Las violetas del Círculo Sherlock (72 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—¿Y eso qué tiene que ver con Guazo? —se impacientó Diego.

—Verás —Sergio levantó la mano pidiendo calma a su amigo—, lo que Trejo me confesó es que una noche él y Guazo estuvieron hasta muy tarde en el círculo hablando de todo esto. Guazo también creía posible que Gull hubiera cometido aquellos crímenes, a pesar de que el médico real tenía setenta y un años en 1888 y había sufrido una apoplejía. El caso es que la tertulia entre ambos se prolongó mientras daban buena cuenta de un par de botellas de whisky, y la lengua de Guazo se fue soltando cada vez más. Habló entonces con odio de Sherlock Holmes, a quien reprochaba el modo en el que trataba a Watson, a quien José tenía por un héroe. —Sergio miró a Diego y leyó la impaciencia una vez más en su mirada, de modo que fue al grano—. Entonces fue cuando Guazo se levantó de su asiento y alzando su copa aseguró que él sería capaz de cometer aquellos mismos crímenes, y que ni Holmes ni el mismísimo Dios serían capaces de detenerlo si se lo proponía. —Sergio hizo un alto y tomó aire—. Han pasado veinticinco años, pero Trejo me confesó que la mirada de Guazo le hizo estremecer. A pesar de que ambos estaban borrachos, nunca olvidó los ojos de José cuando dijo aquellas palabras. Además, terminó su discurso con una frase que Trejo me repitió y que fue la que hizo que lo llamara de inmediato la otra noche: «Cuando un médico se tuerce, es peor que cualquier criminal». —Olmos miró a Diego y comprendió que el policía no sabía de qué le estaba hablando—. Es una frase que Holmes dice en la aventura titulada «La banda de lunares».

El inspector Bedia guardó silencio durante unos instantes. Con el ceño fruncido, parecía estar procesando la información que el escritor le había facilitado.

—Lo que no podía imaginar era el modo en el que Guazo había logrado acceder a mi ordenador —reconoció Sergio—. Y, según vuestros datos, tampoco había abandonado el país en esas fechas.

—Los médicos permitieron que lo interrogáramos por vez primera ayer —comentó Diego—. No autorizaron más que algunas preguntas, porque está realmente mal, pero al menos pudimos aclarar algunas cosas y, entre ellas, lo que me acabas de preguntar. —Diego se interrumpió. Parecía dudar sobre el modo en el que debía plantear la cuestión, o qué palabras eran las más oportunas para lo que quería decir. Finalmente, tomó una decisión—. Verás, Sergio, no sé cómo tengo que llamar a Clara Estévez. Quiero decir que si me tengo que referir a ella como tu exmujer, tu exnovia o qué.

—¡Clara! ¿Qué tiene que ver ella con Guazo? —Sergio estaba realmente sorprendido.

—Directamente, no —dijo Diego alzando las manos—, pero fue ella quien se fue de la lengua, o más bien fue el alcohol el que se la aflojó en la fiesta en la que le entregaron ese premio literario. Al parecer, a última hora de la noche había bebido más de la cuenta. Alguien sacó a relucir tu nombre, y ella comenzó a decir de todo, y muy poco bueno, sobre ti. Según Guazo confesó, se burló de tu pasión por Holmes, y fue entonces cuando mencionó que la clave de acceso a tu ordenador era
William Escott
.

Sergio se levantó de su asiento y caminó por el despacho de Diego Bedia dando tumbos, como si fuera un boxeador a punto de caer a la lona como consecuencia de un tremendo gancho de izquierda. Con la cabeza hundida en el pecho, parecía buscar en el suelo la respuesta al motivo por el cual se había equivocado tantas veces en la vida. Su arrogancia le había llevado a aquella encrucijada en la que se encontraba. Uno de sus mejores amigos, al que, sin embargo, había humillado siempre que había podido en los viejos tiempos de universidad, lo había retado y había matado simplemente por el placer de burlarse de él. Y el amor de su vida había vendido su confianza en una noche de borrachera en la que celebraba la obtención de un premio literario que había conseguido con una novela que Sergio siempre había dicho que era suya, aunque en el fondo de su corazón sabía que no era así.

—La novela de Clara —dijo de pronto a Diego—, la novela con la que ella ganó el premio no me la robó exactamente.

El inspector lo miró atónito. Sergio siempre había declarado que él tenía aquella novela prácticamente terminada, que Clara la robó, pero que no podía probarlo.

—Realmente la idea fue de Clara —confesó—. Es cierto que ella apenas aportó la génesis de la historia, y que luego fui yo quien la escribió casi por completo, pero ella leía cada capítulo y lo corregía. Los personajes principales los había imaginado ella, y Clara fue quien dio las pinceladas de color básicas. Lo justo hubiera sido que la firmáramos los dos, pero yo me había negado. Le dije que ella jamás había escrito nada, y que los lectores me eran fieles a mí. Mi firma era la que vendía, y su trabajo como agente era favorecer la mejor venta posible.

—Pero ella no aceptó. —Diego comprendió el drama.

Sergio finalizó su paseo por el despacho dejándose caer de nuevo en la silla que había ocupado.

—Así fue —confesó.

—En aquella fiesta sucedió algo más —dijo Diego, tratando de cambiar de asunto—; algo que resultó decisivo para los planes de Guazo. Es algo que tanto el doctor como Tomás Bullón han confesado.

—¿A qué te refieres?

—Según parece, Guazo conocía bien el trabajo periodístico de Bullón. Ya sabes, reportajes sobre bajos fondos, libros sobre narcotraficantes, prostitución, y demás. El caso es que, en un momento de la fiesta, Guazo le pidió a Bullón que le presentara a alguien que fuera capaz de falsificar un pasaporte o un documento de identidad.

—¿Y qué respondió Bullón?

—Pues se quedó de una pieza —contestó Diego—. Pero Guazo le aclaró que no era para él, sino para alguien a quien había tratado en cierta ocasión, un emigrante que se encontraba sin papeles.

—Y Bullón le puso en contacto con un falsificador.

Diego asintió.

—Lo que Bullón nunca vio fue la fotografía que se puso en aquel pasaporte.

—Y así fue como Guazo llegó a Inglaterra, aunque vosotros creíais que no había salido del país en esas fechas —dijo Sergio—. Supongo que Clara sabía que yo estaba en Sussex, porque en la agencia literaria estaban al corriente de mi proyecto, de modo que no tuvo problemas en encontrarme y usar mi ordenador. Pero —Sergio arqueó las cejas— ¿y las violetas? ¿Por qué envió violetas en las cartas?

—Eso aún no lo sabemos —confesó Diego—. De eso no dice nada en el diario.

—¡¿El diario?! —Sergio miró con sorpresa al inspector—. ¿Qué diario?

—Encontramos un diario cuando realizamos el registro de su piso —explicó Diego—. Por lo visto, tu amigo quería emular a Watson también en escribir, y no lo hace mal.

El diario del doctor José Guazo Vega aclaraba muchas de las preguntas que los policías no podían formularle dado su crítico estado de salud. A lo largo de más de trescientas páginas, Guazo daba muestras de una excelente cultura, un profundo conocimiento de las aventuras de Sherlock Holmes y una afilada inteligencia. Gracias a aquel diario, Diego Bedia empezó a conocer mejor al hombre que, hasta aquel momento, había tenido en vilo a la policía.

En las primeras páginas del libro, Diego descubrió la profunda huella que Dolores Carmona —Lola, como Guazo la llamaba familiarmente —había dejado en el alma del médico.

Lola Carmona había nacido dos años más tarde que José Guazo en el hospital que la Cruz Roja tenía por aquel entonces en el barrio norte. Apenas a unas manzanas de distancia del hospital se encontraba el domicilio de sus padres, Severino Carmona y Concha García.

Severino, un hombre bajo y tripudo, siempre tuvo alma de emprendedor. Se estableció en el barrio con apenas veintisiete años y recién casado. Concha, su esposa, le dio todo el amor que pudo, aunque siempre se sintió culpable por haber parido tan solo a una hija.

Ultramarinos Carmona. Así bautizó Severino el pequeño negocio que habría de servir para dar de comer a su familia a lo largo de toda la vida. Se trataba de un pequeño colmado que, con el paso del tiempo, resultó ser una referencia para cientos de vecinos de la zona. Todo se podía encontrar allí, desde leche hasta el periódico; desde fruta hasta productos de limpieza.

Ultramarinos Carmona estaba situado en la calle Leonardo Torres, justo debajo del primer piso en el que vivía la familia. En los años setenta, cuando Lola tenía quince años, sus padres compraron dos bajos comerciales anejos. El más pequeño de los dos locales sirvió para ampliar el negocio; el segundo, Severino lo convirtió en garaje.

José Guazo conoció a Lola en el instituto. Lola era una muchacha de cabello negro, corto, y unos profundos ojos azabache.

Tenía la boca grande, generosa, y cierto aire melancólico que cautivó al futuro doctor. Su noviazgo se compuso de paseos dominicales, largas sesiones de cine, miradas sobre la mesa de un café en días de lluvia y apresurados besos en algún portal.

La marcha de José Guazo a Madrid pudo haber significado el final del romance, pero, contra todo pronóstico, ambos lucharon a brazo partido por construir un amor por correo. Las cartas iban y venían de Madrid a casa de Lola, y de Ultramarinos Carmona a la capital: besos de papel, lágrimas que emborronaban la tinta del bolígrafo, promesas de futuro…

Lola cursó estudios de graduado social, y Guazo se hizo médico. Las horas, los días, los meses que mediaron entre ambos acontecimientos y su matrimonio apenas se esbozaban en el diario del doctor. En el siguiente capítulo, Lola y José estaban casados y él se había instalado como médico de familia en la ciudad en la que nació.

No tuvieron hijos. Eso ya lo sabía el inspector Bedia. Lo que desconocía es que la madre de Lola, Concha, había muerto diez años antes y que Severino estaba ingresado en una residencia de ancianos de la ciudad, víctima de una demencia senil que le había hecho olvidar no solo a su difunta esposa, sino también a Ultramarinos Carmona. Cuando su hija Lola falleció como consecuencia de un accidente de tráfico, Severino no pudo llorar, porque desconocía que un día había tenido una hija.

Cuando Concha murió y su padre comenzó a dar síntomas evidentes de su enfermedad, Lola le planteó a su esposo su deseo de mantener abiertas las puertas de la tienda de ultramarinos. Sabía que era un reto difícil, porque las grandes superficies comerciales habían herido de muerte al pequeño comercio local, pero quería intentarlo. No necesitaban el dinero, pero Lola sentía que tenía un deber que cumplir.

Hasta el día en que Lola falleció, Ultramarinos Carmona mantuvo abiertas sus puertas. La clientela había disminuido, y ya no estaba allí su padre para envolver las ventas con la sonrisa que regalaba a todo el mundo, pero al menos el negocio no daba pérdidas. Habían contratado a un matrimonio joven que se encargaba de todo. Los empleados solían ir a comprar la fruta o el pescado empleando una furgoneta Citroën de color negro que Severino había adquirido pocas semanas antes de que la enfermedad que ahora lo tenía postrado se declarase con toda su crueldad.

Cuando Lola falleció, Guazo se sintió sin fuerzas para mantener abierto aquel negocio. Nada tenía interés para él en la vida. Solo la lectura recurrente de las aventuras de Holmes y Watson lograba animarlo, además de las tertulias en la Cofradía de la Historia, a las que su amigo Marcos Olmos le había arrastrado con el propósito de evitar que se hundiera en las arenas movedizas de la melancolía.

Cuando Guazo elaboró su particular venganza contra Sherlock Holmes y contra Sergio, el piso de la calle Leonardo Torres jugó un papel esencial, lo mismo que la furgoneta negra marca Citroën.

Diego Bedia interrumpió la lectura del diario cuando leyó aquellas páginas. El recuerdo de la teoría del círculo acuñada por David Canter cruzó por su memoria. Sergio y Marcos Olmos le habían hablado de la hipótesis de Canter, un especialista en el estudio de la mente criminal de la Universidad de Liverpool. Según ese estudio, si se señalan en un mapa los puntos en los que un asesino en serie ha cometido sus crímenes y se traza a continuación un círculo que tenga por diámetro la distancia entre los dos escenarios más alejados entre sí pero que incluya en su interior los demás lugares donde se cometieron los crímenes, resultará un área en cuyo interior estará la guarida del asesino.

El inspector Bedia buscó un mapa del distrito norte y señaló con dos puntos rojos los lugares más lejanos entre sí en los que habían aparecido los cadáveres de las mujeres asesinadas por Guazo. Lo hizo simplemente por curiosidad, casi por pura diversión. El lugar donde había aparecido la primera víctima, Daniela Obando, en el pasaje donde se ubicaban los números 42 y 44 de la calle José María Pereda, y la pequeña plaza junto a la calle General Ceballos en el que fue hallado el cuerpo de Aminata Ndiaye cumplían el requisito de ser los más distantes de los cuatro escenarios. Diego trazó el círculo correspondiente y comprobó que el piso de la familia Carmona en la calle Leonardo Torres estaba en pleno centro del círculo.

Cuando la policía investigó a los miembros del Círculo Sherlock, se dijo que ninguno de ellos tenía propiedades en la zona, ni tampoco era dueño de ninguna furgoneta de color negro como la que el cocinero Félix Prieto vio huir a gran velocidad del último de los escenarios. La razón era simple: no habían investigado las propiedades de la familia de Lola. El piso, el garaje y todo lo demás seguía a nombre de Severino Carmona, a pesar de su grave enfermedad. Diego hubo de reconocer que ni Murillo ni Estrada habían estado muy finos al obviar esa posibilidad.

Sin embargo, a pesar de no ser el dueño, Guazo tenía llaves tanto de la furgoneta como del resto de las propiedades. Y el registro policial respondió a numerosas cuestiones pendientes. El propio diario del médico dedicaba un buen número de páginas a explicar las medidas que había tomado para poder llevar a cabo su macabro plan con garantías.

Desde el garaje se accedía, a través de una escalera, al piso de los Carmona. En el domicilio, Guazo había efectuado obras que habían logrado aislar por completo dos habitaciones. Cada una de ellas había sido meticulosamente forrada de plástico en cada uno de los secuestros que llevó a cabo. Las mujeres eran trasladadas allí después de que Guazo les suministrara Rohipnol, una droga del grupo de las benzodiacepinas que se comercializan en la actualidad y a las que un médico podía tener acceso sin llamar la atención.

El Rohipnol actúa como depresor del sistema nervioso, es insípido e incoloro, de modo que las mujeres aceptaban la copa a la que el doctor las invitaba sin sospechar nada, ni tampoco detectaban ningún sabor extraño en el líquido que tomaban. En poco más de veinte minutos, las víctimas estaban a merced de Guazo, que las introducía en la furgoneta. Una vez en el vehículo, el médico entraba en el garaje de los Carmona y, a través de la escalera, accedía al piso de sus suegros. Los efectos del Rohipnol se prolongaban alrededor de diez o doce horas, de modo que cuando las mujeres despertaban se encontraban en una habitación herméticamente sellada cuya puerta estaba disimulada, y en la que las paredes estaban forradas de plástico.

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