciasssh. Essshmuyamable.
Annie tendió la bolsa para clarificar su postura, viendo que la mujer no había entendido nada de lo que había dicho. Con ello interrumpió una arraigada costumbre. Dejó que alguien la ayudara.
El sol estaba alto en el cielo y la escarcha había quedado reducida a un lejano recuerdo cuando Lorna salió de casa de Annie. Al final, el paseo que había emprendido para desfogarse había dado pie a una visita. Annie permaneció en la puerta observando cómo descendía por el sendero. Los perros la acompañaron hasta la carretera como si ellos también le hubieran tomado aprecio. Lorna se volvió para despedirse con la mano y después emprendió el regreso hacia el hostal.
Annie advirtió con sorpresa que aún sonreía cuando cerró la puerta y se dispuso a recoger las tazas y platos de la mesa. «¡Una taza de té, ni más ni menos!», pensó riendo tras haber comprobado que su nueva amiga inglesa se ajustaba al estereotipo de sus compatriotas. Por suerte, se había acordado de una caja de té que Véronique le había regalado hacía años y que había guardado sin gran entusiasmo en el fondo de un armario. Al final había resultado muy útil, y ella misma también había tomado una taza para acompañar las galletas artesanales que había comprado para agasajar a Chloé aquella mañana. Todo muy refinado. Véronique habría estado orgullosa.
Habían estado charlando una hora o más, durante la cual Annie había tenido un comportamiento ejemplar. Hacía años que no recibía así a alguien, décadas incluso. Lo curioso fue que las dificultades de lenguaje presentes en ambas habían facilitado las cosas. Habían hablado del hostal, de la granja, del municipio y del alcalde, aunque Annie se había reservado sus opiniones sobre este último. Parecía que la joven Lorna había sucumbido a su encanto, pero por el momento Annie no pensaba hacerle ver su error. Ya habría tiempo para ello. Después de todo, ella misma sabía demasiado bien lo encantador que podía llegar a ser.
Después de limpiar la mesa consultó el reloj. Christian debería haber ido a comer a casa. Iría a verlo y comenzaría a poner en marcha su plan antes de preparar la cama para Chloé. Si debían superar la estrategia de Serge Papon, tenían que reaccionar con rapidez.
Se fue hasta el voluminoso aparador y al coger el teléfono fijó un instante la mirada en la foto que había al lado. Annie posaba con sus padres delante de la casa; su padre le apoyaba el brazo en el hombro y su madre reía de algo que no aparecía en la foto. Aquello fue una semana antes de que descubriera que estaba embarazada. Tocó la foto como si fuera un talismán y después se puso a marcar el número, con los labios apretados en resuelta expresión.
Treinta y cinco años suponían un plazo muy largo de espera para ajustar cuentas con alguien.
S
entado en la ventana del café Galopin, Serge Papon contemplaba el río Salat en su rápido descenso hacia la presa sin reparar en la belleza del sol que resplandecía sobre el agua. Entre los torcidos dedos de la mano izquierda sostenía un café mientras con la otra tabaleaba con impaciencia en la mesa de metal.
Al mirar el reloj sintió una oleada de irritación en el pecho.
¿Dónde estaría ese bufón? Ya tendría que haber llegado. Disponían de poco tiempo, de un par de horas a lo sumo.
Un par de horas. Ése era el tiempo que le faltaba para saborear la venganza. A dos días de la inspección, el hostal estaba ya casi a su alcance y los dos extranjeros tendrían que volver a su casa. Y en cuanto a Christian, había reaccionado tal y como él había previsto. Detrás de aquella apariencia ponderada, de campesino, había una inteligencia casi tan aguda como la suya, pero con un punto débil considerable: a Christian le gustaba jugar limpio.
Serge rio entre dientes mientras apuraba el resto de café. Él no se sentía obligado a jugar limpio en la política de la vida, más bien al contrario. Precisamente por eso se encontraba allí en aquel bar medio vacío a primera hora de la tarde, mirando el río.
Al bajar la taza reparó en algo que se movía en el Pont Vieux. Era algo fugaz, furtivo… ¿de color naranja? Serge entornó los ojos y enfocó la vista en el trajín de personas que cruzaban aquel puente del centro de St. Girons. Sí, allí estaba Bernard Mirouze, que se desplazaba con celeridad de un umbral a un pilar para colocarse a la sombra de una anciana con un perrito, esforzándose por pasar inadvertido tal y como él le había indicado. Lo malo era que llevaba puesta la gorra de cazador, de color naranja.
Serge emitió un gruñido. Aquel hombre era un estúpido. ¿Cómo diantre creía que iba a poder disimular su corpulenta presencia, con esa facha, en el centro de St. Girons? El
cantonnier
se movía con la gracia de un elefante herido y la gente ya había empezado a señalarlo entre risas, observando su avance en zig-zag por el puente, con sus pantalones de camuflaje y su chillona boina que concentraba los últimos rayos de sol invernal.
Finalmente llegó a la puerta del café y, tras introducirse en él, se volvió para comprobar que nadie lo seguía, con lo cual rozó con su generoso trasero la mesa de al lado y la mandó al suelo. Sobresaltado por el ruido, retrocedió de un salto y golpeó el perchero que había al otro lado de la entrada. Mientras el propietario acudía para impedir más incidentes, alejando a Bernard de la puerta y murmurando sin contemplaciones frases que hablaban de imbéciles, Bernard advirtió a Serge sentado en la mesa del fondo de la sala y se encaminó hacia él.
—No creo que me haya visto nadie —aseguró con una sonrisa triunfal.
Serge contuvo una respuesta instintiva y pidió dos cafés, en parte para compensar las molestias y en parte porque con eso ganaba tiempo para calmarse.
—Llegas tarde —logró por fin articular con la mandíbula tensa.
La sonrisa de Bernard dio paso a una expresión de preocupación.
—Perdone, perdone, señor alcalde. Ha sido porque me he tenido que ir a casa a buscar la boina, ya que me había olvidado de traerla esta mañana y como dijo que tenía que tener cuidado, he pensado que debía llevar un disfraz y al ser miércoles, día de caza, he pensado que sería perfecto, porque así nadie sospecharía nada y por eso…
Serge levantó la mano para contener el torrente verbal que brotaba de la boca del nervioso
cantonnier
. Quizá no había sido buena idea pedir un café. El hombre ya estaba bastante tenso de entrada.
—Basta —lo atajó—. No tengo tiempo que perder. La reunión del Ayuntamiento se celebra dentro de dos horas y necesito que hagas algo por mí, algo de lo que no debe enterarse nadie más.
Ansioso por poder prestar ayuda, Bernard adelantó el torso para oír mejor y de paso derramó una parte de café en los platos con el roce de la barriga. Enseguida intentó limpiarlo con una servilleta, con lo que aún hizo tambalear más la mesa.